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Me llamo Kevin Brace. Entiendo que estoy acusado de asesinato en primer grado. También entiendo que tengo derecho a guardar silencio.

Deseo acogerme a este derecho y no hacer ninguna declaración en este momento. Fechado en Toronto, a fecha de hoy, lunes, 17 de diciembre.

Debajo del texto, trazó una raya. Debajo de ella, escribió en mayúsculas el nombre de su representado.

– Tenga -dijo, acercándole la carpeta-. Firme esto y llévelo encima en todo momento. Enséñelo a la policía si alguien pretende preguntarle algo. Y convendría que hiciera lo mismo en la cárcel has- la que acuda a verlo allí, esta noche.

Brace alargó la mano y examinó el bolígrafo que le ofrecía, un vulgar Bic barato. Afortunadamente, sólo lo había mordisqueado un poco. Hacía tiempo que había dejado de comprarse bolígrafos caros con su nombre grabado que, como los guantes de piel invernales, las gafas de sol graduadas y las barras de labios caras, perdía inevitablemente al cabo de una semana.

Kevin Brace estampó su firma con una letra clara y florida. Después, sin esperar, abrió las anillas de la carpeta y sacó la hoja, la doblo pulcramente por la mitad y volvió a doblarla.

Acto seguido, dirigió una sonrisa socarrona a la abogada.

Nancy Parish se quedó impresionada. A pesar de cuanto le había sucedido durante aquellas últimas horas, Brace parecía muy tranquilo. Tal vez se debía a todos aquellos años de vivir apremiado por la inmediatez, pero era evidente que a Kevin Brace no lo ponía nervioso la presión.

XI

A Daniel Kennicott, el trayecto de vuelta al centro le llevó un buen rato, batallando con el tráfico. En Front Street no había dónde dejar el coche, pero tuvo suerte y encontró sitio en la misma calle secundaria donde Greene había aparcado antes su vehículo. Mientras recorría el pasillo en dirección al apartamento 12A, contuvo un bostezo. Allí acabaría el caso para él, se dijo. Lo llamaban la regla de «el primer agente que llega, el primer agente que sale», y la había aprendido el año pasado.

En diciembre, él y su compañera, Nora Bering, habían recibido un aviso de violencia doméstica desde una gran mansión de Rosedale. Fueron los primeros agentes en llegar a la escena. En un ataque de furia prenavideña, la señora de Francis Boudreau, a quien la prensa pronto iba a apodar «la dama no tan abstemia», le había arrojado un ordenador portátil a la cabeza a su antojadizo marido; el objeto le había dado en la sien y el hombre había muerto desangrado bajo el árbol de Navidad de la familia. Kennicott y Bering se habían visto obligados a detener a la mujer delante de sus hijos gemelos y de su niñera filipina.

Una vez que llegaron los refuerzos y la escena estuvo bajo control, todo cambió. Dos arrogantes detectives de Homicidios -perfectamente vestidos, con sus trajes a medida, sus camisas de puño francés con las iniciales bordadas y los zapatos relucientes- recorrieron la casa tomando anotaciones en sus cuadernos con sus caros bolígrafos de marca. Cuando ya se marchaban, mantuvieron una breve conversación con Kennicott y Bering y los relevaron de la investigación -«el primer agente que llega, el primer agente que sale»- sin una palabra de agradecimiento siquiera.

En el apartamento 12A, la luz del día entraba ahora por los grandes ventanales y Kennicott levantó la mano a modo de visera durante un momento mientras avanzaba con cuidado por el suelo embaldosado de la cocina. El detective Greene estaba inclinado sobre la en- cimera junto a un hombre alto al que Kennicott reconoció por detrás. Como siempre, el hombre tenía a sus pies un maletín viejo y una andrajosa mochila de lona.

– Eh, agente Kennicott, veo que se ha dado prisa -dijo el agente Wayne Ho mientras se volvía, con la manaza tendida en un efusivo saludo. Ho, el agente de identificación forense a quien correspondía precintar el escenario del crimen y buscar indicios físicos, era un chino de estatura extraordinaria, casi dos metros. Aunque probablemente se acercaba ya a los sesenta, Ho estaba tan en forma como un recluta bisoño y andaba sobrado de energías. El tono agudo de su voz era un contrapunto discordante con su imponente presencia.

