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Greene empezó a cantar:

Fui a la encrucijada

Caí de rodillas…

Cuando entonó el segundo verso del viejo blues, Greene dirigió otra mirada a los rostros impasibles que llenaban el local. Reinaba en él más silencio que en una sala de tribunal durante un alegato ante el jurado, pensó cuando una tibia salva de aplausos acogió el final de la canción.

A continuación, tocaron una antigua canción de Lennon y McCartney, otra de los Creedence Clearwater y una tonada del primer Dylan. Después, Devon tomó el micrófono.

– ¿Alguien se anima a subir y tocar? -preguntó.

Un blanco rollizo, que probablemente rondaba los cuarenta, levantó la mano con la timidez de un párvulo.

– Tommy, ven, acércate -dijo Devon.

– Sí, toca algo, Tommy -voceó alguien desde el sofá.

Tommy se acercó al piano y se ajustó las gafas de montura metálica.

– Bueno, he escrito esto… -dijo y empezó a tocar una típica sucesión de blues: sol séptima, do séptima, sol séptima, re séptima, y la repitió tres veces.

Greene guiñó un ojo a Devon e improvisó una melodía sencilla sobre ella. Devon se sumó y enseguida lo siguió el batería. Los cuatro continuaron la pieza durante unos minutos.

– Muchas gracias, Tommy -dijo Devon, tomando de nuevo el micro. Una mujer increíblemente delgada subió al escenario a cantar una vieja pieza bailable inglesa. Un tipo gordo de las Indias Orientales interpretó «Sittin’ on the Dock of the Bay».

– ¿Alguien más? -preguntó Devon cuando terminó la canción de Otis Redding. Greene vio una cabeza que se movía ligeramente al fondo de la sala-. ¿Qué me dice usted, señor? -añadió.

El hombre se puso de pie. Parecía un payaso. Calvo en la coronilla, llevaba el pelo demasiado largo a los lados y vestía una chaqueta multicolor confeccionada con un ecléctico surtido de retales. Greene conocía la mayoría de las caras de la sala, bien fuese de las calles, de los juzgados o de las veces que había acudido a tocar allí, pero aquel tipo era nuevo. Greene le echó unos cincuenta y pocos, pero enseguida reconsideró su cálculo. Probablemente, era más joven. La calle envejecía a las personas muy deprisa, pensó mientras el hombre se acercaba al piano con timidez.

– Toco un poco -dijo el hombre con la cabeza gacha, rehuyendo las miradas-. Me gusta tocar esto en clave de sol, pero lo bajaré a do sostenido.

Se instaló en la banqueta del piano, se pasó las manos por el rostro y las posó en el teclado. Con las muñecas levantadas y los dedos curvados en la posición perfecta, todo su cuerpo pareció relajarse.

– ¿Por qué no? -Greene agarró el mango de la guitarra-. ¿Qué tocamos?

– ¿Conocéis el «Walking Blues»? -preguntó el hombre.

Greene colocó los dedos en un acorde en tono menor.

– ¡Vamos allá! -dijo. Él y Devon tocaron la típica introducción de blues. El hombre le dio a las teclas y un estremecimiento recorrió la sala soñolienta.

Devon miró a Greene y asintió.

– ¡Eh, tenemos un músico! -exclamó.

Tocaron el «Walking Blues» y, a continuación, tres temas estándar más.

– Sólo tenemos tiempo para una más -dijo Devon-. Dentro de veinte minutos se apagan las luces. ¿Tienes alguna petición más? preguntó al pianista.

– Hagamos otra vez «Crossroads» -susurró éste. Empezó a tocar y, por primera vez, cantó. Terminó con los versos

En la encrucijada estoy

Creo que me estoy hundiendo…

El público miraba extasiado.

– ¿Dónde has aprendido a tocar así? -preguntó Greene al individuo unos minutos después, mientras guardaba la guitarra. La sala se vaciaba rápidamente.

– Aprendí y ya está -respondió el hombre, evitando todavía su mirada.

– Estudiaste música, ¿verdad?

