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El secretario ocupó su asiento debajo.

– Mantengan silencio en la sala -dijo-. Apaguen todos los teléfonos móviles y buscapersonas, quítense todos los sombreros y tocados, salvo los que respondan a propósitos religiosos legítimos. -Hablaba con voz enfadada-. No saluden, gesticulen ni se dirijan de ningún modo a los reos. Y no hablen en el transcurso de la sesión.

Con un fuerte ruido, se abrió la puerta de los calabozos. Tres hombres de aspecto zarrapastroso con el mono anaranjado de preso fueron conducidos a la cabina acristalada del banquillo de los acusados.

– ¿Nombre del primer acusado? -pidió el secretario.

El hombre se agachó para acercar la boca a una pequeña abertura redonda en el cristal.

– Williams. Delroy Williams -dijo.

– Williams. Es mío -dijo una de las abogadas de oficio, levantando una hoja de entrevista de su montón. Era una mujer negra, alta, de piernas increíblemente delgadas-. La madre, aquí, sale fiadora. ¿Mi colega está de acuerdo en que se le fije fianza?

Jo Summers buscó en su pila de expedientes.

– Williams, Williams… -dijo, enderezando la espalda-. Es un adicto al crack que robó unas porciones de pizza en una tienda de Gerrard Street. Dio un nombre falso. ¿Puede vivir con su madre?

La abogada miró hacia el público. Una mujerona se puso de pie, agarrando un bolso barato.

– Sí, no hay problema -dijo.

– ¿Tiene antecedentes? -preguntó desde el estrado la jueza de paz, Radden. Su voz ya sonaba aburrida.

Summers pasó hojas del expediente y se encogió de hombros.

– Dos páginas. Asuntos típicos de adicto: hurto, delitos menores, posesión. Unas cuantas incomparecencias. Nada violento. -Se volvió a la madre y le habló directamente-: Lo traerá usted al juicio.

– Sí, no hay problema.

– Y no lo quiero por el centro. -Summers volvió a mirar a la jueza-. Acceso restringido a la zona entre Bloor al norte, Spadina al oeste, Sherbourne al este y el lago al sur.

– Bien -asintió Radden-. Mil dólares, sin depósito, nombro fiadora a la madre. Siguiente caso.

La sesión continuó a este tenor durante una hora. Summers era buena. Se desenvolvía en el tribunal con autoridad, despachando rápidamente los pequeños asuntos. Sólo una vez, al volverse, cruzó la mirada con Kennicott. Frunció un ápice los labios y le dedicó un rápido guiño.

A las once, compareció la abogada de Brace, Nancy Parish. Llevaba un traje chaqueta conservador, bien cortado, que la hacía des- tacar entre los letrados jóvenes. El agente encargado del banquillo de acusados abrió la puerta que tenía detrás de él. «Brace», gritó, como un locutor de bingo en una cámara con eco. Los periodistas del banco se sentaron erguidos, buscando la mejor vista. Tres dibujantes sentados en primera fila tomaron los carboncillos y empezaron sus esbozos.

Se produjo un murmullo colectivo, con las respiraciones en suspenso, cuando Brace fue conducido al estrecho banquillo de los acusados. Llevaba un mono anaranjado que parecía quedarle dos tallas grande y le hacía parecer que no tenía cuello.

– Silencio en la sala -clamó el secretario.

Brace llevaba sus gafas de montura metálica de marca. Iba sin afeitar y tenía los cabellos grises grasientos, como la mayoría de los presos recientes, que no tienen acceso a champú durante una semana, al menos, y deben lavarse la cabeza con jabón carcelero y agua fría de prisión. Con los hombros hundidos, sus ojos castaños parecían vidriosos, desenfocados.

Parish se acercó a la cabina de los presos y habló con él por el agujero del cristal. Kennicott prestó atención con la esperanza de captar un gesto, un asentimiento, pero Brace no se movió en absoluto.

