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Dundas llevaba un jersey marrón de cuello vuelto bajo una chaqueta informal de pana, pantalones de lana y gafas redondas de concha de esas que llevaban los estudiantes de arquitectura hace años. Tenía más aspecto de eterno estudiante que de un hombre de la radio. No obstante, tampoco Brace, con su indumentaria descuidada, tenía en absoluto el aspecto que uno esperaría de un famoso. Tal vez era eso lo que atraía a la gente a trabajar en la radio: que no tenían que preocuparse de su apariencia.

Greene se sentó con los hombros en ángulo recto con la mesa. De este modo, la cámara lo tomaría directamente de lado, minimizando su tamaño y haciéndolo parecer mucho menos intimidador en el vídeo de lo que era en persona.

– Esta sala está dotada de un equipo de vídeo. Puede ver la cámara ahí arriba, en la pared del fondo, enfocada hacia nosotros -dijo el detective, manteniendo un tono cortés. Volvió la cabeza ligeramente para señalar la cámara que había en el techo enfocándolos-. Todo lo que digamos desde este momento quedará registrado.

Dundas asintió, con el rostro absolutamente inexpresivo.

– Quiero confirmar que presta usted declaración voluntariamente -dijo Greene al tiempo que se inclinaba, acercándose aún más al locutor-. He cerrado la puerta para que estemos más tranquilos, pero no está cerrada con llave. Que quede entendido, señor Dundas, que puede abandonar esta habitación cuando guste.

Dundas carraspeó y dirigió una mirada a la puerta. ¿Estaba nervioso o, como alguna gente de los medios que Greene había conocido, era un hombre asombrosamente taciturno cuando no trabajaba ante el micrófono?

– Sí, hago esta declaración por propia voluntad -dijo por fin. La voz le sonó a Greene sorprendentemente familiar y, por supuesto, lo era-. Y queda entendido que puedo marcharme cuando quiera.

Kennicott entregó al detective una carpeta de color beige. En su parte superior, en una etiqueta blanca y negra y con gruesas mayúsculas, aparecía escrito el nombre Dundas. Greene había dado instrucciones al agente de que preparara un expediente sobre cada persona a la que iba a entrevistar y que se lo pasara delante de ella. Las carpetas contenían toda la información existente sobre el testigo, a la que se habían añadido unas cuantas hojas en blanco para que diera la impresión de que era abundante y detallada.

Greene también había hecho que Kennicott preparase unas cuantas cajas de embalar vacías, escribiera en ellas el nombre de r. v. brace y las apilara en un rincón de la sala, cerca de la puerta, donde la persona a la que entrevistaban las viera al entrar y donde la cámara no las captara. «Uno vale lo que sus decorados», le había explicado Greene al agente mientras preparaban los encuentros.

El detective abrió la carpeta y fingió que veía su contenido por primera vez. En realidad, Kennicott había subrayado los puntos clave y había repasado el material con él antes de la entrevista. Greene notó que Dundas tenía la mirada fija en él y lo vio escarbarse las uñas con gesto nervioso.

– Bien -dijo por último, cerrando la carpeta con un sonido seco-. Una formalidad, primero. Para que quede constancia, soy el detective Ari Greene, de la brigada de Homicidios. Me acompaña el agente Daniel Kennicott. El agente está aquí en calidad, ante todo, de escribiente. Aunque la entrevista se graba en vídeo, tomará notas para tener un registro inmediato y no tener que esperar a la transcripción. -Dirigió una sonrisa a Dundas y le comentó-: Estamos un poco anticuados. Toda esta tecnología está bien, pero lo que resuelve la mayoría de los crímenes son las personas de carne y hueso y lo que nos cuentan.

– Ya -dijo Dundas.

– Ahora le pediré que se identifique para que conste. Nombre completo y fecha de nacimiento.

Dundas carraspeó.

– Mi nombre completo es Donald Alistair Brock Noel Dundas. La fecha de nacimiento es 25 de diciembre de 1957.

– El día de Navidad… -dijo Greene.

Dundas apenas esbozó una sonrisa.

