Fernández asintió y miró a Greene y Kennicott. Llevaban apenas doce horas con el caso y en su programa de actividades no figuraba en absoluto irse a dormir. Los dos parecían tranquilos. Se les notaban ojeras de cansancio, pero se resistían a mostrar fatiga.
– Escuchemos la grabación del centro de detención.
En el DVD ponía: centro de don jail, llamadas telefónicas del detenido kevin brace, 17 DIC. 13.00 H a 17.00 H. A Fernández le asombraba siempre lo locuaces que se mostraban los delincuentes, incluso los más experimentados, en los primeros momentos de su detención. Luego, no tardaban mucho en cerrar el pico, por lo que uno debía hacerlos hablar mientras estaban en estado de shock y coléricos.
Nancy Parish, la abogada de Brace, se había presentado enseguida y había aleccionado a su cliente de que no hablara con nadie. Fernández esperaba que se le escapara algo por teléfono que lo ayudara en el juicio e incluso, tal vez, en la vista de establecimiento de fianza.
Fernández introdujo el disco en el ordenador. Se oyó la voz metálica de una operadora: «Tiene una llamada a cobro revertido de… Kevin Brace. Pulse uno si acepta, pulse dos si…».
Sonó un pitido.
«Hola», dijo una voz masculina.
«¿Papá? ¿Eres tú?», preguntó una mujer al otro lado de la línea. Su voz, profunda y ronca, se antojaba bastante joven y bordeaba el pánico.
Fernández pasó la hoja de su bloc y escribió la fecha en la esquina superior derecha.
«¿Es usted Amanda?» La voz era profunda y tenía un fuerte acento, probablemente caribeño. Fernández no había oído nunca a Brace, pero supo al instante que no hablaba él.
«¿Quién es?», inquirió Amanda.
«Estoy aquí con su padre. Me ha pedido que la llame y le diga que se encuentra bien.» El hombre hablaba muy despacio, como si leyera algo.
«No entiendo.»
«Su padre no quiere que venga a verlo todavía.»
Fernández oyó que Amanda levantaba la voz:
«¿Qué? Déjeme hablar con él.»
«Quiere que transmita el mismo mensaje al resto de su familia.»
«Pero…»
«Ahora, tengo que colgar.» Se escuchó un sonoro clic.
«Espere…», chilló Amanda antes de que su voz fuese acallada por el zumbido del teléfono.
Fernández levantó el bolígrafo. No había escrito una sola palabra.
– Amanda Brace es la hija mayor del primer matrimonio -dijo Greene-. Veintiocho años. Casada. Coordinadora de producción en Roots -continuó. Roots era una popular cadena de tiendas de ropa-. Sin antecedentes ni ficha policial. Vamos a esperar un par de días antes de ponernos en contacto con ella.
El detective parecía absolutamente perplejo ante lo que acababa de oír. Fernández sintió ganas de rechinar los dientes de frustración.
Todos escucharon el zumbido neutro de la grabación y esperaron la siguiente llamada. Fernández jugaba con el bolígrafo, expectante. Nada. Aumentó el volumen del reproductor de DVD. El zumbido vacío de la cinta se hizo más audible en el pequeño despacho.
– Una segunda hija, Beatrice, vive en Alberta -informó Greene-. Casada, también. Sin antecedentes. Sin ficha policial.
Al cabo de otro minuto, Fernández pulsó el botón de avance rápido, lo mantuvo apretado unos segundos y soltó. Pulsó el de reproducir. Seguía sin oírse nada. Repitió la operación dos veces más. Nada. La máquina que registraba la conversación se activaba con la voz. El resto del DVD estaría vacío.
– En fin, parece que lo hemos oído todo -dijo y miró a Greene, que hacía girar su bolígrafo Cross entre los dedos. Casi pudo ver cómo engranaba pensamientos en su cabeza.
– Brace mantiene la boca cerrada -constató el detective.
– Es la regla del «nunca jamás» -apuntó Kennicott. Era la primera vez que el agente intervenía. Todos se volvieron a mirarlo.