– Eh, menudo chollo, esto de ser la Voz de Canadá, ¿no le parece?-dijo Ho, taladrando a Kennicott con su penetrante mirada-. Saltar de la cama cada mañana y hablar por la radio unas cuantas horas Imagínese, que le paguen a uno por hablar. Ahora, quizá pueda emitir desde la cárcel. Allí también se levantan temprano, como en el ejército inglés.

Kennicott se rió. Ho había sido el agente forense del caso de su hermano y, desde que Kennicott formaba parte del cuerpo, habían trabajado juntos muchas veces. Era un hombre de una locuacidad desbordante; como un juguete de cuerda que llevara un resorte inmenso, no había modo de pararlo y Kennicott sabía que era inútil intentar participar en la conversación; por lo menos, de momento.

– Eh, miren esto. El pobre hombre es seguidor de los Maple Leafs -continuó Ho, señalando con su bolígrafo de metal la fila de tazas y vasos blanquiazules del alféizar de la ventana. Los golpeó uno tras otro, extrayendo un sonido distinto de cada uno-. Es trágico, realmente. No ganarán nunca. Es por culpa de los medios. Les dan (anta cobertura que los jugadores viven en permanente nerviosismo. Fíjese, ganan más partidos como visitantes que en casa.

Kennicott miró a Greene, que le dedicó una sonrisa de pasmo.

– ¿Tomará huellas de todos esos vasos? -preguntó, entrando finalmente en la conversación.

– ¿Para qué?-respondió Ho-. Las huellas en vidrio pueden durar meses, artos, a menos que… -con gran teatralidad, dio cuatro golpecitos con el bolígrafo en el lavavajillas, al tiempo que tarareaba a Beethoven: «pa pa pa pam»-, a menos que se metan aquí. Los lavavajillas son matahuellas. Un lavado y adiós a cualquier rastro de huellas dactilares o de ADN. Borrados para siempre.

– Estaré con usted dentro de un momento -dijo Greene, levantando la vista del cuaderno por un instante. Kennicott se acercó a los grandes ventanales y contempló el lago. El puerto interior ya estaba salpicado de placas de hielo flotante. En verano, tres voluminosos transbordadores blancos llevaban a los acalorados habitantes de la ciudad a la bucólica zona de parques y playas, pero en invierno el servicio se reducía a una sola embarcación, para servir al puñado de residentes que vivía allí todo el año en una pequeña comunidad de casitas remozadas.

Kennicott observó el barco que surcaba las frías aguas. El resto del puerto permanecía en una calma fantasmagórica. Más allá de las islas, el lago estaba turbulento, agitado por unas olas que lo hacían parecer aún más gélido. En el horizonte, el sol ya empezaba a declinar en el breve arco que trazaba en el cielo a mediados de diciembre. Se acercó más a la ventana para notar en la piel los últimos rayos del día.

– ¿Cómo le ha ido? -preguntó Greene y se acercó a él con la mano tendida para pedirle las llaves del coche.

Kennicott se encogió de hombros, el gesto universal de los policías a los que se encomienda una tarea difícil, y se volvió para marcharse. Le sentaría bien llegar a casa, tomar una ducha y dormir.

– En Homicidios, todos han salido a hacer las compras navideñas -dijo Greene-. Necesito a alguien que me acompañe mientras el detective Ho realiza la primera inspección.

– Por supuesto -asintió Kennicott. La fatiga desapareció de él por ensalmo.

– Eh, perfecto -dijo Ho mientras encabezaba la marcha por el amplio pasillo hasta la puerta del apartamento, cuaderno en ristre-. Eh, el marco está intacto. La puerta es de acero, sin señales de haber sido forzada, y tiene mirilla. Hay un sistema de doble cerradura y tampoco hay indicios de manipulación. Lo tengo todo fotografiado y grabado en vídeo.

Durante los veinte minutos siguientes, el detective Ho los condujo por todo el apartamento. Desde la puerta, pasaron por el baño del pasillo, la sala de estar, el dormitorio principal con su cuarto de baño