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La planta baja, con sus altas columnas corintias y su suelo de mosaico, producía la sensación de un bazar turco. En la hora punta matutina previa a los juicios, la atmósfera bullía de conversaciones apresuradas que la proximidad de las vacaciones hacía aún más apremiantes. Familiares frenéticos por sacar bajo fianza a sus parientes, defensores tratando de cerrar un acuerdo y marcharse zumbando, policías tomando café en vasos de plástico a la espera de que les sellaran la tarjeta para recibir el pago de las horas extraordinarias y fiscales que se encaminaban apresuradamente a la sala correspondiente, cargados de abultados expedientes.

Kennicott tomó el corredor oeste y dejó atrás una fila de columnas rematadas por unas figurillas querúbicas de facciones agarrotadas. El arquitecto que había dirigido la construcción del Ayuntamiento Viejo a finales del siglo XIX, Edward James Lennox, lo había llenado por dentro y por fuera de aquellas caras extrañas y fantasmales. Casi al final de su encargo, Lennox se enzarzó en una disputa con el concejal de obras de la ciudad. Como última réplica, hizo que el maestro de obras esculpiera caricaturas de todos sus enemigos. A Kennicott le encantó descubrirlos: tipos de caras orondas, hombres de mostacho rebosante, individuos con gafas redondas o mascando la punta de un habano, todos ellos con el rostro contraído en extrañas expresiones. Estas representaciones sólo se descubrieron años después y, para entonces, era demasiado tarde para cambiarlas.

Y la única escultura que no resultaba humorística era la que Lennox había hecho de sí mismo. También hizo grabar su nombre en la piedra de las cornisas, bajo los aleros. Kennicott admiraba a un hombre que había sabido ser quien reía el último de una manera tan sutil y duradera.

– Vengo a la sesión de establecimiento de fianzas de la sala 101 -dijo cuando entró en la oficina de la Fiscalía, al fondo del corredor oeste. Enseñó la placa a la secretaria que se sentaba tras el frágil cristal protector. La mujer lo autorizó a pasar sin levantar la vista siquiera.

Kennicott avanzó por un estrecho pasillo de salitas provisionales hasta un pequeño despacho, en cuya puerta un rótulo algo inclinado, pegado con cinta adhesiva y escrito a mano, anunciaba: «101».

Una mujer con una melena de cabello rubio recogida encima de la cabeza estaba repasando una pila de carpetas amarillentas mientras enroscaba un mechón de pelo rebelde en un bolígrafo metálico de aspecto caro.

– Disculpe -dijo Kennicott.

– ¿Qué sucede? -dijo ella sin levantar la cabeza.

– He venido por el caso Brace -explicó. La mujer llevaba en el pelo un original pasador de madera oscura.

– Kevin Brace. El Capitán Canadá y su segunda esposa, guapa y más joven, apuñalada en la bañera -dijo ella, sin alzar la vista todavía-. La sala estará abarrotada. Hoy es el día del «llórame mucho» en el tribunal de establecimiento de fianzas 101. Todo el mundo quiere estar en la calle para las fiestas. Sólo quedan cuatro días para robar en las tiendas antes de Navidad.

Kennicott le rió el chiste.

Ella lo miró por fin, exhibiendo unos deslumbrantes ojos de color avellana, sin dejar de jugar con el pelo y el bolígrafo. Kennicott reconoció la cabellera y el pasador de sus tiempos de facultad. Y aquellos ojos… La mujer lo miró un largo momento antes de reaccionar.

– ¡Daniel! -exclamó con una sonrisa cálida. Tenía una ligera separación entre los dientes delanteros y deslizó la lengua por la rendija.

En la facultad, llevaba aquel pasador todos los días. Una noche, Kennicott se había quedado a trabajar en la biblioteca hasta muy tarde y la había encontrado repantigada en un mullido sillón de piel, con unas pilas de libros a los lados y los cabellos liberados del pasador, que sujetaba entre los dientes.

– ¡Oh, hola! -le había dicho. A diferencia de la mayoría de los alumnos de primer curso, que se juntaban en grupos de estudio, él apenas se relacionaba con sus compañeros de clase.

