– Pero ¿no fue así?
– Brace no firmó. -Peel se encogió de hombros-. Y mírelo ahora. Ha renunciado a salir bajo fianza. Me han contado que no dice una palabra en la cárcel.
– ¿Quién se lo ha contado?
– No se deje engañar por este despachito de mierda -dijo Peel-. Empecé de reportero de sucesos para una emisora de radio de un pueblucho. Tengo mis fuentes.
Kennicott permaneció impasible. Lo que estaba haciendo Peel era muy astuto. Como buen periodista, soltaba información recibida de alguna fuente y esperaba que él la confirmara. El agente no pestañeó.
– ¿No suena estupendo, eso de la cárcel? -dijo Peel cuando quedo claro que Kennicott no iba a decir una palabra más. El hombrecillo se levantó de la silla y empezó a deambular-. La comida, hecha. Hacer el vago y jugar al bridge todo el día. Leer la sección de deportes a tus anchas. Ahora, Brace no tiene que entrevistar a un ama de casa de St. John que ha coleccionado un millar de tapones de botella para dona ríos al hospital local. Ni escuchar a una banda de instituto de New Liskeard interpretando «O Canada» con silbatos de caramelo. Tiene que estar como unas pascuas.
– ¿Ha estado alguna vez en el Don? -preguntó Kennicott.
Peel movió la cabeza y lo miró con sus desarmadores ojos azules. Esta, comprendió el agente, debía de ser la expresión que utilizaba para sellar una negociación dura.
– Demasiadas veces… -El hombrecillo dejó el comentario flotando en el aire mientras rodeaba su enorme escritorio-. He pagado la fianza de gente de toda calaña. Pero eso es cosa mía y no incumbe a nadie.
El personaje del vendedor jovial había desaparecido. Aquél era el verdadero Howard Peel, se dijo Kennicott. El que había convertido tina emisora de radio de un pueblo perdido de Saskatchewan en el segundo mayor conglomerado de medios de comunicación del país. Peel llevó la mano al aparador que tenía a su espalda y levantó una foto enmarcada.
– Kennicott, ustedes los jóvenes no saben una mierda. Mire. Éste soy yo el jueves pasado, por la noche, después de la entrega de los premios de música. -Señaló la foto con la punta de su índice rechoncho, En la foto aparecía con un traje de tres piezas, abrazado por una morena alta y espectacular que le sacaba dos cabezas.
– Esta es Sandra Lance. Usted la conoce, como todo el mundo: la cantante que más vende, un cuerpo para morirse, la mitad de los tíos de Norteamérica se la pelan con la portada de su álbum. Cinco minutos después de que tomaran esta foto, estoy en el asiento trasero de una limusina con una botella de champán enorme. Sí, Sandra Lance a solas conmigo, un tipo de sesenta y un años con un condenado trasplante capilar. Ella bebe como una bailarina de striptease con barra libre y de pronto se quita el sostén, maldita sea. Vaya delantera. Un minuto después, me la está chupando como una piruleta. Luego se la enchufo por detrás, toda despatarrada y aullando como un coyote. Allí estoy yo, jodiendo con la jaca más deseada de todo el continente, ¿y en qué me pongo a pensar, agente Daniel Kennicott, don Abogado convertido en policía?
Kennicott no se había movido.
Peel bajó la voz hasta convertirla en un susurro.
– ¿En qué me pongo a pensar?
– No lo sé -respondió Kennicott finalmente-. ¿En qué pensaba, señor Peel?
– ¿No lo sabe? Entonces, ¿cómo va a averiguar lo que piensa Kevin Brace? Quizá Brace es igual que yo, un viejo con la polla de un joven. Tendrá que meterse en su cabeza para saber qué piensa.
Kennicott había oído suficiente.
– Gracias por su tiempo -dijo y se levantó de la silla.
– Me puse a pensar: «Es jueves por la noche. Si no hubiera sido tan gilipollas y no hubiera comprado todas las emisoras de radio de Saskachewan, y luego de Manitoba, y luego de Alberta, y no me hubiera trasladado aquí, todavía estaría en casa».
