Ante tantos indicios en contra de aquel hombre, había depositado todas sus esperanzas en el propio Kevin Brace, en su acrisolada reputación. Parish siempre se esforzaba en adecentar a sus clientes antes de su presentación en el tribunal, pues sabía que, si un jurado veía a Brace con aquel aspecto, lo condenaría en un tiempo récord.
Se incorporó rápidamente, en un intento de desviar la atención de su cliente, en lo posible.
– Si me permite un momento, Señoría… -dijo y levantó la hoja de la declaración jurada.
– Dese prisa -dijo Summers, autorizándola con un gesto.
Parish se acercó a Brace, sin mirarlo. Él se quedó plantado ante ella, alto y desgarbado. Ella le posó la mano en el brazo con gesto confiado, algo que hacía siempre en los juicios. Que todo el mundo viera que no le daba miedo su cliente. Brace se inclinó para que ella pudiera hablarle al oído.
– Se trata de una declaración jurada de una sola hoja. Sólo dice quién es usted y que obedecerá las reglas de la libertad condicional. Dedique un momento a leerla y fírmela.
Brace asintió ligerísimamente mientras ella le entregaba un bolígrafo, un Bic nuevo a estrenar. Brace echó una mirada al documento, le dio la vuelta y se puso a escribir en el dorso. Ella leyó su breve mensaje del revés.
– ¿Está seguro, señor Brace? -le preguntó.
– Abogada -gritó Summers desde el estrado-. Ya he tenido suficientes retrasos en la sala por esta mañana.
– Sí, Señoría -dijo ella y miró al juez, pero aún volvió la cabeza una vez más para lanzar otra mirada a Brace. Él le devolvió el Bic.
– ¿Éstas son sus instrucciones, señor Brace? -preguntó. Él movió la cabeza una vez en gesto de asentimiento y se sentó.
La abogada respiró hondo.
– Está bien -dijo, recogió el papel y el bolígrafo y se encaminó a su mesa de letrada. Si tienes que anunciar malas noticias al tribunal, hazlo deprisa, se dijo. Sé breve y suave. O, en el caso de Summers, breve y brusca.
– Señoría, la defensa no presentará recurso contra la detención del señor Brace -anunció rápidamente y se sentó.
Un silencio de perplejidad se extendió por la sala, ya callada y atenta. Summers reaccionó tardíamente.
– ¿Que la defensa no presentará…?
– Exacto, Señoría. Son las instrucciones que he recibido.
Parish miró de reojo a Fernández. El fiscal estaba desconcertado. Acababa de pasar cuarenta y ocho horas preparando aquella sesión, buscando con empeño asegurarse de que Brace no saliera con fianza, y ahora Parish arrojaba la toalla. Había ganado sin competir.
Summers parecía al borde de la apoplejía.
– ¿Dice que su cliente…? -tronó, mirando a la abogada desde lo alto del estrado.
Parish se puso en pie.
– El señor Brace no se opone a permanecer en prisión preventiva, Señoría -repitió despacio-. No es preciso continuar con esta vista.
– Vaya, nunca me había… -Summers estaba encendido de furia. Se volvió a Fernández y le espetó-: ¿Y qué tiene que decir la Fiscalía al respecto?
Fernández se puso en pie, visiblemente perplejo todavía.
– Señoría, la acusación solicita que el señor Brace permanezca de- tenido hasta su juicio. Si el acusado ha cambiado de opinión y no desea pedir la libertad bajo fianza, que así sea.
El fiscal volvió a sentarse. Summers le lanzó una mirada iracunda, esperando que añadiese algo, pero era evidente que Fernández no tenía nada más que decir. Por lo menos, pensó Parish, el joven no se mofaba abiertamente.
Rechinando los dientes de frustración, el juez Summers soltó un poderoso gruñido que se oyó en toda la sala, recogió sus papeles y, como un león que volviera a su madriguera, abandonó el estrado con paso furioso.
– Veré a los dos letrados en mi despacho -gritó un momento antes de cerrar la puerta tras él, dando un sonoro portazo. Sus palabras resonaron en la concurrida sala, que empezaba llenarse de ruidos.