– Hola, Daniel -había contestado ella mientras se incorporaba hasta quedar bien sentada y apartaba el pasador de la boca-. ¿Te extraña verme con los cabellos sueltos?

Él había reaccionado con una risilla algo nerviosa, sorprendido de que conociera su nombre.

– Me extraña verte en la biblioteca.

– Esto lo compré en Tulum, en México -había dicho ella, acariciando el pasador entre los dedos-. Es maya.

En aquella época, Kennicott y su novia, Andrea, estaban pasando por una de sus fases de «lo dejamos». Él había vacilado un instante y había sonreído.

– Buena suerte con los estudios -le había dicho y había continuado su camino.

Al volver a verla ahora, recordó el pasador del pelo y recordó los cabellos, pero no el nombre. Distinguió en la mesa un ejemplar del Código Penal de Canadá. En el lado por el que se abría el libro, escritas en rotulador negro en el canto de las hojas, se leían las letras S-U-M-M-E-R-S. Era una triquiñuela habitual entre los fiscales para no andar perdiendo aquel libro, que era su salvavidas en los juicios.

Ella atrajo su atención, sonriente.

– Soy Jo… Jo Summers.

– Ha pasado mucho tiempo, Jo -Daniel le devolvió la sonrisa- y hace días que no duermo. ¿Qué haces en la Fiscalía? Pensaba que tomarías el rumbo de las grandes firmas.

– Me aburría ahorrarles dinero a los ricos. Además, es el destino de la familia.

Kennicott asintió, estableciendo la relación. Summers. Jo era hija del juez Jonathan Summers, el magistrado más difícil de Toronto, despreciado por igual por defensores, fiscales y policías. Veterano de la Marina, llevaba su tribunal en perfecto orden, puntual y a rajatabla.

– Soy la cuarta generación de Summers que se dedica al derecho penal. Mi pobre hermanito Jake tiene mujer y dos hijos y ha hecho millones con su empresa de internet pero, cuando viene a la finca y le habla a mi padre de una operación multimillonaria que acaba de cerrar en Shanghai, a mi padre se le nublan los ojos. En cambio, me pregunta a mí por algún estúpido juicio por hurto en el que he intervenido y me escucha embelesado una hora entera.

– Debe de estar orgulloso de ti -dijo Kennicott.

Ella se puso seria.

– Daniel, me enteré de lo de tu hermano. Lo siento mucho.

– Gracias -suspiró él. Desvió la mirada hacia la ventana que quedaba a la espalda de Summers y contempló la nueva plaza del Ayuntamiento, al otro lado de Bay Street. La gente patinaba en la gran pista de hielo al aire libre y el sol de primera hora de la mañana dibujaba largas sombras.

– Quería llamarte -dijo ella.

– Está bien -asintió Kennicott-. Mira, nos veremos en el tribunal.

Veinte minutos después, la pequeña sala 101, en las entrañas del Ayuntamiento Viejo, estaba llena de periodistas con las libretas preparadas, jóvenes abogados de oficio con aire preocupado, familiares de aspecto tenso y la Banda de los Cuatro, como se conocía a los periodistas que cubrían los juicios para los cuatro periódicos más importantes de la ciudad: Kirt Bishop, un reportero alto y atractivo de The Globe-, Kristen Thatcher, una dura reportera del National Post; Zachary Stone, un reportero regordete y despreocupado del Sun, y Awotwe Amankwah, un excelente reportero del Toronto Star que todos sabían que había pasado una mala época unos años antes cuando su bella mujer, presentadora de televisión, se largó con el copresentador del programa.

Se abrió la puerta a la derecha del estrado del juez y entró el secretario, un hombre de mediana edad que vestía una túnica negra ancha. De cerca, Kennicott observó que debajo llevaba vaqueros y zapatillas deportivas.

– Oyez, oyez, oyez -anunció el secretario con voz mecánica-, este honorable tribunal abre la sesión. Preside Su Señoría, madame Radden. Tomen asiento.

Mientras el secretario hablaba, una mujer bien arreglada, fácilmente de cincuenta y tantos, entró con paso decidido por una puerta a la izquierda. Llevaba una toga negra muy bien planchada. Mientras ocupaba rápidamente su lugar en el estrado, por encima de la chusma, el taconeo de sus altos tacones resonó en la sala.