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– Jenn Raglan. ¿La conoce?

– Es mi jefa.

– Salúdela de nuestra parte. Y procure ser como ella, señor Fernández. No edulcore nada.

Si los de Administración esperaban que Fernández volviera del seminario hecho un fiscal más sensible, se equivocaron de medio a medio. En sus encuentros siguientes con familiares de víctimas, no se mostró más cálido ni más abiertamente comprensivo que antes. Sin embargo, algo había cambiado. Y en los formularios que rellenaban los familiares al final de los casos, la valoración que hacían de él pasó de negativa a positiva.

En el Ayuntamiento Viejo, los fiscales se reunían con las familias en el despacho de Servicios de Apoyo a las Víctimas del segundo piso. Constaba de una salita de espera y una gran habitación interior que había sido el despacho del registrador de la ciudad. A Fernández le desagradaba todo lo que había en aquella sala: los carteles de fotografías empalagosas que colgaban en las paredes, las bandejas de galletas cubiertas con pequeños tapetes dispuestas en la gran mesa auxiliar de roble, las mullidas sillas marrones. El lugar era insulso y el personal que trabajaba allí era peor. Vestían como si fueran camino de un concierto de música folk y llevaban grandes chapas con el rótulo apoyo a las victimas y una cara sonriente, en los que se leía su nombre y el eslogan RECORDAR EL AYER, SOBREVIVIR A HOY. VIVIR PARA EL MAÑANA.

Para empeorar las cosas, el viejo y enorme radiador de metal del rincón del despacho estaba totalmente desajustado. A veces, se paraba durante la noche y la sala, por la mañana, estaba bajo cero. Y el ruido que hacía el radiador hasta que se calentaba era ensordecedor. Otros días, se disparaba sin control y el calor resultaba agobiante. Sólo había un ventanuco en una de las paredes, cerca del techo, y lo habían sellado hacía décadas.

Aquella mañana, el despacho estaba hirviendo. Fernández abrió la puerta y se puso a abanicar con ella en un intento infructuoso de expulsar parte de aquel calor. Hay que ver las cosas que hago en este empleo y que nadie ve, se dijo. Finalmente, se dio por vencido; se limitó a abrir la puerta del despacho y la de la salita de espera y aguardó.

Al cabo de unos minutos, llegó por el amplio pasillo el detective Greene, acompañado de una pareja mayor de aspecto saludable. El procedimiento regular obligaba a hablar con la familia de la víctima en presencia del agente encargado del caso y, junto a la pareja, venía una mujer alta y robusta con un vestido holgado y sandalias Birkenstock. Llevaba una tablilla con sujetapapeles de plástico con una pegatina de un gran corazón rojo en el dorso y la chapa de apoyo a las víctimas prendida encima de su voluminoso pecho izquierdo. El nombre de la chapa era andy.

– Doctor y señora Torn. -Fernández salió a recibirlos a la puerta, tendiéndoles la mano-. Les agradezco que hayan venido.

– Llámenos Arden y Allie -respondió Torn, estrechándosela con firmeza-. No nos gustan las ceremonias.

Torn era más alto de lo que Fernández esperaba y tenía unas manos fuertes. Llevaba un suéter grueso y en su brazo izquierdo colgaba un tres cuartos de cuero con forro de lana. Miró a los ojos a Fernández; buena señal, pensó éste.

La señora Torn era mucho más baja. Vestía una chaqueta de lana sobre un clásico vestido de manga larga y en torno a los hombros y el cuello llevaba un chal rojo brillante. Su apretón de mano fue vacilante.

– Gracias por acudir a vernos -repitió Fernández-. Espero que no hayan encontrado mucho tráfico.

– Siempre hay mucho tráfico -dijo Torn-. Aquí, en el centro, ni se enteran, pero en King City tenemos toneladas de nieve. Nos ha llevado una hora con el tractor despejar el camino hasta la carretera.

– Por favor, pasen a este despacho y siéntense -dijo Fernández-. Lamento que haga tanto calor. El edificio es viejo y falla el termostato de la calefacción.

– Nuestra casa también es vieja y sucede lo mismo -comentó Torn-. O te congelas, o sudas, nunca se sabe.

Evidentemente, el hombre era el charlatán de la familia. Estupendo, pensó Fernández. Una charla intrascendente para empezar la conversación. Miró a la señora Torn.

– ¿Me permite el chal?

Ella dirigió la mirada a su marido.

– Allie es muy tímida -dijo él-. Espero que no le importe, pero me ha pedido que hoy me encargue yo de hablar. Estoy seguro de que lo comprenderá. Kate era su única hija.

– Desde luego -dijo Fernández. Con los familiares, nunca se sabía. Algunos traían fotos, cartas, incluso vídeos, y querían hablar durante horas. Otros eran charlatanes, dispuestos a hablar de casi cualquier cosa que no fuese del caso y del ser querido que acababan de perder. Y los había que se quedaban callados y éstos eran los más difíciles de tratar, pues no había modo de medir o de comprender la profundidad de su dolor.

Una cosa tenían todos en común: se aferraban a cualquier palabra que uno dijera, como un paciente escuchando a su cirujano antes de una operación importante.

– Quiero asegurarles que nos estamos tomando el caso de su hija muy en serio -dijo Fernández, clavando los ojos en Torn cuando todos se hubieron sentado. Había dos sofás frente a frente, con una mesa auxiliar de madera entre ellos. Greene y Fernández se sentaron delante de los Torn. Andy, la mujer del Servicio de Apoyo a las Víctimas, se quedó de pie a un lado-. Siempre empiezo preguntando a los familiares qué preguntas quieren formular…

Aquél podía ser un momento revelador. A menudo, la gente tenía una lista preparada. Por lo general, querían saber cuánto llevaría el juicio, qué condena afrontaba el acusado y si tendrían que testificar. Cosas así.

Torn dirigió una mirada rápida a su esposa y volvió a fijarla en Fernández. Titubeó un instante y respiró hondo. Fernández le sostuvo la mirada. En el extremo de la mesa, entre una pila de libros de leyes, había colocado estratégicamente una caja de pañuelos de papel, no muy cerca para que no se notara mucho, pero a mano.

Torn rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un papel. Aquí viene, pensó Fernández; probablemente, fotos de su hija cuando era pequeña. Pero no era una foto. Era un papelito blanco.

– ¿Dónde diablos se puede aparcar por aquí -preguntó el hombre, estampando el resguardo en la mesilla con frustración como ha- ría un jugador de póquer con una mano perdedora- sin que te cueste treinta pavos al día?

XIX

– Le agradecemos que haya venido esta tarde -dijo Ari Greene a Donald Dundas, el locutor que había sustituido a Kevin Brace en El viajero del alba. Greene no lo había visto nunca, ni en fotografía, pero había escuchado su voz por la radio muchas veces a lo largo de los años, como suplente del conductor titular del programa. El locutor era más joven y más delgado de lo que Greene había imaginado. Era curioso cómo funcionaba aquello. Uno escuchaba una voz por la radio durante mucho tiempo y se construía una imagen de la persona. Una imagen que, invariablemente, resultaba muy equivocada.

Estaban en la sala de vídeo de la brigada de Homicidios. Era una habitación larga y estrecha con una mesa en el centro y tres sillas al fondo. Greene y Kennicott habían estado entrevistando a testigos, la mayoría empleados de la emisora, desde el mediodía.

– Me alegro de ayudarlos -dijo Dundas-. Doy una clase a las siete, así que tendré que marcharme antes de las seis.

Greene consultó el reloj situado encima de la puerta. Iban a dar las cinco.

– No se preocupe -dijo mientras señalaba a Dundas una de las sillas del fondo. Greene se sentó a su lado. Estratégicamente, había colocado su silla muy cerca, rozando la de Dundas. Como la cámara de vídeo estaba en el otro extremo de la habitación, en lo alto de la pared que quedaba frente a ellos, la imagen no recogería lo cerca que se hallaba Greene de Dundas. Sin embargo, allí estaba, saltándose deliberadamente las distancias que marcaban las normas sociales. El mensaje subconsciente que Greene deseaba transmitir a cualquier testigo desde el primer momento era: «Aquí estoy y no me iré. Puedo ser tu amigo o tu peor enemigo. Depende de ti».