Выбрать главу

Pasó en coche por delante del número 37, dio media vuelta y dedicó un momento a estudiar la casa desde el otro lado de la calle. Era una edificación de dos plantas con ventanas de cristal emplomado de estilo tudor. Aparcada en el estrecho camino privado, vio una moto Honda algo maltrecha y, detrás de ella, una furgoneta con las palabras FONTANERÍA LEASIDE escritas en cursiva en el lateral.

Bien, se dijo mientras se apeaba del coche. Parece que está en casa. Se dirigió con tranquilidad a la puerta y llamó al timbre. A la derecha de la puerta había otra más pequeña, de madera, que se había inutilizado con clavos. Debía de ser el antiguo cuarto de la lechera, una reliquia de una época más boyante.

Sonaron unos pasos apresurados al otro lado y se abrió la puerta. En el quicio apareció una mujer alta y morena, de ojos castaño ósculo, clavada a sus padres. Llevaba una sudadera que le iba varias tallas grande con la leyenda ROOTS CANADA destacada en el pecho y unos pantalones de hacer yoga sobre el vientre abultado. Greene oyó que alguien daba martillazos en unas tuberías.

– ¿Es el electricista? -dijo la mujer mientras buscaba con la mirada su furgoneta.

– Me temo que no, señora Brace -respondió él. Tenía la placa en la mano y se la enseñó discretamente-. Detective Ari Greene, Homicidios de Toronto. ¿Podría hablar con usted un momento?

Ella se enfurruñó.

– Necesito al electricista antes de una hora -dijo-. ¿Sabe lo difícil que es conseguir un fontanero la semana antes de Navidad?

– Casi imposible, imagino -respondió Greene.

– Pues bien, tengo uno trabajando abajo. Pero ahora necesito al electricista para que empalme la luz. Lo llaman «montar el nido», detective. Es nuestro primer hijo y estoy renovando el sótano. Sólo falta un mes y ya ve, mi marido se ha largado con sus amigos a esquiar en Mont Tremblant, como todos los años. Se ve que era imprescindible que fuera. Y, ah, ahora está el asuntillo de que a mi padre lo han metido en la cárcel, precisamente cuando está a punto de nacer su primer nieto. Ya ve, pues, detective, que me sobra muchísimo tiempo para hablar con usted.

Greene sonrió y no dijo nada. Observa siempre lo que el testigo hace, no lo que dice; o, mejor aún, observa lo que no hace. A pesar del caos en el que estaba, Amanda Brace no le había cerrado la puerta en las narices. El detective recordó la llamada que le había hecho desde la cárcel uno de los compañeros de celda de Brace, cómo su padre se había negado a hablar con ella, y tuvo la certeza de que Amanda estaba tan interesada en hacerle preguntas como él en interrogarla a ella.

– Entre un momento -aceptó Amanda finalmente, como si sus buenos modales se impusieran al conjunto de emociones contrapuestas-. He preparado café para los operarios. ¿Quiere una taza?

– No, gracias -dijo Greene.

– Tendré que mirar mejor esa placa suya -comentó ella-. Un policía que rechaza un café gratis…

Greene sonrió y pasó al saloncito situado a la izquierda del recibidor.

– ¿Podemos sentarnos a hablar aquí?

– Claro -dijo ella, cerrando la puerta de la entrada. La casita estaba muy ordenada. En la repisa de la chimenea observó una foto enmarcada: era la portada de una revista de empresa de aspecto profesional y en ella aparecía Amanda Brace al frente de un grupo de jóvenes muy bien vestidos. Al fondo, se veían filas de cajas perfectamente apiladas. Un titular decía: «la reina del todo en orden» y el subtítulo añadía: «AMANDA BRACE Y SU EQUIPO MANTIENEN ROOTS EN LA SENDA DEL ÉXITO».

Amanda tomó asiento de espaldas a la pared del fondo, bien colocada para seguir mirando por la pequeña ventana salediza, pendiente de si llegaba el electricista desertor. Greene se sentó enfrente.

– Debo advertirle, detective -dijo ella mientras se recogía el pelo en la nuca-, que ya he hablado con la abogada de mi padre. Me ha mandado a su socio, Ted Di Paulo, que me ha proporcionado lo que se llama consejo legal independiente. No quiso cobrarme por la consulta. Seamos francos: no estoy obligada a decirle nada, ¿verdad?

– Verdad -asintió Greene.

– Puedo decide sin más que se largue, y ahí termina todo.

– Puede decirme que me largue -confirmó él.

Dio la impresión de que Amanda vacilaba un poco.

– Mire, es un secreto a voces que no me llevaba nada bien con mi madrastra. Yo tenía nueve años cuando… -Brace apartó la vista de Greene y observó la calle con una mirada de esperanza. Greene oyó pasar un coche lentamente-. Estaba en cuarto de primaria cuando, en una redacción, tuve un lapsus y escribí «maladrastra». Me llevaron a ver al psicólogo y tal. De eso hace diecinueve años. Lo único que puedo decirle, detective, es que mi padre no tiene nada de viólenlo. Nunca le ha levantado la mano a nadie. Usted quiere que parezca un hombre horrible, peligroso. Pues se equivoca de medio a medio.

Greene asintió.

Es todo lo que quería decir, ¿vale? -añadió ella.

Greene no dijo nada. Amanda no hizo el menor ademán de levantarse para acompañarlo a la puerta. El detective oyó que otro coche se acercaba y aflojaba la marcha al pasar ante la casa.

– Imagino que también querrá saber dónde estuve el domingo por la noche y el lunes por la mañana, ¿no?

Greene volvió a asentir con la cabeza. A veces, la mejor pregunta era el silencio.

– Es curioso, ¿sabe?-continuó Amanda-. Tenía apuntado «malar a Katherine» en mi lista de asuntos pendientes, pero no pude ocupa míe de eso. Tuve que quedarme en casa reparando las paredes del sótano.

– ¿Cuándo vio a su padre por última vez? -preguntó el detective.

– En nuestra cena semanal, como siempre. -Amanda se incorporó ligeramente de su asiento-. Es el electricista. Gracias a mis hormonas alteradas.

– ¿Dónde?

– Ahí fuera -respondió ella, señalando la calle.

– Me refiero a la cena. ¿Dónde fue?

– ¿La cena? ¡Ah! -Amanda parecía haberse olvidado de que él aún estaba allí-. En el lugar de costumbre. Mire, ahora debo pedirle que se vaya, lo siento. -Terminó de levantarse y comentó-: Si se me escapa ese hombre, estamos perdidos.

Gracias por atenderme -dijo Greene y se puso en pie-. Ya veo lo ocupada que está.

– ¿Ocupada? No tengo ni idea de cómo vamos a encajar un bebé en nuestro día a día.

En el recibidor, mientras él abría la puerta, Amanda le tocó el brazo.

– Mire, se puede odiar a alguien con todas las fuerzas y, a pesar de todo, aguantarlo. Así actuaba yo con Katherine. No podía hacer más. Nadie se alegra de que haya muerto. He oído que su familia la incinerará en una ceremonia íntima. Nadie en el mundo conoce a mi padre mejor que yo. Es imposible que lo hiciera él. Imposible.

– Gracias por recibirme -repitió Greene-. Mucha gente no lo habría hecho.

– Agradézcaselo a mi madre. Ella me enseñó buenos modales.

Por el rabillo del ojo, Greene distinguió a un hombre con mono de trabajo que avanzaba bamboleándose por el camino, cargado con una gran caja de plástico de herramientas.

– Buena suerte con las tuberías -murmuró.

Ella se echó a reír espontáneamente. Era una risa sonora, encantadora.

– La necesito. Tengo que ir al baño cada hora.

Greene se puso de lado en la estrecha puerta del recibidor para que el electricista pudiera entrar.

– Que le vaya bien con el niño -le deseó Greene.

– Me las arreglaré -respondió ella.

Greene no tuvo ninguna duda de que Amanda Brace era capaz de arreglárselas en casi cualquier circunstancia.

Mientras se dirigía a su coche, recordó el viejo dicho: cuando un marido tiene un lío de faldas, la mujer siempre es la última en enterarse. Pero ¿sucedía lo mismo entre un padre y una hija? Cuando papá era malo, ¿ella era la última en saberlo? ¿O era cierto que Amanda Brace conocía a su padre mejor que nadie?

XXIV

La mujer de la mesa metálica de recepción tenía el aire de una modelo de pasarela. Daniel Kennicott conocía bien aquel aspecto. Las modelos mostraban siempre una estudiada distancia. Nunca terminaban de mirar de frente y parecían en todo momento algo distraídas, como si su conversación sólo fuese una pequeña parte de lo que pasaba por su mente. La mujer, de bellos rasgos euroasiáticos, lucía una larga melena negra y, aunque estaba sentada, se adivinaba que tendría unas piernas largas y espléndidas. La mesa tras la que se sentaba era de acero pulido, maciza, y encima de ella sólo había un ordenador portátil con el logo PARALLEL BROADCASTING en la parte trasera de la pantalla. En el oído izquierdo llevaba un pequeño auricular.