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Volvió a inclinarse sobre el cuerpo, aproximándose mucho. Por supuesto, no era necesario mantener una distancia socialmente aceptable con un cadáver, pensó Kennicott.

– Ahora, veamos esa herida de arma blanca -continuó el doctor y hizo una señal a Kennicott-. Mire aquí -dijo, sin indicar nada.

Kennicott se situó a su lado y se inclinó.

– Casi directamente vertical -dijo McKilty y describió la herida en relación con las agujas del reloj-. Yo llamaría a eso once treinta cinco treinta… ¿Ve la diferencia entre los dos lados?-preguntó al agente, apartándose ligeramente para que mirara-. Venga, acérquese más.

Kennicott bajó aún más la cabeza.

– El extremo superior de la herida es redondeado y el inferior, en forma de uve.

– Exacto. La causó un cuchillo de un solo filo. La hoja miraba hacia abajo. El ángulo de la herida nos dice que la mano que empuñaba el cuchillo lo sostenía como lo sujetaría uno para cortar carne.

Kennicott asintió y preguntó:

– ¿Qué es esa marca oscura en la piel, alrededor de la herida?

– Muy bien -dijo McKilty-. Lo llamamos la marca de la empuñadura. Procede del mango del cuchillo. Nos dice que la hoja entró hasta el mango, con mucha fuerza. Vaya trabajito tan desagradable. -Levantó la vista otra vez-: Señor Gardner, por favor…

El gordinflón le pasó una fina regla metálica.

– La herida mide cuatro centímetros y medio -dijo McKilty. Ahora le hablaba a un pequeño micrófono que llevaba en la solapa. Deslizó la regla en el interior de la herida-. Profundidad aproximada… -colocó el dedo en el punto en que la regla tocaba la piel y la extrajo como un mecánico que comprobara el nivel del aceite de un coche-, casi diecinueve centímetros.

– Eh, eso es -dijo el detective Ho-. Son casi las medidas exactas del cuchillo de cocina que encontramos en el apartamento. -Ho siempre estaba a punto de gritar de emoción, como el ganador de lotería que acaba de conseguir el bote-. Le dieron una puñalada a conciencia.

McKilty lo miró y sacudió la cabeza en gesto de negativa.

– No esté tan seguro -dijo. Miró a Kennicott y levantó las dos manos al aire-. Imagine el estómago como un cojín de plumas con una funda resistente: la piel. Es una superficie difícil de penetrar. Sin embargo, una vez que lo consigues… -cerró las manos en una palmada. El ruido resonó con fuerza en la habitación embaldosada-. Debajo, no hay nada que lo frene, realmente. De este modo, la herida podría haber penetrado esos dieciocho centímetros; pero si el cuerpo estuviera acercándose al cuchillo, eso también contribuiría a la penetración. Incluso explicaría la marca de la empuñadura. No podemos sacar conclusiones precipitadas.

Kennicott observó a Greene, que, a dos pasos de ellos, observaba la escena con su habitual pasividad y distanciamiento. Kennicott venía observando a Greene desde hacía años, buscando pistas de lo que pensaba. El hombre parecía funcionar a muchos niveles distintos a la vez.

Una parte de Greene parecía estar completamente concentrada en el momento, como si estuviera registrando en el cerebro todo cuanto sucedía delante de él, siempre dispuesto a testificar en el estrado sobre cuanto había visto u oído. Otra parte de él se quedaba a distancia, observando el desarrollo de los acontecimientos. Y otra parte más parecía no estar en ninguna parte y dedicarse permanentemente a considerar diferentes posibilidades, como una corriente de agua que, decidida a correr ladera abajo, explorara cada grieta. Así era el detective Greene, constató Kennicott: manifiestamente presente, pero provocadoramente distante, todo a la vez.

– Me temo que esto va a ser desagradable -anunció McKilty mientras abría el pecho de Torn con el bisturí, cortando con confianza ligeramente descentrado a la derecha del punto de incisión. Cuando la cavidad torácica se abrió, escapó de ella un hedor espantoso.

