La sede de la Fiscalía General en el centro de Toronto era una sala enorme, llena de cubículos como madrigueras de conejos que se extendían en todas las direcciones, legado de unos planificadores del gobierno que habían encajado treinta y cinco despachos en un espacio concebido para doce. Casi todos los despachos estaban llenos de pilas de papeles y libros, montones de archivadores de cartón con indicaciones como R. V. SUNDRILINGHAN – ASESINATO II – VOIR DIRE – DERECHO A CONSEJO escritas a mano con rotulador negro en el lomo. Fernández era la excepción. Mantenía su pequeño despacho limpio y ordenado.
Muchos días, como era el primero en llegar, cuando abría la puerta lo asaltaba el olor rancio a pizza fría y a palomitas de maíz de microondas. Aquella mañana, en cambio, el aire estaba impregnado de aroma a café recién hecho, a bollos tostándose y a mandarina recién pelada.
Hizo caso omiso del murmullo de voces y se encaminó directamente a su despacho. No tenía por costumbre pararse a charlar con los colegas. Además, así lo verían concentrado en su trabajo cuando pasaran por delante.
Sacó un expediente de robo del único archivador del cubículo y se sentó a su mesa. A las ocho en punto, una hora a la que normalmente era el único allí, las voces de la sala aumentaron de tono. Alguien había encendido una radio y la voz del locutor se mezclaba con el murmullo de numerosas voces.
Finalmente, Fernández no aguantó más. Volvió a guardar el expediente, cogió un bloc de notas, salió del despacho y se encaminó hacia el despacho de Jennifer Raglan, pasando por delante de la fotocopiadora aparcada en medio del pasillo.
Raglan, la fiscal jefe de la región de Toronto, estaba detrás de su escritorio saturado de papeles, medio sentada, medio inclinada sobre la mesa. Delante de ella, a su izquierda, caminando arriba y abajo, se encontraba Phil Cutter, el fiscal más agresivo de todo el equipo. Calvo, cercano ya a los cincuenta, vestía un traje viejo y calzaba unos zapatos de suela de crepé, con los tacones muy gastados por la parte exterior. A la derecha de Raglan, sentada en una silla de madera, estaba Barb Gild, una morena alta y esbelta que era la mejor investigadora legal de la oficina. Era la típica genio despistado y tenía lama de dejarse papeles y expedientes por toda la oficina y en las fotocopiadoras. Los tres estaban enfrascados en una intensa conversación. Fernández carraspeó, pero nadie le prestó atención. Entró en el despacho y siguieron sin reparar en él. Casi había llegado al escritorio cuando, por fin, Raglan levantó la vista.
– Albert, ¿dónde te habías metido? -dijo.
Maldita sea, pensó él.
– Llevo un rato aquí, trabajando en mi despacho.
– Estamos esbozando nuestra estrategia preliminar. No hay tiempo que perder -continuó la jefa, como si no lo hubiera oído-. Parece que te ha tocado el gordo. Espero que hayas hecho las compras de Navidad. El miércoles tendrás que acudir al tribunal de fianzas para la vista sobre este caso.
¿Qué sucedía? Era como si hubiera entrado en un cine a media película y todos los demás supieran de qué iba.
– Esto demuestra que nunca se sabe… -dijo Cutter, en un tono tan alto que, más que una voz normal, parecía un ladrido. Se sabía de jueces que le pedían que se alejara hasta el fondo de la sala antes de concederle la palabra. Su calva relucía bajo el fluorescente-. Probablemente, dirá que la víctima se cayó sobre el cuchillo. Poco creíble, sin embargo, dado que murió en la bañera. -Cutter empezó una carcajada, una risa áspera y entrecortada.
– El muy cerdo -masculló Barb Gild-. Grandísimo hipócrita…
Raglan alzó la vista de la mesa con las gafas de montura de concha colgadas de su nariz aguileña. Su tez ofrecía un aspecto ajado de tantas noches de dormir poco y tantos cafés fríos pero, bajo su melena castaño grisácea, tenía unos ojos de un tono avellana mágico y una boca amplia. Su porte exudaba un aire de atractiva confianza.