Tan pronto se hubo marchado el juez, Parish se volvió en redondo y miró a su cliente. Aún tenía el Bic en la mano y se dio cuenta de que lo había estado agarrando con tanta fuerza debajo de la mesa que le había dejado una marca en el pulgar. En aquel momento, habría querido clavárselo en el pecho. Brace ni siquiera cruzó una mirada con ella; se levantó de la silla, dio media vuelta y llevó los brazos a la espalda, esperando que le pusieran las esposas. Como si hubiera perdido toda esperanza.
XXII
Esto no va a ser agradable, se dijo Albert Fernández mientras seguía a un atemorizado secretario de Summers por el largo corredor forrado de paneles de madera en dirección al despacho del juez. A su lado caminaba Parish. Anduvieron en silencio.
Fernández miró de reojo a la abogada. Debía de estar nerviosa, pensó. Acababa de torpedear una vista delante de una sala abarrotada de gente y, ahora, el juez decano del Ayuntamiento Viejo reclamaba verla en su despacho.
Parish captó su mirada y le lanzó una sonrisa. Parecía sorprendentemente relajada, dadas las circunstancias.
– Señoría -anunció el secretario con voz fantasmal cuando llegaron a la puerta del juez-, los letrados Parish y Fernández.
El espacioso despacho de Summers era, en parte, una biblioteca de leyes y, en parte, un museo del hockey. Pero, sobre todo, era un santuario de todo lo que tuviera que ver con la náutica. Hasta el último centímetro de pared estaba lleno de bosquejos a mano de barcos de guerra. Una estantería estaba repleta de botellas de formas raras, cada cual con un barquito capturado en su interior. En el aparador que quedaba a su espalda había una serie de fotos enmarcadas, en la mayoría de las cuales aparecía Summers a bordo de barcos de vela con diferentes miembros de su familia. Sobre el escritorio tenía una fotografía grande de él y su hija, Jo. El padre le rodeaba los hombros con el brazo y ella llevaba el pelo suelto, algo que Fernández no había visto nunca. Entre los dos sostenían una copa de campeones y al fondo se distinguían unas velas blancas y el cielo azul
Los motivos náuticos se mezclaban de vez en cuando con fotos del juez con jersey de hockey azul o blanco, posando con conocidos jugadores de los Toronto Maple Leafs. En el rincón había una colección de palos de hockey con las firmas de miembros del equipo claramente visibles y, en una gran vitrina, Summers guardaba una vieja sudadera de hockey con un gran escudo en el que se leía Cornell y una gran C en el ángulo superior izquierdo.
– ¿Qué demonios sucede aquí? -inquirió Summers, despojándose de la toga y arrojándola a una silla auxiliar mientras lanzaba una mirada furibunda a Parish. Fernández la miró también.
Ella tomó aire y exhaló, despacio.
– Lo que sucede, Señoría -declaró en tono mesurado-, es que me atengo a las instrucciones de mi cliente, que no desea pedir la libertad condicional.
Por supuesto, técnicamente, Parish estaba obligada a hacer lo que le decía su cliente y no le estaba permitido hablar de sus conversaciones con él; sin embargo, aquello no dejó contento al irritado juez.
– Eso ya lo he oído. -Summers se sentó y cogió un abrecartas de plata al que empezó a dar vueltas entre los dedos. Fernández observó que el objeto llevaba grabadas unas iniciales, gastadas y difíciles de leer. Probablemente, una herencia familiar-. Señora Parish, si «su cliente» no quería pedir fianza, ¿por qué hemos perdido toda la mañana con esta charada?
El juez hizo chasquear el abrecartas en la palma de la mano. Parecía de plata finísima, pensó Fernández.
– ¿Y por qué ha preparado esta montaña de papeles?-continuó Summers, hincando la punta del abrecartas en el abultado alegato-. He estado despierto toda la noche leyéndolos.
Fernández escogió un punto de la mesa de Summers y fijó la vista en él. Era mejor ser un vencedor humilde.