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– ¿Puedo ayudarlo? -dijo, mirando a Kennicott con sus ojos grises.

– Soy Daniel Kennicott. Tengo una cita con el señor Peel a las cinco en punto -dijo-. Llego unos minutos antes.

Ella tocó algo en el ordenador, con la mirada puesta ahora en un punto justo por encima del hombro del visitante.

– Shirani, acuda a recepción, por favor. -Aunque apenas susurró al micrófono, su voz resonó con potencia en el invisible sistema de altavoces-. Agente Kennicott, para el señor Peel, a las cinco en punto.

Kennicott sonrió. Ni iba de uniforme ni le había dicho a la recepcionista que era policía.

Se abrió una puerta y entró una mujer alta que llevaba en la mano una tablilla con sujetapapeles de plástico. De piel color negro intenso, tenía una nariz fina y elegante, pómulos altos, labios finos y un diamante en la aleta de la nariz.

– Buenas tardes, agente -dijo, tendiéndole la mano. Llevaba las uñas pintadas con un enrevesado dibujo-. Shirani Theoraja, secretaria ejecutiva del señor Peel. Venga, por favor.

Las oficinas de Parallel Broadcasting ocupaban la última planta de un almacén reformado que había sido reducido a su estructura básica, como un esqueleto de cuyos huesos se hubiera eliminado hasta la última hebra de carne. Los techos eran altos, con las tuberías de servicio a la vista, las paredes eran de ladrillo pulido con arena a presión y el suelo era de duro cemento pintado de negro. Kennicott siguió a Theoraja por el pasillo central. A los lados, los despachos tenían grandes ventanas que dejaban entrar mucha luz. Las mesas eran del mismo acero que la de recepción y en cada una había uno de aquellos portátiles con el logo de Parallel. No se veía una pizca de madera por ninguna parte.

Theoraja caminaba a buen paso y sus tacones altos repiqueteaban en el suelo. El taconeo resonaba audiblemente pero, tras las puertas de cristal de los despachos, los empleados ni siquiera levantaron la vista.

Al fondo del largo pasillo había una puerta de madera de caoba, pesada y adornada. En ella, rotulado con letras de latón de aspecto barato, se leía un nombre: HOWARD PEEL. Theoraja llamó con los nudillos, con gesto confiado.

– Sí -contestó una voz aguda al otro lado.

– Señor Peel, está aquí el agente Kennicott. Llega diez minutos antes a su cita de las cinco.

No se oyó nada durante unos segundos; luego, la puerta se abrió y apareció un hombre de corta estatura con unos cabellos crespos de un color extraño, casi anaranjado. En el borde superior de la frente tenía unos puntos, señal de un reciente trasplante capilar. Llevaba una camisa blanca con los tres primeros botones desabrochados -dejando a la vista una mata de pelo canoso- y unas botas de vaquero que lo hacían parecer aún más pequeño. Los ojillos, de un inesperado azul marino, eran el único rasgo atractivo de su rostro.

– Bien, agente Kennicott, ¿cómo está usted?-dijo, tendiéndole una mano regordeta-. Soy Howie Peel. Se supone que dirijo esto. Pase.

Peel acompañó al agente mientras la puerta se cerraba tras ellos. El gran despacho de Peel era diferente de los demás de la planta. Hacia esquina, tenía una vieja máquina de escribir Underwood en un aparador y las ventanas estaban cubiertas con unas cortinas pardas que se veían llenas de polvo.

– Esa Shirani es increíble, ¿verdad? -dijo el hombrecillo mientras ocupaba una de las dos sillas colocadas de cara al escritorio e indicó a Kennicott que se sentara en la otra-. No había mujeres así donde yo crecí, en el Medio Oeste. Teníamos un restaurante chino y cuatro chicos indios desarrapados en la reserva. Todos los demás éramos más blancos que un campo de cultivo en febrero.

