La tercera entrada era del año anterior:
Metió en la cárcel a un chico negro que se suicidó… El chico era inocente… En la nota de suicidio culpaba al juez. Se rumoreó que éste tenía prisa por terminar la vista porque se marchaba de fin de semana a un torneo de hockey. Ahora, es blando con las fianzas. El fiscal fue Cutter.
Fernández recordaba bien aquella anotación. Había sido un caso terrible. Kalito Martin era un chico negro delgaducho, de dieciocho años, que vivía en un bloque de viviendas baratas de Scarborough. Lo acusaron de violación. El fiscal Cutter consiguió que Summers le negara la fianza al chaval, aunque no tenía antecedentes de ninguna clase y era un estudiante excelente. La primera noche, Martin se colgó usando unas fundas de almohada. La semana siguiente, las pruebas de ADN demostraron su inocencia.
La pesadilla de todo fiscal, pensó Fernández mientras releía las tarjetas con un ligero temblor en las manos, normalmente firmes: condenar a alguien que era inocente del delito.
XIII
¿Puede haber un lugar más terriblemente triste que una cárcel en vísperas de Navidad?, se dijo Nancy Parish mientras ascendía la larga rampa de cemento hasta la puerta de acceso a Don Jail. Y para una mujer soltera no había una forma más patética de pasar la noche a una semana de Nochebuena, continuó diciéndose; sobre todo, cuantío el resto del mundo parecía estar de celebración. Salvo, por supuesto, estar presa.
Una mujer corpulenta descendía por la rampa llevando de la mano a una chiquilla a la que parecían haber vestido de punta en blanco para visitar la cárcel. La niña llevaba los cabellos en trencitas simétricas pegadas al cráneo y el abrigo perfectamente planchado. La niña portaba un libro infantil en una mano y, en la otra, un palito que pasaba por la barandilla metálica de la rampa, produciendo un sonoro matraqueo.
Nancy sonrió al recordar cuando ella, a los cinco años, había descubierto la magia de pasar los lápices de colores por la verja mientras iba por la calle de la mano de su padre, camino de la clase de dibujo.
De pronto, la madre se detuvo en medio de la rampa.
– Vamos, dame el palo, Clara -dijo, al tiempo que se lo quitaba de la mano-. Basta de hacer ruido.
Nancy vio la mirada de la niña y estuvo a punto de arrebatarle el palo a la madre. Bienvenida al Don, Clara, pensó mientras madre e hija pasaban a su lado. Mereces algo mejor.
Don Jail, presidio que todos conocían simplemente como «el Don», se construyó a principios de la década de 1860 y significó una importante presencia en la joven ciudad de Toronto. Situada en lo alto de una colina sobre el río del que tomaba el nombre y mirando a la ciudad que se extendía debajo, su imponente entrada de piedra y su sólida arquitectura gótica lanzaba una fría sombra victoriana sobre la ciudad portuaria en crecimiento. Posteriores intentos de adecentarla y una funcional entrada moderna, añadida en la década de 1950, no hacían sino acrecentar la sensación ominosa que producía.
En lo alto de la rampa, al lado de la puerta metálica, había un intercomunicador. Nancy pulsó el botón.
– ¿Sí? -dijo una aburrida voz femenina entre los crujidos de la mala conexión.
– Asesora legal, para una visita.
– La había tomado por Santa Claus. Entre.
Nancy Parish esperó a que sonara el zumbido y empujó la puerta. Al otro lado, en la esquina de una minúscula recepción, tres bolsas verdes de basura llenaban de un intenso olor a hierba segada el reducido espacio. Guardó el abrigo en una taquilla con la cerradura rota y se volvió hacia el grueso cristal del mostrador para hablar con la guardia del otro lado.
– Vengo a ver a Kevin Brace -dijo, dejando su tarjeta de abogada en el cajetín metálico para que la guardia la recogiera.
– Brace. El de la bañera. Está en el tercer piso -dijo la mujer tras consultar la lista-. Tendrá que firmar que entra.
Parish sacó un bolígrafo Bic nuevo. El registro de entrada de abogados llevaba fecha de 17 de diciembre y, aunque ya eran las siete de la tarde, no había ninguna firma.
– Parece que voy a ser la única abogada presente esta noche -comentó mientras estampaba su rúbrica.