– Cuando era abogado -continuó-, me aleccionaron de que nunca jamás firmara una declaración jurada hasta que todas las páginas estuvieran grapadas. Así, si alguna vez me preguntaban acerca de algún documento que hubiera compilado años antes, estaría protegido.
– Claro -asintió Greene-, así podía jurar que nunca jamás firmaba una declaración que no estuviera grapada, igual que Brace podrá jurar que nunca jamás ha hablado con nadie durante la detención. Así se protege por si alguien sale a declarar que habló con él mientras estaba entre rejas.
– Muy bien, Kennicott -comentó Raglan.
Greene se volvió a la fiscal jefe, que estaba pegada a él en el pequeño cubículo.
– Supongo que usted querrá que le concedan la libertad bajo fianza, ¿no?
– Si sale, hablará -asintió ella. Los tres miraron a Fernández-. En la vista para fijar la fianza, monte un pequeño espectáculo de modo que Brace y su abogada piensen que lo queremos encerrado -dijo Raglan, descruzando los brazos-. Pero sería mucho más conveniente que perdiera usted…
Raglan devolvió la mirada a Greene. Era evidente que los dos habían trabajado juntos anteriormente.
– Por si acaso -apuntó Greene-, le buscaré a Brace un compañero de celda. Alguien que sepa jugar al bridge.
– ¿Por qué al bridge? -preguntó Fernández. Todos lo miraron. -En su programa, no hace más que hablar de ese juego -dijo Raglan.
– Y tiene su estudio lleno de libros de bridge -añadió Kennicott. Fernández asintió. Sería mejor que dejara de escuchar sus cintas y empezara a poner la radio.
– Por cierto -añadió Raglan mientras se disponía a salir del despacho-, te ha tocado el juez Summers. Será interesante.
Fernández esperó a que todos abandonaran el cubículo y la puerta se cerrara. A continuación, abrió el último cajón de la mesa, buscó en el fondo y sacó su caja con el rótulo «jueces». Pasó las fichas ordenadas alfabéticamente hasta llegar a «Summers». Tenía una idea bastante aproximada de lo que encontraría. Había tres entradas diferentes. La primera era de sus primeros tiempos en la Fiscalía:
Juez veterano, severo con los abogados jóvenes, le encanta el hockey sobre hielo: obtuvo una beca de hockey para Cornell y jugó en una liga menor. ¿En segunda división? ¿La familia ha tenido pases de temporada para los Maple Leafs? Sí, durante más de cincuenta años. Grita mucho. Me llamó Fernando. Estuvo en la Marina. Capitán de navío. Tiene éxito fuera del tribunal. Imprescindible no llegar nunca tarde.
Fernández se maravilló de lo ingenuo que era hacía cinco años. Los interrogantes señalaban todo lo que no había entendido entonces. Ahora, nunca llamaría «hockey sobre hielo» al hockey.
La segunda tarjeta era de hacía tres años:
Nombrado magistrado superior en The Hall… un caso grave de «juecitis»… exprime a todo el mundo para cerrar casos y acortar la lista de juicios pendientes… juega a la bolsa por Internet… le gusta escuchar las noticias de la BBC de las 9.00… Malo en temas domésticos… siempre habla de hockey en las vistas preliminares. Cuela en todas las conversaciones que estudió en Cornell. Le encanta hablar de su barco. Es el padre de Jo.
«Juecitis» era el término que empleaban fiscales y defensores para describir a los jueces que dejaban que el cargo se les subiera a la cabeza y se volvían pomposos y descorteses. Summers era un caso clásico. Si se lo permitías, era un matón perdonavidas. La anotación «malo en temas domésticos» se refería a que solía absolver a los hombres acusados de maltratar a su esposa. No era buena señal para el caso Brace. Jo era Jo Summers, una nueva fiscal de la oficina que había abandonado un gran empleo en Bay Street. Era trabajadora y concienzuda y, por supuesto, jamás aparecía por el tribunal de su padre.