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Como agente más veterana, le correspondía a Bering asignar las tareas en situaciones urgentes. Mientras corrían, había llamado al operador de comisaría empleando su teléfono móvil para evitar los escáneres que intervenían las llamadas de la policía. Los hechos clave eran que a las 5.31, hacía doce minutos, Kevin Brace, el famoso presentador de radio, había salido al encuentro de su repartidor de periódicos, un tal señor Singh, a la puerta de su ático, la suite 12A. Brace le había dicho que había matado a su esposa y Singh había encontrado el cuerpo de una mujer adulta, aparentemente muerta, en la bañera. Según el repartidor, el cuerpo estaba frío al tacto y Brace estaba desarmado y tranquilo.

Que el sospechoso se mostrara tranquilo, casi plácido, era corriente en los homicidios domésticos, reflexionó Kennicott. La pasión del momento se había disipado y empezaba a sobrevenir la conmoción.

Bering señaló la puerta de la escalera, junto al ascensor.

– Dos alternativas: escalera o ascensor -dijo.

Kennicott asintió, jadeante.

– Si tomas el ascensor, el protocolo es bajarse dos pisos antes -continuó Bering.

Kennicott asintió otra vez. Había aprendido el procedimiento en el curso de formación que había hecho al entrar en el cuerpo. Unos años antes de su ingreso, dos agentes habían respondido a lo que parecía una llamada rutinaria por un asunto de violencia doméstica en la planta veinticuatro de un edificio de apartamentos. Al abrirse la puerta del ascensor, los dos habían sido abatidos a tiros por el padre, que ya había matado a su mujer y a su único hijo.

– Subiré por la escalera -respondió.

– Recuerda que cualquier palabra que pronuncie el sospechoso es vital -apuntó Bering mientras Kennicott seguía respirando aceleradamente-. Sé preciso al cien por cien en las anotaciones.

– De acuerdo.

– Entra con el arma desenfundada, pero ten cuidado con ella.

– Está bien -asintió Kennicott.

– Comunícate por radio cuando estés a punto de llegar al piso.

– Entendido -dijo el agente mientras empezaba a subir escalones.

El trabajo del agente al mando en el escenario de un homicidio era precintar el perímetro. Era como intentar proteger un castillo de arena en pleno vendaval, pues cada segundo volaban fragmentos de indicios. Kennicott estuvo tentado de subir los peldaños de tres en tres, pero entre el chaleco antibalas, el arma y el transmisor de radio, llevaba casi cinco kilos de equipo. Sube a un ritmo constante, se recomendó a sí mismo.

Cuando llegó a la tercera planta, ascendiendo los escalones de dos en dos, ya había cogido un ritmo uniforme. Kennicott y Bering llevaban cuatro noches de servicio y estaban a una hora de terminar el turno y marcharse a casa a disfrutar de cuatro días de descanso cuando habían recibido el aviso urgente. Se hallaban a la vuelta de la esquina, patrullando por el recinto cubierto de St. Lawrence Market, el gran emporio de alimentación, que empezaba la jornada a aquellas horas.

Cuando alcanzó el sexto piso, un pequeño reguero de sudor le empezaba a correr por la espalda desde la nuca. Hasta aquella llamada, la noche había transcurrido bastante tranquila. En la zona de Regent Park, un chico tamil le había arrancado un pedazo de oreja a su esposa de un mordisco; cuando llegaron, la mujer declaró que se había cortado con un pedazo de cristal. En Cabbagetown, alguien había entrado por la fuerza en la casa de una pareja gay y había dejado una cagada en su alfombra persa. En Jarvis Street, una prostituta menor de edad se les acercó a denunciar que el viejo carcamal que le ofrecía alojamiento a cambio de una felación diaria le había pegado en la cara… y luego se había insinuado a Kennicott. Todo muy trillado.

Al llegar al décimo piso, estaba sin aliento. Hacía tres años y medio que había ingresado en la policía, renunciando a una prometedora carrera como joven abogado de uno de los principales bufetes de la ciudad. ¿El motivo? Que su hermano mayor, Michael, había muerto asesinado doce meses antes. Al ver que la investigación del caso parecía no llevar a ninguna parte, había decidido cambiar la abogacía por la placa.