– ¿No debería estar en alguna fiesta de la oficina? -preguntó la guardia.
Si me hubiera hecho abogada del mundo del espectáculo, pensó Nancy, ahora estaría en un restaurante de cuatro tenedores, relacionándome con productores, directores y actores de televisión. Y oliendo unas rosas colocadas sobre blancos manteles de lino. En lugar de eso, allí estaba, entre pestilente basura.
– Debería, pero mi jefe no me ha dejado ir -contestó.
– ¿Por qué no? -inquirió la guardia.
– Cuando trabajas por tu cuenta -dijo Parish, recogiendo el pase que le deslizaba en el cajetín-, tu jefe es un cabrón.
Oyó las risas de la mujer a su espalda mientras avanzaba hasta la siguiente puerta metálica y esperaba el correspondiente zumbido. Un ascensor decrépito la llevó al tercer piso y allí, en una salita al fondo del pasillo, vio a un hombre alto, con un corte de pelo militar al estilo de John Glenn, encajado en una silla tras una enorme mesa metálica, con las rodillas casi a la altura de los hombros, como un jugador de baloncesto en un avión. A un lado tenía una bandeja gris con los restos de un plato de pavo asado, puré de patatas con salsa y guisantes, y unos cubiertos de plástico. El hombre estaba leyendo el Toronto Sun. El titular, en grandes letras negras, rezaba: «¡LOS MAPLE LEAFS DESPERDICIAN UNA VENTAJA DE TRES GOLES!».
El guardia era una institución en el Don. Amistoso con todos, siempre dispuesto a torcer un poco las normas para ayudar, su corte de pelo nunca variaba un ápice, lo que le valía el apodo que todo el mundo empleaba.
– Hola, señor Buzz -lo saludó.
– Buenas tardes, abogada -respondió él, levantando la vista del periódico para echar una mirada sumaria al pase que le mostraba Parish. Se pasó la mano por el pelo a cepillo y añadió con su marcado acento eslavo-: ¿Qué nombre es ése?
– Brace. Kevin Brace -aclaró ella con voz neutra.
– ¡Ah, sí! El tipo de la radio.
Felicidades, señor Brace, pensó Nancy. Has ascendido de «el de la bañera» a «el tipo de la radio». Todo un aumento de la popularidad.
– No le dará ningún problema -dijo al guardia. Éste se puso en pie.
Los presos de edad avanzada nunca los dan -respondió-. No se preocupe, abogada, se lo cuidaré bien. Tome asiento en la sala 301 y se lo traigo enseguida.
La sala 301 era un pequeño cubículo con una mesa de acero atornillada al suelo y dos sillas de plástico colocadas frente a frente, también sujetas al suelo. Parish se sentó en la más próxima a la puerta. Al principio de su carrera, le habían enseñado a tener siempre una ruta de escape cuando se entrevistaba con sus clientes en la cárcel. Abrió su portafolios, sacó un bloc de notas y su Bic y esperó.
Esto era lo que más detestaba de las visitas carcelarias. No le importaban el aire fétido, la pintura institucional o el estruendo de las puertas metálicas al cerrarse, Incluso la mirada lasciva que le dedicaban los hombres -tanto internos como guardias- le traía sin cuidado. Era la espera, la sensación de impotencia, lo que la ponía enferma.
– Aquí lo tiene, señora -dijo el señor Buzz al tiempo que abría la puerta. Parish cerró rápidamente el bloc mientras Kevin Brace entraba en la sala, caminando despacio. Llevaba el mono de una pieza, de color anaranjado, reglamentario. Le quedaba dos tallas grandes y le llegaba hasta el cuello, tapándole media barba.
Brace no le dirigió la mirada.
– La hora de cerrar son las ocho y media -anunció el guardia-, pero puede disponer de un cuarto de hora más si lo necesita. Esta noche no hay mucha actividad, precisamente.
– Gracias -dijo Parish, con la vista fija en Brace.
Éste tomó asiento enfrente de ella y esperó pacientemente. Cuando el guardia hubo desaparecido, buscó en el bolsillo del mono y sacó el papel que ella le había dado en comisaría. Había escrito algo al dorso. Brace alisó el papel sobre la fría mesa y lo volvió hacia ella. La abogada se inclinó hacia delante y leyó: