Bay Street era la capital financiera del país, la Wall Street de Canadá, y el paseo de diez minutos por la acera estrecha y concurrida era como un recorrido turístico por la historia económica de la ciudad. Dominaban la parte baja esbeltos rascacielos modernos, cada uno de ellos propiedad de uno de los cinco grandes bancos del país, cuyos nombres iban de lo pedante -Banco de Nueva Escocia, Banco de Montreal- a lo pretencioso: Toronto Dominion Bank, Royal Bank of Canada y Canadian Imperial Bank of Commerce. Más al norte, las moles de acero y cristal daban paso a edificios de piedra más antiguos, empezando por la Bolsa de Toronto y siguiendo por una serie
de elegantes torres de oficinas art decó de la época dorada de la ciudad, los años veinte y treinta del siglo XX, que tenían nombres evocadores como Northern Ontario Building, Sterling Tower y Canada Permanent Building.
Más tarde llegó la construcción. Donald Trump había adquirido un gran solar en el lado oeste y, en años recientes, una gran valla publicitaria había anunciado su edificación inminente. Inmediatamente detrás de la valla, una alambrada de tela metálica cerraba toda una mañana y unas enormes máquinas de demolición arrasaban ya un viejo aparcamiento de cemento.
Una manzana antes de llegar a Queen Street se hallaba la sede original de Hudson’s Bay Company, el decano de los grandes almacenes de Toronto. Ahora, su elegante nombre se había condensado en un simple «el Bay» y el edificio estaba desguarnecido de adornos. Sin embargo, como una vieja dama sofisticada de otra época, enflaquecida por la edad, sus buenos huesos aún seguían intactos.
Parish dejó que pasara un tranvía, cruzó Queen, subió la escalinata del Ayuntamiento Viejo y se dirigió rápidamente al segundo piso.
El reloj de la torre estaba empezando a tocar la hora y corrió por el pasillo hacia la sala 121. Un hombre delgado de pelo cano con uniforme de alguacil, con galones y medallas en las solapas, tañó una campanilla de bronce.
– Se abre la sesión, se abre la sesión -anunció.
– Hoy llego por los pelos, Horace -le dijo Parish mientras corría hacia él.
– El capitán está ocupando su puesto al timón -respondió el alguacil, sonriéndole.
Parish se detuvo un momento a recuperar el aliento y abrió la ornamentada puerta de la sala. Unos años antes, en aquella espectacular estancia, antigua cámara del Consejo Municipal cuando el edificio era sede del Ayuntamiento, se habían filmado escenas de la película Chicago. Era fácil ver por qué: la sala, con sus bancos de roble oscuros, la puerta batiente de madera que daba paso a las largas mesas del Consejo y la galería en lo alto, causaba una impresión ominosa. Y en esta ocasión estaba llena a rebosar de periodistas, amigos de los Brace, defensoras de los derechos de la mujer y asistentes habituales a los juicios. Todo un espectáculo.
El secretario judicial abrió la puerta de roble a la izquierda del estrado del juez y entró en la sala.
– Oyez, oyez, oyez -clamó. Se remangó ceremoniosamente las mangas de la toga negra y ocupó su asiento debajo del juez-. Todos en pie. Se abre la sesión -anunció y su vozarrón llenó sin esfuerzo la gran sala-. Preside el honorable juez Jonathan Summers. Quien tenga asuntos que presentar al tribunal, se acerque ahora y será escuchado.
Un alguacil se acercó apresuradamente al estrado del juez con una buena pila de libros. Pisándole los talones y, resplandeciente con la toga negra, la camisa blanca almidonada y las tirillas, el juez Summers entró a paso ligero, como si llegara tarde a un partido de tenis. Pasó junto al alguacil rozándolo y se encaramó a su estrado, que dominaba la sala. El alguacil lo siguió con gesto nervioso y colocó los libros delante del juez.
Summers alargó la mano, cogió de lo alto de la pila una libreta verde encuadernada en piel y la abrió por la primera página. Con gran ceremonia, metió los dedos en el bolsillo del chaleco y sacó una estilográfica Waterman muy usada, con la que se puso a escribir.