Kennicott asintió. Había leído unas cuantas cosas sobre Howard Peel, presidente y director general de Parallel Broadcasting. Todos los artículos pintaban el mismo cuadro de éclass="underline" un maestro de las venias, lenguaraz, que decía las cosas más escandalosas, pero que parecía caerle bien a todo el mundo.

– Shirani está estupenda, pero es una chica quisquillosa -continuó Peel-. Es tamil. ¿Y yo qué había de saber? La contraté a ella, a sus amigos… Un día, contraté a otra mujer de Sri Lanka, Indira. Imaginé que encajaría. A la mañana siguiente, Shirani y su banda se presentan en mi despacho diciendo que se van. «¿Cuál es el problema?», los pregunto. Resulta que Indira es cingalesa; Shirani y su troupe son todos tamiles. Recibo mi lección de historia. Al anterior primer ministro tamil lo mataron los rebeldes cingaleses. Las casas y los campos de té de los tamiles fueron quemados. Miro a Shirani… ¡ah, esos ojos negros fundirían el chocolate! «Está bien, está bien -digo-. Se acabó Indira.»

Kennicott asintió. También había leído que Peel hablaba por los codos. Decidió esperar hasta que al hombrecillo se le acabara el fuelle.

Peel pareció reparar por fin en el silencio de Kennicott y le dio una palmada en la rodilla.

– Pero basta de hablar de mí y de las hermosas mujeres que trabajan en Parallel. ¿Qué puedo hacer por usted?

– Trabajo en la investigación del asesinato de la señora Katherine Torn -dijo Kennicott.

– ¿Sabe el contrato que le ofrecí a ese tipo? Un millón de pavos, treinta y seis semanas, lunes libres. Todo lo que quiso. Incluso añadí una limusina, Menos mal que no firmó, o tendría que pagarle por transmitir desde la cárcel… -Peel se rió, una risa fina, aflautada-. Bien pensado, podría ser interesante. Una estupenda manera de hacer frente a esos condenados programas de radio basura.

– ¿Por qué no firmó Brace el contrato? -preguntó Kennicott.

– ¿Por qué? ¿Cómo iba yo a saberlo?

– ¿Qué me dice de Katherine Torn? ¿La vio alguna vez?

– Sí. Estuvo en mi despacho con Brace la semana pasada.

Kennicott asintió. Pensó en la manoseada tarjeta de visita de Peel que había encontrado en el billetero de la víctima.

– ¿El pasado miércoles, por la tarde?

– Creo que sí. Se lo preguntaré a Shirani.

– ¿Ella quería que firmase?

– ¿Quién sabe? -Peel se frotó las manos-. ¿Qué le pareció el contrato, agente? Antes era abogado. Trabajaba para Lloyd Granwell.

De repente, el parloteo amistoso del hombrecillo había adquirido otro tono. En realidad, no había respondido a la pregunta. Peel quería, estaba claro, que el agente supiera que había hecho los deberes.

Kennicott llevaba oyendo subterfugios de aquel estilo desde que había ingresado en la policía. Su primer día en el cuerpo, el jefe Charlton había ofrecido una rueda de prensa, pues daba gran relevancia al hecho de que Kennicott fuese el primer abogado en ingresar en el cuerpo. Él había intentado evitar la publicidad, pero ésta lo había seguido como una mala sombra. Al día siguiente, su cara aparecía en la portada de cuatro periódicos.

– Yo no quería nada de eso -le había explicado Kennicott al detective Greene.

– Charlton es un maestro con la prensa -había respondido Greene-. Acaba de codificarlo en el ADN colectivo de la ciudad.

Por supuesto, como cualquier persona influyente de Toronto, Peel conocía a Granwell, el viejo mentor de Kennicott.

– El contrato parecía bastante claro -respondió el agente, mirando a los ojos a Peel-. ¿Por qué estuvo la mujer en la reunión?

– Fue idea mía. Soy gato viejo en ventas. La mejor manera de cerrar un trato es hacer participar a la esposa. Supuse que un millón de pavos la convencerían de que era un negocio estupendo.