– ¿Todavía se divierte, agente? -le preguntó. El detective observó que Kennicott estaba muy cansado. Llevaban trabajando un día y medio sin parar y el pobre salía del turno de noche.
– Para esto ingresé en el cuerpo -respondió Kennicott.
– Sólo cuatro personas se han levantado así de una entrevista conmigo en un caso de homicidio -dijo Greene mientras recogía su bloc de notas.
– ¿Y qué fue de ellas?
El detective se encogió de hombros. Como haría su padre, pensó para sí.
– Las condenaron a las cuatro -respondió.
– Pues no pintan bien las cosas para éste, ¿verdad? -dijo Kennicott.
– Cuidado con las estadísticas. Normalmente, no aseguran nada.
Kennicott asintió. El agente aprendía rápido, se dijo Greene. Y era un hombre muy resuelto.
– Lo siguiente es la autopsia -anunció Kennicott, consultando el reloj.
– Reúnase conmigo a las seis en el depósito de cadáveres -dijo el detective-. Y después lo mandaré a casa a que descanse un poco.
XX
El recuerdo que conservaba Daniel Kennicott del depósito de cadáveres era el olor, la pestilencia de la carne en descomposición, indescriptible e inolvidable. Y el ruido, el sonido de la sierra eléctrica al cortar en redondo el hueso de la coronilla como si fuese la cáscara de un huevo cocido.
Kennicott sólo había estado allí una vez, pero llevaba el recuerdo grabado en su cerebro.
El recepcionista le había pedido que tomara asiento en la sala de espera y, mientras intentaba leer un Newsweek de hacía un año, luchó por mantener la cabeza centrada en el presente. Greene le había dicho que estuviera allí a las seis. Había llegado un cuarto de hora antes.
– Buenas tardes, agente Kennicott -lo saludó un hombre bajo y rechoncho de voz chillona que entró en la sala con un café en un gran vaso de plástico. Medía un metro y medio y tenía un tórax voluminoso. Con sus brazos cortos, apenas alcanzaba a tocarse los dedos por delante, lo que lo hacía parecer un personaje de tira cómica, o un Humpty Dumpty de Alicia a través del espejo-. Soy Warren Gardner, jefe adjunto.
Kennicott recordaba a aquel hombre de su otra visita al depósito, cuando había identificado el cuerpo de su hermano. Incluso recordaba su nombre. Era curioso cómo, en un momento así, se le queda- han a uno los pequeños detalles.
– Seguro que usted no me recuerda -dijo Kennicott y le tendió la mano. El hombrecillo la estrechó con gran firmeza-. Estuve aquí hace varios anos. De civil, antes de ingresaren el cuerpo.
– El hermano mayor. Una bala detrás de la oreja izquierda -dijo Gardner sin un instante de vacilación-. En verano. Único familiar que le quedaba. Había perdido a sus padres antes, en un accidente de tráfico. Un conductor borracho. ¿Cómo voy por ahora?
Kennicott asintió.
– Fue usted muy amable. Quería escribirle una nota de agradecimiento, pero…
– No era necesario. -Gardner tomó un sorbo de café-. Nuestros clientes tienen grandes necesidades y poco tiempo para atenciones. ¿Le apetece un café?
– No, gracias.
– Será mejor que pasemos adentro. El detective Ho, de Identificaciones, ha empezado ya.
Gardner condujo a Kennicott por un suelo de baldosas impecable y pasaron ante una larga pared de lo que parecían enormes archivadores de acero. Allí se almacenaban los cuerpos. Entraron en la cámara acristalada donde Katherine Torn reposaba desnuda sobre una larga mesa metálica, con una bolsa de plástico doblada a los pies. La palidez del cuerpo era asombrosa.
El detective Ho estaba tomando fotografías. En aquel momento, sacaba un primerísimo plano de la herida, en la misma boca del estómago y justo por debajo del esternón. A su lado tenía una regla gris para efectuar mediciones. Kennicott distinguió el viejo maletín y la mochila de Ho, guardados en un rincón.
– Eh, buenas tardes, agente Kennicott -lo saludó Ho con su habitual jovialidad-. La señora Torn resulta aún más hermosa fuera del agua, ¿no le parece?
Aunque Kennicott detestaba reconocerlo, Ho tenía razón. Curiosamente, el rostro de Katherine Torn le pareció más bonito aún que la primera vez que lo había visto, muerta en la bañera. Le habían recogido la melena en lo alto de la cabeza y su cuerpo se veía fuerte. El agujero en el pecho parecía increíblemente pequeño en la inmensidad de su piel.