Greene realizó las habituales preguntas preliminares para que Dundas cogiera confianza. Su educación, su carrera en el periodismo impreso, un poco de su historia personal. Dundas era soltero, no se había casado nunca y tenía una casita en Beach, el barrio de la playa de la ciudad, con su propio estudio de radio en el sótano.

Poco a poco, avanzaron en el tiempo y hablaron de cuando había conocido a Brace y había empezado a suplirlo en el programa, hacía tres años. Había algo en Dundas que no terminaba de oler bien. Tal vez era cosa de la gente del espectáculo, pensó Greene. Siempre producían el efecto de que habían ensayado al detalle lo que iban a decir.

– ¿Trataba a Brace socialmente? -le preguntó.

– No muy a menudo -contestó Dundas. Por primera vez, dio la impresión de titubear antes de responder. Kennicott cruzó una mirada con Greene-. Para ser del todo franco, nuestras circunstancias eran muy distintas. Él estaba casado y yo, soltero. Y, además, pertenecemos a generaciones diferentes.

Greene asintió con la cabeza. «Para ser del todo franco» era una muletilla clásica, una treta que empleaban los testigos para ganar tiempo antes de formular sus respuestas. Dundas había perdido su cadencia relajada. Era un cambio sutil, pero real.

Greene solía dar conferencias en la Academia de Policía, donde impartía un curso titulado Técnicas de Entrevista, y siempre explicaba que en toda entrevista había un momento crucial. «Siempre hay un punto en toda buena entrevista en el que la historia, de pronto, cobra vida -decía a sus alumnos-. Encontrad ese punto. Si habéis hecho los deberes y habéis preparado la entrevista como es debido, golpead con una pregunta directa.»

El detective esperó hasta que Kennicott dejó de tomar notas. Entonces, dejó la carpeta sobre la mesa con gesto enérgico, produciendo un ruido seco y sonoro, y se volvió a Dundas con su sonrisa más radiante.

– ¿I la estado en el apartamento de Brace?

– Varias veces.

– ¿Kevin Brace ha estado en su casa? -Greene ya no hacía pausas. Ahora, quería que las preguntas se sucedieran con rapidez.

– Me parece que no.

¿«Me parece»? Otra muletilla. Greene no cambió el ritmo de sus preguntas, sino que lo mantuvo constante. Una técnica perfecta para llegar a la pregunta decisiva.

– ¿Y Katherine Torn?-inquirió, con un tono tan tranquilo y neutro como si le estuviera preguntando qué hora era-, ¿Ha estado alguna vez en su casa?

Dundas miró hacia la puerta a hurtadillas.

Greene y Kennicott guardaron silencio. De repente, el locutor parecía perdido y el ritmo de sus respuestas, hecho trizas. Cada segundo que se prolongaba el silencio, Dundas parecía más incómodo.

– Hum…, ¿tengo que contestar.1 esa pregunta? -dijo al fin.

Greene notó que empezaba a acelerársele el corazón, pero mantuvo el tono neutro, imperturbable. Despacio, volvió a coger la carpeta del expediente y la abrió. Esta vez no hacía teatro. Se le acababa de ocurrir una idea y quería leer una cosa. Tardó unos momentos en localizarla y asintió ceremoniosamente antes de mirar de nuevo a Dundas.

– ¿Acudía a verlo los martes por la mañana?

El hombre se cruzó de brazos.

– Quiero hablar con mi abogado -dijo.

– No es necesario -replicó el detective-. En este momento no está detenido. Como se ha dicho antes, es libre de marcharse. La puerta no está cerrada con llave.

Greene se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, sacó el billetero y extrajo de éste una tarjeta de visita. Sabía que el testigo no iba a responder a más preguntas.

– Tenga -añadió y le entregó la tarjeta-. Dígale a su abogado que me llame.

Greene volvió a concentrarse en el expediente y, al cabo de un momento, escuchó el chirriar de la silla de Dundas al arrastrarse por el suelo de cemento. Cuando oyó que se cerraba la puerta, levantó la vista a Kennicott.