– Su Señoría, con permiso del tribunal, la letrada Nancy Parish en representación del señor Brace -dijo la abogada, mirando al estrado-. Solicitaremos la fianza mañana. El coordinador de salas ha programado una vista especial para ello con el juez de guardia.

– Visto. Se aplaza hasta el 19 de diciembre, arriba, en la sala 121 -dijo la jueza Radden-. Siguiente caso.

Se produjo un movimiento en los asientos del público, detrás de Kennicott, y éste se volvió en el momento en que una joven atractiva de la segunda fila se ponía en pie tambaleándose pesadamente. En una mano sujetaba una gabardina y apoyaba la otra en el vientre. La mujer estaba embarazada.

– ¡Papá!-exclamó con una voz tan desgarrada que incluso los periodistas, que habían vuelto la cabeza para mirarla, vacilaron con el bolígrafo en la mano-. ¡No! ¡Papá, no!

Kennicott observó a Kevin Brace y se le antojó que la bruma que había parecido envolverlo se despejaba cuando vio a su hija.

– Orden en la sala -exclamó el secretario, poniéndose en pie.

Uno de los policías asió por el brazo a Brace y lo condujo de nuevo hacia la puerta de presos.

Kennicott miró de nuevo a la hija de Brace. Tenía los mismos ojos que su padre. Toda la gente de la segunda fila se apartó para dejarle paso. Caminó con gran dificultad por la estrecha fila. Las lágrimas le caían por la cara y se le corría el rímel.

No parecía importarle. A pesar de su exhibición pública de emociones, la primera impresión de Kennicott fue que aquella mujer sabía manejarse muy bien sola.

XVIII

La mayoría de los fiscales del Estado decían que era la parte más artilla de su trabajo y Albert Fernández sabía que no le salía demasiado bien. Se trataba del encuentro con la familia de la víctima. Escuchar con paciencia, ser el hombro en el que llorar: cada familia era distinta y uno nunca sabía qué esperar.

Hacia dos años, en su revisión anual, le habían recomendado que mejorara su capacidad de empatía y lo habían mandado a un seminario sobre Trato a la Familia de la Víctima. Había pasado un día en- tero en la sala de conferencias de un hotel, escuchando a un orador tras otro y hojeando folletos de títulos tan horribles como Aceptación y superación. Ayudara la familia a pasar página.

A última hora de la tarde, cuando ya iba por la cuarta taza de café aguado, una mujer delgada subió al estrado. Iba bien vestida, con un elegante traje chaqueta, y lucía un collar de perlas.

– La superación -dijo e hizo una breve pausa para asegurarse de que todos le prestaban atención. La jornada había sido larga y los asistentes estaban cansados-. Es una tontería

De inmediato, Fernández se irguió en el asiento.

– Mi marido y yo esperamos diez años a una identificación por ADN para encontrar al hombre que violó y mató a nuestra hija -continuó la mujer.

La sala quedó en absoluto silencio.

– El día que lo condenaron, no «superé» nada. No fue una píldora mágica. Esto no es una película de Hollywood. Olviden toda esa cháchara psicológica. De lo que hablamos aquí es de la pena, de la pena pura y dura. Mi marido y yo desmentimos las estadísticas: continuamos juntos. Creo que lo hicimos porque no buscamos respuestas fáciles. Una noticia para todos: no las hay.

Cuando el seminario terminó y esperaba en la cola del guardarropa, Fernández se encontró delante de aquella mujer.

– Si me permite que me presente -dijo, tendiéndole la mano-. Albert Fernández. Soy fiscal en los juzgados.

Ella lo miró con prevención.

– ¿Está aquí para el cursillo en empatía?

– Mis jefes creen que lo necesito -explicó Fernández-. A decir verdad, no soy muy bueno sosteniendo manos.

– Bien -dijo ella-. Detesto esa falsa compasión, la gente que me habla en cuchicheos y todos esos folletos con imágenes de flores y puestas de sol. Tuvimos suerte. Nuestra fiscal era una mujer muy directa.

– ¿Quién fue?