Finalmente, el hombre alzó la vista. Tenía unos ojos de un azul increíblemente claro, casi translúcidos. Greene intentó imaginárselo en su juventud, con el cabello rubio y rizado, la tez blanca y fina, y brillo en aquellos ojos.

– Unos cuantos años -dijo y volvió a bajar la mirada. Su voz era casi inaudible.

– Déjame adivinar… ¿Piano, octavo curso, Real Conservatorio?

El hombre esbozó una sonrisa pusilánime:

– En realidad, fui más allá. Obtuve el título de profesor.

No dijo una palabra más y Greene dejó que reinara el silencio. Sabía que era mejor que dejara inconclusa la historia del pianista, de cómo había terminado en aquel triste lugar.

– Soy el detective Ari Greene, de Homicidios -se presentó finalmente, tendiéndole la mano.

– Fraser Dent -dijo el hombre y se la estrechó sin fuerza-. Extraña manera de pasar el tiempo libre para un policía.

– Llevo años haciéndolo. -Greene se encogió de hombros.

– Qué detalle… -dijo Dent.

– También es buena labor policial. De vez en cuando encuentro a alguien que me puede ayudar en algún asunto. Entonces, puedo hacerle un par de favores.

Dent se volvió a un lado y a otro para comprobar que no había nadie cerca. La sala estaba desierta y miró a Greene.

– No se preocupe, señor Dent -dijo el detective-. Soy muy cuidadoso.

Dent asintió y volvió a pasarse las manos por la cara.

– ¿Qué clase de favores?

– Primero, déjeme hacer un par de preguntas más. ¿Juega al bridge?

– Sí.

– ¿Juega bien?

– No lo hago mal -respondió Dent tras un momento de silencio. -A ver si adivino: tiene un título universitario o dos, ¿verdad?

– Dos o tres -dijo Dent.

Greene se rió. La puerta del fondo de la sala se abrió con un chasquido y Devon asomó la cabeza. Greene le hizo un gesto de asentimiento y volvió a centrarse en Dent.

– ¿Tiene unos antecedentes muy malos? -preguntó sin alterarse.

Dent entrecerró los párpados.

– He pasado por el talego -asintió.

Devon desapareció de nuevo, cerrando la puerta.

– Bien -dijo Greene-. Vamos a dar un paseo.

– ¿Un paseo? Tengo toque de queda…

– El toque de queda no será problema -le aseguró Greene mientas se cargaba la guitarra a los hombros.

XV

Era una habitación pequeña con paredes de un tono amarillento nauseabundo, un escritorio de madera de pino, una silla negra, un televisor con reproductor de DVD y unas cuantas cajas de cartón apiladas pulcramente en la esquina. No había ventanas, ni molduras, ni cuadros en las paredes.

Aquello significaba ausencia de distracciones, algo conveniente cuando estás haciendo un trabajo tan importante, pero tedioso, como éste, se dijo Kennicott mientras repasaba el gráfico que había compilado durante las últimas doce horas. El único problema, a las cuatro de la madrugada, era la dificultad de mantenerse despierto, sobre todo porque llevaba muchísimas horas encerrado allí y porque llevaba días sin dormir apenas. Sin embargo, había sido decisión suya aceptar el encargo y ahora no iba a quejarse. Ni siquiera para sus adentros.

Se le había ocurrido al detective Greene. A última hora de la mañana del lunes, después de que Kennicott descubriera el cuchillo durante la inspección del apartamento de Kevin Brace, Greene había llevado al agente a la brigada de Homicidios y lo había instalado en aquel despacho. Su tarea consistía en repasar sistemáticamente los detalles de la vida de Katherine Torn y de Kevin Brace, utilizando cualquier indicio relevante que el agente Ho pudiera encontrar.

Había dedicado las primeras horas a repasar cintas de vídeo de imágenes tomadas en el vestíbulo de Market Place Tower. Las cámaras cubrían la mayor parte de la planta baja. Cada vez que aparecían Torn o Brace, Kennicott anotaba sus movimientos al detalle en un gráfico codificado por colores También tenía una columna para el señor Singh, el repartidor de prensa, y para Rasheed, el conserje, y la señora Wingate, la vecina de la planta. Greene le había dicho que prestara especial atención a la madrugada del asesinato.