Mientras cubría los últimos tramos de escalera subiendo los peldaños de tres en tres, el agente pensó que esto era lo que buscaba, exactamente: la oportunidad de trabajar en un caso de homicidio. Conectó el transmisor.

– Aquí Kennicott -dijo a Bering-. Me acerco al piso once, cambio.

– Bien. Están en camino el forense, la brigada de Homicidios y un montón de coches patrulla. He inhabilitado los ascensores y no ha bajado nadie por la escalera. Cambio. Desconecta la radio. Así podrás hacer una entrada discreta.

– Bien. Corto y fuera.

Kennicott cruzó el umbral de la puerta de la planta doce y se detuvo. Ante él se abría un largo corredor que doblaba al fondo, probablemente hacia el ascensor y la otra mitad de la planta. Unos apliques blancos proyectaban una luz difusa sobre las paredes, de un amarillo apagado. En aquella parte de la planta sólo había un apartamento.

Kennicott avanzó con cautela hacia el 12A. La puerta estaba entreabierta. Tomó aire y empujó la hoja hasta abrirla por completo, al tiempo que desenfundaba el arma. Avanzó un paso y se encontró en un pasillo largo y ancho con el suelo de madera noble bañado de luz. Reinaba el silencio y se le hizo raro irrumpir en aquella suite tranquila y lujosa con el arma en la mano, como un chiquillo que jugara a policías y ladrones en las habitaciones de su casa.

– ¡Policía de Toronto! -anunció en voz alta.

Le respondió una voz masculina con acento indostánico:

– En este momento estamos sentados en la cocina situada al fondo del apartamento. La señora fallecida está en el baño de la entrada.

El agente miró detrás de la puerta de entrada y avanzó despacio por el pasillo. Las pisadas de sus botas resonaron en el suelo de madera. A medio pasillo, a su derecha, había una puerta entornada. El interior estaba iluminado y distinguió unas baldosas blancas. Como no llevaba guantes, abrió la puerta empujándola con el codo.

Era un cuarto de baño pequeño y la puerta se abría hasta la pared. Avanzó dos pasos y estuvo dentro. Una mujer de cabello largo yacía en la bañera con los ojos muy abiertos. Su rostro desangrado estaba casi tan blanco como los azulejos. No se advertía el menor movimiento.

Salió del baño. El sudor le pegaba la ropa al cuerpo.

– Nos encontrará aquí -habló de nuevo el hombre de acento indostánico.

Con cuidado de no tocar nada, Kennicott dio unos pasos más por el pasillo y llegó a una gran cocina. A su derecha, sentado en una silla de hierro forjado con aire calmado y con una taza de té en la mano, se hallaba Kevin Brace, el famoso presentador de radio. Llevaba unas zapatillas raídas e iba envuelto en un albornoz deshilachado que se ajustaba firmemente al cuello. La barba descuidada y sus características gafas grandes de montura metálica, pasadas de moda, lo hacían reconocible al instante. Brace ni siquiera levantó la vista.

Enfrente de él, al otro lado de la mesa, un anciano de piel oscura con traje y corbata se inclinaba para llenarle la taza. Entre los dos hombres, una desmañada lámpara Tiffany pendía del techo sobre la mesa, como el gran bocadillo de un cómic a la espera de que se escribiera en su interior el diálogo de la viñeta. La luz de la lámpara bañaba una fuente en la que quedaban unos pocos gajos de naranja. Kennicott observó el color encarnado de la fruta. Naranjas sanguinas, se dijo.

En la pared del fondo, unos ventanales del techo al suelo, orientados al sur, ofrecían una vista del lago Ontario, que se extendía como un enorme charco negro. Apenas iluminada por el asomo de luz matinal, se adivinaba la cadena de islitas en forma de media luna que cenaba la bahía.

Kennicott se detuvo un instante, desorientado por la amplia panorámica y por la serena escena que tenía ante él. Todavía con el arma en la mano, dio un paso sobre el bruñido suelo de gres de la cocina y, de repente, se le fue el pie. Bajó el brazo para amortiguar la caída y el arma se le escapó de la mano y se deslizó por el suelo hasta el centro de la estancia.