Выбрать главу

y el estudio. Ho continuó su narración de lo que encontraba, salpicada de observaciones a veces astutas («Brace tiene más libros de bridge que de ningún otro tema»), a veces ridículas («¿Qué les parece esto? ¡Un apartamento en el ático y el cuarto de baño del vestíbulo ni siquiera tiene jabonera!»).

Por último, llegaron a la cocina-comedor. Unas nubes habían tapado el sol, lo que había oscurecido la estancia. Ho encendió la luz del techo y continuó inspeccionando, sin dejar de narrar.

Kennicott se detuvo ante la mesa donde había encontrado a Brace y Singh cuando había llegado al apartamento. Miró el tarro de miel, Lis tazas de loza y la tetera de porcelana. Nada. Miró detrás de la mesa, en el horno y en los cajones de la cocina. ¿Qué buscaba?

Paseó la vista por el suelo, de piedra oscura. Entre la cocina y la enumera había un resquicio. No era fácil ver algo en el oscuro hueco y esperó a que sus ojos se acostumbraran a la luz.

Entonces, lo vio. Se quedó paralizado.

Hasta aquel momento, el objeto quedaba camuflado por el suelo. Volvió a mirar la mesa, en la parte donde había visto primero a Brace.

– ¿Kennicott? -preguntó Greene, que había percibido algo en su silencioso proceder.

– Creo que debería venir aquí -respondió el agente, cruzándose de brazos delante de él.

– Eh, ¿qué sucede? -preguntó Ho.

Kennicott se concentró en el estrecho hueco y el objeto se hizo mas nítido conforme lo miraba. Greene, hombro con hombro a su lado, siguió su mirada hacia aquel punto del suelo. Al cabo de unos segundos, el detective emitió un largo silbido.

– Yo no voy a tocarlo, ¿y usted? -dijo, cruzando los brazos también.

– Desde luego que no. -Kennicott se permitió una media sonrisa.

– Detective Ho, no se quite los guantes -dijo Greene.

– Eh ¿qué tienen? -preguntó Ho mientras se acercaba a toda prisa.

– Buen trabajo, Kennicott-murmuró Greene-. Está en mi equipo.

Kennicott asintió. Debería decir, «gracias, detective», pensó, pero no hizo más que seguir mirando de un lado a otro, de la taza de Brace en la mesa del desayuno al resquicio donde había visto el mango negro de un cuchillo.

XII

Albert Fernández recogió la última hoja de papel de la mesa, volvió a guardar en su escondite del último cajón del escritorio la cajita de plástico donde tenía sus fichas manuscritas y echó un vistazo al reloj. Las 16.25. El detective Greene había dejado un mensaje de que estarían allí a las 16.30.

Fernández estudió su pulcro despacho de doce metros cuadrados. Sabía que medía eso porque las regulaciones del gobierno establecían que el despacho de un ayudante del fiscal no podía ser ni un centímetro mayor. Había el sitio justo para una mesa, una silla, un archivador y unas cuantas pilas de cajas con pruebas. La puerta se abría hacia dentro y ocupaba una quinta parte del espacio.

Fernández odiaba la cháchara y sus colegas lo sabían. El informe anual tras su primer año en el puesto había establecido que era un buen fiscal, pero mal jugador de equipo. La encuesta realizada entre sus colegas sugería que Fernández dejara abierta la puerta de su despacho más a menudo y que instalara una máquina dispensadora de chicles para convertirlo en un lugar más amistoso, que invitara a los compañeros a entrar.

El mensaje tácito estaba claro: Mira, Albert, aquí eres una especie de bicho raro, con tu ropa elegante, tus modales remilgados y… en fin, con tu hispanidad. Para abrirte camino, vas a tener que encajar…

Al día siguiente, Fernández dedicó la hora del almuerzo a acercarse al Eaton Center y regresó con una máquina de chicles bajo el brazo. Los compañeros de trabajo reaccionaron a su nueva política de puertas abiertas como moscas a la miel. Al poco tiempo, Albert perdía minutos preciosos, horas incluso, en conversaciones ociosas con sus colegas cuando éstos, locos por tomar algo ele azúcar a última hora de la jornada, entraban a buscar un chicle y se ponían a mascar ávidamente.

