Señora Parish, deseo conservarla como abogada con las siguientes condiciones:
1. No quiero hablar con usted.
2. Todas las instrucciones que le dé serán por escrito.
3. No debe usted mencionar mi silencio a nadie.
Nancy alzó los ojos hacia Brace y, por un instante, sus miradas se cruzaron.
– La cláusula de confidencialidad abogado-cliente cubre toda forma de comunicación entre ellos -proclamó serenamente-. Incluso la no comunicación. Acepto recibir instrucciones de usted en la forma que sea. Nada de cuanto me comunique o del modo en que lo haga será hecho público.
Brace le pidió el bolígrafo con un gesto y se lo dio. Él acercó el papel y escribió:
¿Qué sucederá mañana por la mañana?
Parish recuperó el Bic y escribió en la parte superior de la hoja:
Comunicación confidencial asesor legal-cliente entre el señor Kevin Brace y su abogada, señora Nancy Parish.
Por favor, señor Brace, recuerde -dijo luego, mientras volvía a entregarle el bolígrafo-: si quiere escribirme, debe poner este encabezamiento de confidencialidad en cada página.
Brace asintió con la cabeza y señaló con la punta del bolígrafo la pregunta que había escrito.
– Mañana no sucederá gran cosa. La ley dice que debe ser conducido ante el juez en el plazo de veinticuatro horas. Hábeas corpus. Preséntese el cuerpo. Al ser acusado de asesinato, se requiere una audiencia especial ante un juez. Ya he llamado al juzgado y estamos emplazados para mañana. Intentaré sacarlo de aquí antes de Navidad. Brace se cruzó de brazos y asintió, con la mirada perdida.
Parish tragó saliva con dificultad. Nada de aquello estaba siendo lo que ella esperaba. En sus dos únicos encuentros con Brace, el primero en la emisora y el otro hacía unas semanas, cuando había ofrecido una fiesta de fin de temporada en su apartamento, el locutor se había mostrado cálido y amable y un conversador maravilloso. Desde que había recibido la llamada del detective Greene, Nancy intentaba explicarse por qué Kevin Brace, un hombre que podía escoger para representarlo a cualquier abogado del país, le había dado su nombre a la policía.
La única razón que se le ocurría era que Brace tenía su tarjeta a mano. Le había pedido que llevara una a la fiesta; allí, todos los invita- dos habían dejado la suya en una de las innumerables jarras de cerveza de los Toronto Maple Leafs y, al final de la velada, el anfitrión había escogido una. El ganador haría de copresentador del programa la temporada siguiente y todos los presentes contribuyeron con diez dólares por cabeza a un fondo para la educación que Brace patrocinaba.
Esto era lo más gracioso. Brace había sacado su tarjeta y Nancy se había hecho ilusiones de presentar el programa con él. Ahora, en cambio, allí estaba como su abogada defensora.
– He llamado a sus hijas y ya han empezado a hacer una lista de testigos a los que podemos llamar para que avalen su fianza -dijo. Brace apenas asintió con la cabeza-. Son muchos los que quieren presentarse ante el tribunal para apoyarlo. He hablado con algunos esta tarde y por la noche redactaré unas declaraciones juradas y preparare su petición de libertad condicional,
Nada de esto pareció conmover a Brace, que siguió mirando a otra parte, totalmente desinteresado. Parish estaba perpleja. El hombre sentado delante de ella distaba un millón de kilómetros de aquel sociable locutor, querido por tanta gente, que la había entrevistado en su programa.
¿Qué esperabas, Nancy?, se reconvino. El hombre se hallaba en estado de shock. Ni siquiera quería decir palabra, todavía. Parish había acudido al encuentro con la idea de que bromearían un poco acerca de los hombres que la habían llamado para ofrecerle sus servicios sexuales después de su aparición en el programa, o de que hablarían de copresentarlo con él cuando aquella pesadilla terminase.