– Pueden sentarse -dijo el secretario al público con su voz resonante.
Al cabo de un rato que se hizo eterno, Summers levantó la cabeza y miró a la multitud allí reunida como si toda aquella gente hubiera irrumpido en su estudio secreto para echar una mirada indiscreta al gran autor mientras escribía su obra maestra.
Summers volvió la vista a las dos largas mesas del consejo, situadas delante de su estrado. Fernández se sentaba a su derecha y Parish, a su izquierda.
– ¿Dónde está el preso? -les gruñó a los dos.
– Viene de camino -intervino el secretario en un cuchicheo aterrado-. El furgón de la cárcel se retrasa.
Summers soltó un bufido de irritación y paseó la mirada por la sala repleta de gente.
– Señoras y señores del público y de la prensa, como pueden ver, todos estamos preparados para empezar a trabajar. Nuestro gobierno no nos proporciona los recursos adecuados para dirigir estos tribunales. Si yo hubiera capitaneado mi barco de esta manera en la Marina, créanme, habría tenido graves problemas.
Volvió a mirar a la abogada. Aquí viene, se dijo ella.
– Señora Parish, he revisado cuidadosamente la documentación de su petición de fianza, así como la respuesta del señor Fernández. La declaración jurada del peticionario, señor Brace, no está firmada.
Parish se puso en pie.
– Sí, Señoría. Solicitaré al tribunal un breve trámite para que proceda a firmar cuando sea conducido aquí.
Summers sólo estaba dándose importancia ante la prensa. Aquél era el procedimiento habitual cuando la petición de fianza se preparaba en un plazo tan corto.
– Está bien -dijo el juez.
Parish volvió a sentarse. Tarde o temprano, Summers iba a ponerse furioso con alguno de los dos letrados. El truco, se dijo, estaba en asegurarse de que no le tocara a una.
El juez reanudó sus anotaciones en la libreta. Sonó el teléfono de la mesa del secretario y éste descolgó y habló en susurros. Las arrugas de preocupación se le marcaron aún más en la frente.
– Llegará dentro de cinco minutos -medio cuchicheó de nuevo.
– Esperaremos. Manos a la obra -dijo Summers sin alzar la vista.
Parish dibujó una caricatura de Summers, con su uniforme de malino, atizándole un golpe en la coronilla al secretario con un gran mazo de juguete. El esbozo no era muy bueno y no se le ocurría ninguna leyenda.
Echó un vistazo a los reporteros sentados en la primera fila. Además de los habituales periodistas de la Banda de los Cuatro de los periódicos que cubrían todos los grandes juicios, había reporteros de las principales cadenas de televisión y emisoras de radio. Parish reconoció fácilmente a su amigo Awotwe Amankwah, el único rostro oscuro del grupo.
Había conocido a Amankwah hacía unos años jugando al hockey al aire libre. Solían echarse una mano. Amankwah llamaba cuando necesitaba una opinión para un artículo, o información extraoficial sobre un juez desagradable o un fiscal díscolo. Parish, en ocasiones, le pedía a Amankwah que investigara cosas que ella no podía.
Amankwah le devolvió la sonrisa. Puso los ojos en blanco y se encogió de hombros como queriendo decir: «Buena suerte con Summers».
Finalmente, tras un fuerte golpe a la puerta de roble, ésta se abrió y entraron dos guardias que conducían a Kevin Brace.
En la repleta sala se produjo un murmullo. Brace iba vestido con aquel mismo mono anaranjado que le venía dos tallas grande. Ahora, además, estaba sucio. Llevaba las manos esposadas a la espalda. Sus cabellos estaban aún más grasientos; su piel, más cetrina; su barbilla, más hundida hacia el pecho; sus ojos, más carentes de vida. Entró en la sala arrastrando los pies como un viejo.
Cuando el guardia sacó las llaves, Brace se volvió de espaldas automáticamente, esperando a que le quitara las esposas. Respuesta condicionada, pensó Parish. Como cualquier condenado a la perpetua que se hubiera acostumbrado a cumplir condena. A la abogada se le cayó el alma a los pies.