Un día, un fiscal sénior le pidió que volvieran a interrogar a un testigo acerca de una declaración que había hecho a un agente y que no había firmado. Fernández conocía un asunto reciente que venía al caso y, durante la media hora siguiente, se dedicó a instruir a su colega veterano. Pronto, otros se aventuraban en su despacho no sólo para criticar a los demás o para pillar un chicle, sino también para consultar con Albert complejos asuntos legales. La puerta se mantuvo abierta, la máquina dispensadora de chicles continuó rellenándose y la estrella de Fernández ascendió en la oficina.

De todos modos, seguía fastidiándole perder su precioso tiempo y, con los años, fue cerrando la puerta más a menudo. Un día, la máquina de chicles se vació y Albert no se molestó en volver a llenarla, finalmente, la colocó detrás de la puerta, donde quedó en una especie de extraño purgatorio. No quería deshacerse de ella, pero tampoco estaba dispuesto a rellenarla. Con frecuencia, la usaba de percha para colgar la chaqueta.

Llamaron a la puerta y Fernández se puso en pie al momento. El detective Ari Greene y el agente Daniel Kennicott aparecieron en el umbral, hombro con hombro; entre los dos llenaban de sobra el estrecho quicio. Greene tenía en la mano un sobre grande.

– Pasen -dijo Fernández-. Lo siento, pero sólo hay una silla.

Los dos hombres se miraron. Ninguno de los dos quiso sentarse.

– Nos quedaremos de pie -dijo Greene después de los apretones de mano de rigor.

Hubo otra llamada a la puerta y entró en el despacho Jennifer Raglan, la fiscal jefe.

– Hola a todos -dijo, cruzándose de brazos, y se situó al lado de Greene. Era evidente que ella tampoco iba a sentarse.

Fernández volvió tras la mesa. Cuando se sentó, la vieja silla chirrió.

– Antes de que escuchemos la grabación -dijo Greene, levantando el sobre-, me gustaría repasar mi lista de CQH.

Los demás asintieron y Fernández miró a Greene, intentando no parecer confundido. Greene captó la mirada y sonrió.

– Cosas que hacer -explicó, al tiempo que abría su libreta de notas marrón con tapas de piel.

– Empezaré por Katherine Torn. Cuarenta y siete años. Quince de convivencia en pareja con Brace. Sin antecedentes penales ni ficha policial. Hija única. Parece haber dedicado la mayor parte de su tiempo libre a montar a caballo. Creció en King City, donde todavía vive su familia. El padre es un veterano de la Segunda Guerra Mundial y médico retirado. La madre es un ama de casa que en sus tiempos fue una famosa amazona. Kevin Brace, como sabrán, es el famoso locutor de radio. Sesenta y tres años, sin antecedentes ni ficha policial.

Fernández anotaba rápidamente en su bloc.

– El agente Kennicott ha informado a la familia esta mañana y parecen habérselo tomado bastante bien, pero nunca se sabe. He puesto a los Torn en contacto con el Servicio de Apoyo a las Víctimas e intentaré que accedan a recibirla a usted, tal vez mañana mismo. -Aunque tenía la libreta abierta, Greene no se molestó en seguir consultándola-. Esta noche, Kennicott revisará todas las cintas de vídeo del vestíbulo del edificio, las agendas de Torn y de Brace, etcétera. Establecerá los movimientos de ambos durante la última semana. He formado un equipo que pasará a preguntar puerta por puerta a los vecinos del edificio y en las tiendas y restaurantes de los alrededores. La agente Nora Bering, compañera de Kennicott, entrevistará al instructor de hípica. Mañana hablaremos con los empleados de la emisora.

Fernández asintió. De modo que así eran las cosas cuando uno se ocupaba de un homicidio, pensó. El detective era un verdadero profesional.

– ¿Han hablado con alguien más de la planta doce? -preguntó.

Greene pasó unas cuantas hojas.

– En ese piso sólo hay otro apartamento, el 12B. La inquilina es Edna Wingate, de ochenta y tres años, inglesa. Enviudó tres veces. Volvió a Canadá en 1946. Sus padres murieron durante el bombardeo alemán. Hablé con ella en el vestíbulo del edificio, cuando salía para una clase de yoga a primera hora de la mañana. Anoche no advirtió nada raro. Volveré a entrevistarla mañana por la mañana.