Se sintió ridícula. No olvides nunca, se dijo, que Kevin Brace es un cliente como cualquier otro. Y punto.
– Lo veré mañana en los calabozos del sótano del Ayuntamiento Viejo, antes de la vista. ¿De acuerdo?
Brace descruzó los brazos, asintió y se levantó rápidamente. La reunión había terminado.
Parish recogió sus papeles y se apresuró a cerrar el bloc de notas para que Brace no viera la pequeña caricatura que había dibujado un rato antes. Él se detuvo y le pidió por señas el bolígrafo y papel.
Se los dio y Brace escribió:
¿Le importa que me quede el bolígrafo? ¿Y podría conseguirme una libreta en la que pueda escribir?
– Claro que se lo puede quedar -dijo ella. Ojalá pudiera disimular las marcas de mordisqueo del capuchón del Bic, pensó y añadió-: Le traeré la libreta mañana.
Él la miró a los ojos y sonrió.
Parish llamó a la puerta y el señor Buzz apareció en el umbral.
– ¿Listo para volver a la fiesta, señor Brace? -preguntó.
Brace se limitó a llevarse las manos a la espalda, salió y se alejó con el guardia. Respuesta condicionada, pensó Parish mientras él la dejaba sola en la sala 301. Kevin Brace ya se portaba como un preso. Era sorprendente que, en apenas unas horas, pareciese haber perdido toda su personalidad. De ser un hombre famoso en todo el país, había pasado a ser el tipo de la bañera y, a continuación, un preso más del tercer piso del Don… Todo ello en menos de veinticuatro horas.
XIV
La zona de Lower Jarvis Street era una de las partes de Toronto predilectas de Ari Greene. Con su extraña combinación de viejas mansiones y espléndidas iglesias que se entremezclaban con posadas de mala muerte y tiendas de empeño, las calles estaban llenas de compradores y oficinistas durante el día, pero de noche quedaban para la gente endurecida que tenía por hogar el centro de la ciudad: prostitutas, adictos y una panoplia de aspirantes a triunfador.
Desde luego, encontrar sitio para aparcar gratis por la noche facilitaba las cosas, pensó Greene mientras entraba con su Oldsmobile en un aparcamiento vacío. Silbando por lo bajo, recogió la guitarra del asiento trasero, cerró el coche y anduvo un corto trecho hasta el hostal del Ejército de Salvación.
– Buenas tardes, detective -lo saludó un joven cuando abrió la puerta de seguridad-. Estábamos empezando.
Estupendo -dijo Greene mientras se dirigía a la escalera del fondo y ascendía los peldaños de dos en dos. En el piso de arriba, entró en una sala escasamente iluminada. Al fondo de la sala había un pequeño escenario, en el que un negro muy alto estaba enchufando su guitarra a un amplificador.
– Llega a tiempo -dijo el hombre.
Greene cruzó la sala sorteando las mesas de contrachapado ocupadas por residentes de mirada vacía. En cada mesa había una bandeja de papel con palomitas y patatas fritas.
– Amigos, os presento al detective Greene -continuó el negro mientras Greene llegaba hasta él-. Viene unas cuantas veces al año a tocar en nuestras noches de micro abierto, así que, por favor, echadle una mano.
Sonaron unas someras palmadas indiferentes. Greene sonrió, tomó asiento en el escenario y echó un vistazo a la sala. Había una veintena de hombres y algunas mujeres, sentados a las mesas o repantigados en un sofá desvencijado al fondo.
Greene sacó la guitarra de la funda y afinó rápidamente.
– Devon, ¿qué te parece esto? -preguntó mientras tañía unos cuantos acordes. Devon asintió.
– Lo tengo -dijo y empezó a tocar, sumándose a la tonada. En un rincón, al fondo del escenario, el batería empezó a marcar el ritmo. Una mujer, ya mayor, se levantó de entre el público y se sentó a un piano colocado a un lado del escenario. Para gran sorpresa de Greene, cogió perfectamente la melodía.