Kennicott casi había alcanzado la puerta. Se volvió y miró a Peel.
– Acaba de decirme que creía que Brace quería estar en la cárcel.
– En Rosetown, el jueves es noche de partida. Mientras yo me lo hacía con la cantante, Ray y Bob y George y Reggie e incluso nuestro chino del pueblo, Tom, estarían todos jugando. Y mi primera mujer, Elaine, en el bingo. ¿Y dónde estoy yo? Metido en una limusina jodiendo con una zorra que es más joven que mi hija. En lo único que se me ocurría pensar en aquel momento era en café de puchero aguado, en la partida y en lo agradable que sería llevar una vida sencilla y tranquila.
Kennicott tenía la mano en el pomo de la puerta. Detrás de su gran mesa, Peel se veía pequeño, disminuido.
– No conozco a ese tipo, aparte de que no pude comprarlo -insistió el hombrecillo-. Pero sé lo que sucede cuando la ambición lleva a uno a un sitio en el que ya no quiere estar.
– ¿Qué?
– Creo que a Kevin Brace no le preocupa qué decir de una receta para la sopa de guisantes o de ser arrastrado a una gala de estreno de alguna compañía de teatro de discapacitados.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que, en mi opinión, el país entero ha exprimido a ese hombre. Todos querían un pedazo de él. ¿Por qué demonios habría de querer salir con la condicional?
Kennicott abrió la pesada puerta y dejó que se cerrara a su espalda de un portazo. Desanduvo su camino entre los modernos despachos lo más deprisa que pudo sin correr. No le importó el taconeo de sus zapatos en el suelo y ni siquiera miró a la guapa recepcionista mientras se lanzaba de cabeza a la salida.
La fatiga de los días interminables de trabajo empezaba a pasarle factura, golpeándolo como un mazo. Necesitaba llegar al exterior y respirar aire fresco.
De vuelta en King Street, la luz de la tarde había desaparecido y el cielo lucía una negrura amenazadora. Se acercaba un tranvía en dirección oeste, pero lo dejó pasar. Deseaba caminar un rato. Se levantó el cuello del abrigo y echó a andar hacia las luces del centro. Un frío húmedo había caído sobre la ciudad y soplaba un viento furioso y ululante del este. A pesar de sus esfuerzos por abrigarse, el aire gélido le penetró hasta los huesos como la caricia final de una amante que se despidiera.
XXV
Ari Greene tenía un vago recuerdo de aquella autovía, a tres horas en coche al norte de la población de Haliburton. La última vez que había pasado por allí iba en un autobús que lo llevaba a un campamento de verano. Era un granuja de catorce años con una beca parcial que le permitía quedarse un mes donde los chicos ricos pasarían dos.
Por la mañana, le había costado casi una hora cruzar los barrios residenciales de Toronto, que parecían interminables, y luego había conducido otra hora entre campos de labor y villorrios escuálidos. Al inicio de la tercera hora, cuando se acercaba al pueblo de Coboconk, vio el primer asomo del gran Escudo Canadiense, esa roca granítica que cubría la mitad septentrional del país.
El mejor recuerdo que guardaba de aquel verano en el campamento era el tacto del duro granito bajo los pies. Y una noche en que, sentado en una roca con una chica llamada Eleanor, se habían cogido de la mano, habían mirado las estrellas y se habían dado el primer beso.
En Coboconk, tomó a la izquierda por la autovía 35. El viento y la nieve que impulsaba parecieron arreciar un poco, como si dijeran: «Bienvenido al Norte».
Pronto llegó a un atasco. Una larga fila de vehículos estaba retenida por unas obras en la calzada. Tardó media hora en pasarlas y, diez minutos después, se detuvo en el aparcamiento, perfectamente limpio de nieve, de un edificio desvencijado que se acurrucaba debajo mismo de una cresta de altas colinas. Pintado en descoloridas mayúsculas, en la puerta se leía HARDSCRABBLE CAFÉ y el aparcamiento estaba medio lleno de camiones, todoterrenos y motos de nieve, todos de cara a la puerta de la cafetería, casi como caballos atados a un poste delante del saloon.