– ¿Ve esto? -dijo el patólogo, inmune al olor, y señaló con la punta del bisturí un líquido purulento que se derramaba. Por primera vez, había en su voz cierta excitación-. Ascitis. Líquido libre en el vientre. Era bebedora, no hay duda. Una parte debió de verterse cuando la apuñalaron. Horrible.

Kennicott asintió y recordó que había resbalado en el suelo de la cocina la mañana que había irrumpido en el apartamento 12A.

Gardner preparó una serie de fórceps de aspecto perverso y apartó dos colgajos de piel. McKilty continuó sus comentarios en voz baja por el pequeño micrófono mientras cortaba cada órgano y lo examinaba. Gardner los fue introduciendo en sendos recipientes de cristal a los que puso etiquetas, como si fuesen extraños embutidos y cortes de carne que se envasaran para enviarlos a alguna parte. Los dos, el chef y el segundo chef, se movían como en una danza bien coreografiada.

– Hum -dijo McKilty-. El cuchillo penetró por debajo del esternón. La sangre vertió en el mediastino, no en el estómago. -Volvió la mirada a Greene y preguntó-: ¿Dice que la encontraron en una bañera?

Greene asintió.

– Hum -repitió McKilty-. La sangre que manó de la víctima lo hizo porque estaba en el agua. Si hubiera estado de pie y en seco, no habría salido ni una gota. Aquí está la culpable -continuó, al tiempo que extraía una masa blanca, bulbosa, con aspecto de esponja-: La aorta abdominal seccionada.

Puso la masa en una bandeja cromada impoluta e indicó a Kennicott que se acercara, mientras daba la vuelta a lo que había extraído como un chef que inspeccionara una pieza de carne.

– Mire aquí -dijo-. Con esto basta. La pobre mujer no tuvo ninguna oportunidad. La aorta es una de las partes más vulnerables del cuerpo humano. Es nuestra principal cañería de sangre. La sangre está a presión. Si se pincha la cañería, aunque sea un poco, estás acabado.

Para el ojo inexperto resultaba sutil pero, cuando McKilty señaló el punto, Kennicott apreció que la coloración era distinta y que la masa blanca tenía un corte. Era asombroso ver de cerca lo poco que se requería para quitar una vida.

Intentó no pensar en su hermano, tendido en la misma mesa fría, y en el eficiente señor Gardner envasando sus órganos, pero no pudo desviar la mirada del cuerpo desnudo que acababan de abrir y destripar.

Hacía cuarenta y ocho horas que había empezado su turno de noche con Bering y treinta y seis que había tenido su primera intervención en el caso. Notaba la fatiga en cada centímetro de su cuerpo.

Observó a Gardner mientras éste sacaba aguja e hilo y empezaba a coser a Katherine Torn.

– El resto es un rollo médico -anunció McKilty mientras miraba primero a Greene y luego a Kennicott-. No hace falta que se queden aquí.

Por fin podré echarme a dormir un rato, pensó Kennicott. A dormir y, con suerte, no soñar.

XXI

Nancy Parish se emocionaba cada vez que, cartera en mano, recorría Bay Street a pie desde su despacho de King Street hasta el Ayuntamiento Viejo. Sobre todo, a primera hora de la mañana.

Su padre, un hombre observador, le había comentado una vez que Toronto era una ciudad de calles rectas y esquinas cuadradas construida por banqueros escoceses para hacer dinero, y no para contemplar el hermoso lago o los maravillosos valles y bosques. Tenía razón en casi todo, pero Bay Street era una rara excepción al trazado cuadriculado de la ciudad.

Tomando hacia el norte desde su despacho, Nancy alcanzaba a ver cómo la calle seguía recta unas cuantas manzanas, hasta Queen Street -como cualquier ciudad de Canadá, grande o pequeña, Toronto tenía calles dedicadas a la monarquía-, donde doblaba a la izquierda y rodeaba el Ayuntamiento Viejo, cuya torre campanario se alzaba en medio del trazado de Bay Street como un signo de admiración.