– Una lástima el agua, ¿verdad? -dijo Ho.
– ¿Por qué lo dice? -preguntó Kennicott.
– Elimina las huellas. Hoy día podemos recoger unas huellas magníficas en la piel, pero el agua las borra.
– ¿Quién es el patólogo? -preguntó Kennicott.
Ho miró a Gardner y los dos pusieron los ojos en blanco.
– Todo un regalo -dijo Gardner mientras se ponía un delantal con sus iniciales, W. G., escritas en rojo en la esquina inferior izquierda-. El doctor Roger McKilty, alias el Chico Maravilla Kiwi.
– Condenado neozelandés. A ver si es capaz de entender una palabra de lo que dice -añadió Ho-. No ha cumplido aún los treinta y cinco, pero tiene más títulos que una biblioteca.
– Parece listo -apuntó Kennicott.
– Vaya si lo es -continuó Ho-. Y rápido. Trabaja tan deprisa que le está dando mala fama a la morgue.
Se rió de su propio chiste y la carcajada resonó en la sala aséptica. Gardner lo acompañó con una risilla.
– El buen doctor liquidará el asunto en media hora y se habrá embolsado cuatrocientos dólares.
– En el restaurante de mis padres, ésos habrían sido los ingresos de una semana -comentó Ho-. ¡Los rollitos de primavera que tenían que vender para ganarlos!
Kennicott se acercó más al cuerpo.
– ¿Qué causaría eso? -preguntó, señalando unas marcas de dedos en el brazo derecho.
Ho echó un rápido vistazo.
– Marcas de manos -dijo-. Se ven muchas veces. Recuerde que estaba de espaldas y el corazón no bombeaba, de modo que todos los glóbulos rojos, que pesan, siguen la ley de la gravedad. Es la lividez post mortem. Causa esta decoloración algo amoratada de la parte superior del torso y hace la piel sumamente susceptible a las contusiones. Lo más probable es que las hicieran los de emergencias cuando la sacaron de la bañera.
Kennicott asintió e inspeccionó de muy cerca la piel. Anduvo hasta el otro lado del cuerpo y se inclinó. Allí también había marcas. Iba a preguntarle algo a Ho cuando apareció el detective Greene, acompañado de un hombre delgado de aspecto dinámico, con los cabellos increíblemente claros, que no parecía tener más allá de veintiún artos.
– Oh, hola -dijo Kennicott, levantando la vista-. Estaba observando unas marcas de los brazos.
Greene y el hombre cruzaron una mirada, como diciéndose: «Ésta es la clase de cosas en la que siempre se fijan los novatos».
– Las contusiones en los brazos por encima del codo casi nunca tienen relevancia forense-dijo el hombre ion un cerradísimo acento neozelandés. Ho tenía razón: no era fácil entenderlo. En cambio, el tono era inconfundible: condescendiente y aburrido.
Kennicott rodeó el cuerpo y se acercó a Greene.
– Agente Daniel Kennicott, le presento al doctor McKilty -dijo Greene.
– Encantado de conocerlo, doctor -lo saludó Kennicott.
– Sí -dijo McKilty, le dio un flojo apretón de manos y echó un vistazo al reloj de la pared. Eran las seis en punto.
– ¿Procedemos, señores? -preguntó con visible impaciencia.
McKilty se acercó al cuerpo y lo examinó rápidamente de pies a cabeza. Le miró las manos con detenimiento y luego observó el estómago. Todo ello, sin prestar atención a la herida del pecho.
– Diría que nuestra chica empinaba el codo -dijo con su voz nasal, casi gangosa. Se volvió hacia Gardner y añadió-: Comprobaremos el nivel de plaquetas.
McKilty miró a Kennicott con expresión aburrida y explicó:
– Las plaquetas son corpúsculos de la sangre, incoloros, con una superficie pegajosa que ayuda a que la sangre se coagule. Sin ellas, moriríamos desangrados. Ahora, tomemos a una persona que bebe. Sufre agrandamiento del bazo a consecuencia de una enfermedad hepática. Eso causa trombocitopenia, es decir, recuento plaquetario bajo. Si baja de veinte, se llena de moratones como un plátano maduro. Por eso las marcas en los brazos no significan nada.