– ¿Cuándo te has enterado de lo sucedido? -preguntó a Fernández.
Albert se encogió de hombros. No podía seguir disimulando.
– Lamento decirlo, pero no sé a qué se refiere, jefa.
Todas las miradas se volvieron hacia él.
– ¿No sabes nada? -dijo Raglan.
– No.
– Kevin Brace ha sido acusado de asesinato en primer grado -dijo Raglan-. Esta mañana, a primera hora, han encontrado muerta a su esposa en la bañera de su apartamento, con una puñalada en el estómago. Albert, te ha tocado la lotería para tu primer caso de homicidio.
Fernández se limitó a asentir.
– Increíble -murmuró Barb Gild-. Y hay quien llamaba a Brace el primer feminista de Canadá. Qué manera de engañarnos.
– La prensa se lo va a pasar en grande con esto -gruñó Cutter-. Menuda suerte, Albert.
Fernández asintió de nuevo. En una esquina del despacho había otra silla barata. La ocupó, abrió el bloc y tomó el bolígrafo.
– Empecemos -dijo, esforzándose cuanto pudo por parecer animado. Tenía que hacer creer a todo el mundo que estaba preparado… lo cual no andaba lejos de la verdad.
Sólo había una cosa que necesitaba saber, pero no se atrevía a preguntar: ¿Quién demonios era Kevin Brace?
X
Pero a qué extremos estaba llegando la policía de Toronto, se dijo Nancy Parish mientras inspeccionaba la variedad de platos y bebidas que ofrecía la espléndida nueva cantina de la comisaría: capuchinos, cafés con leche, té a la menta, batidos de yogur, macedonias de fruta, barritas de cereales, cruasanes y minibrioches. ¡Minibrioches! Aquello no era un bar de policías, era una cafetería. ¿Dónde estaban los aguados cafés americanos, los donuts glaseados?
Tras una búsqueda a fondo, se decidió por un pedazo de tarta de mantequilla sin pacanas ni nueces y se sirvió una taza de café torrefacto que parecía hecho hacía horas. Algo era algo.
Carburante de avión, pensó mientras tomaba asiento en una estilizada silla de diseño del local medio vacío. A veces, se dijo al tiempo que daba un voraz bocado a la tarta, una necesitaba un poco de comida basura pura, sin adulterar, que le diera energía para soportar situaciones difíciles.
La condenada tarta era tan grande que parte del relleno se le escurrió por la mejilla. En el momento en que alargaba la mano para coger una servilleta, se acercó a su mesa un hombre alto, vestido con un elegante traje a medida, camisa bien planchada y mocasines negros relucientes. El hombre poseía un atractivo algo áspero.
– ¿Señora Parish? Soy el detective Greene -dijo el recién llegado, tendiéndole la mano.
– Buenos días, detective -consiguió responder ella mientras cogía la servilleta. Le pareció que tardaba una eternidad en limpiarse la cara y alargar la mano para estrechar la que él le ofrecía.
– ¿Le importa que me siente? -preguntó Greene.
Parish tragó un buen sorbo de café para aclararse la garganta.
– No, no, adelante -asintió. El café estaba ardiendo y le quemó la lengua.
– Cuando termine el desayuno, la llevaré arriba a ver al señor Brace -dijo Greene.
– Ya he terminado -respondió ella, deseando que hubiera un agujero en la mesa al que pudiera arrojar el resto de la tarta-. Vamos.
En el ascensor, el número de los pisos estaba escrito en inglés, francés, chino, árabe y braille. Subían con ellos tres personas más y Greene no dijo una palabra. Mientras ascendían por el atrio lleno de plantas, una voz mecánica anunciaba: «Planta baja, primer piso, segundo piso…» en una decena de idiomas. Si tuviera que oír eso tollos los días, pensó Parish, me volvería loca.
Bajó la vista y observó que los pantalones que se había puesto no tapaban del todo los cercos de sal de sus botas. Ordena tus prioridades, Nancy Gail, se dijo, imitando mentalmente la voz de su madre: primero, el vinagre corriente; después, Kevin Brace.
Cuando salieron del ascensor, Greene la condujo por un pasillo desierto mientras empezaba la narración de los hechos.