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Greene empujó con el hombro la portezuela del coche y se apeó. El viento lo asaltó al momento, arrancándole la puerta de las manos y cerrándola de un golpe. El detective agachó la cabeza y se encaminó al local.

El restaurante era un establecimiento sencillo, inmaculadamente limpio: una gran sala rectangular con media docena de mesas cuadradas, cubiertas con manteles de plástico. Las paredes estaban decoradas con fotos en blanco y negro de antiguos colonos que posaban con sus herramientas de labor y, en una de ellas, la población entera recibía a los soldados que regresaban de la Primera Guerra Mundial. Colgados encima de las mesas había unos motivos decorativos navideños hechos a mano. Menos de la mitad de las mesas estaban ocupadas por grupos de hombres vestidos con gruesas ropas.

Todo en el local resultaba absolutamente normal, menos el olor. El aroma a pan recién horneado impregnaba el restaurante y le proporcionaba una inesperada calidez. Greene ocupó una mesa vacía en el rincón.

Al cabo de unos minutos, apareció una mujer joven con un delantal blanco.

– Siento haberlo hecho esperar -dijo-. Llevo todo el día corriendo. Los lagos se han congelado y han venido todos los de las motos de nieve. -Pasó las hojas del bloc y cantó el menú-: Tiene nuestro especial del día. Sopa de tomate hecha con tomate de cultivo casero y otras verduras.

– El pan huele de maravilla -dijo Greene.

– A todos les encanta nuestro pan. -La mujer sonrió por primera vez. Tenía los dientes mellados y amarillentos. Greene observó que del bolsillo de atrás de sus vaqueros asomaba un paquete de cigarrillos-. Lo hace la señora McGill todas las mañanas.

– Tráigame ese especial -se decidió Greene y le devolvió la sonrisa.

El detective se tomó su tiempo en comer y, poco a poco, el restaurante fue vaciándose. Cogió el semanario local, The Haliburton Echo, y un artículo captó su atención. El viernes anterior por la noche, relataba, dos adolescentes cayeron al río cuando el hielo cedió bajo el peso de sus motos de nieve, cerca del puente del pueblo. La policía los pescó pero, el sábado por la noche, volvieron a caer al agua, esta vez del otro lado del puente. En esta ocasión, la policía local no había conseguido sacarlos a tiempo.

Cuando la primera mujer de Brace, Sarah McGill, sacó la cabeza de la cocina, sólo quedaba una mesa con gente, un grupo de moteros de nieve que habían entrado poco después de que llegara Greene. McGill tenía el pelo canoso y no llevaba maquillaje, pero poseía una belleza natural que el paso del tiempo y las penalidades habían sido incapaces de mellar, como si fuese de granito puro, pensó él.

Su mera presencia debió de ser una indicación de que era hora de marcharse. Como si lo hubieran convenido, todos los clientes se levantaron de sus mesas.

– La comida estaba mejor que nunca, señora McGill -dijo un hombretón de barba tupida y una gran sonrisa amistosa mientras se abrochaba el abultado abrigo. Al parecer, todo el mundo la llamaba señora McGill.

– Jared, cada vez me dices lo mismo -respondió McGill con una carcajada franca y confiada, mientras posaba la mano relajadamente en su hombro.

– Va a tener que abrir los lunes también. Seis días a la semana no es suficiente.

McGill abrió los brazos abarcando la sala y señaló las mesas que no se habían llenado.

– Con esa maldita obra de la carretera, imposible -dijo-. Los trabajos ya llevan doce meses de retraso. A este paso, tendré que cerrar más días, no menos.

Los hombres se marcharon. McGill llevaba una toalla de secar platos colgada al hombro; la cogió en la mano y empezó a pasarla por las mesas con la eficiencia de quien ha dedicado toda la vida a limpiar lo que otros ensucian.

Greene pensó en las notas que había leído sobre Sarah McGill. Nacida en Noranda, una pequeña ciudad minera del norte, cerca de Sudbury. Su padre era el farmacéutico del pueblo y su madre, maestra de escuela. Hija única, había estudiado ciencias naturales en la universidad y había obtenido una beca para hacer un posgrado en Inglaterra. En Londres, en la celebración del Día de Canadá, había conocido a un joven periodista, Kevin Brace. Volvieron a casa juntos, se casaron y tuvieron enseguida tres hijos. Cuando el pequeño tenía seis años, Brace se marchó.

La historia de Brace era más compleja. Su padre, hijo de una familia rica de Toronto, no tenía ningún interés en trabajar y pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo y frecuentando prostitutas. Cuando se casó con la madre de Kevin, tenía cuarenta y tres años. El chico también fue hijo único y, para su padre, era sobre todo un estorbo.

Una noche, cuando Kevin tenía doce años, su padre llegó a casa bebido y enfadado. Intentó agredir a la madre y el chico le plantó cara. El padre le hizo tal corte en la mejilla que le dejó una cicatriz indeleble. Kevin se dejó barba tan pronto pudo, para ocultarla, y no volvió a afeitársela más.

El padre fue conducido al Don. La mañana siguiente, lo encontraron muerto de un infarto. Cuando se abrió el testamento, no había dejado más que deudas. Hubo que vender el caserón en el que había crecido Brace y él y su madre se instalaron en un apartamento de Yonge Street, encima de una tienda de alimentación, donde vivió hasta que obtuvo una beca y se marchó a la universidad.

Greene observó trabajar a McGilclass="underline" coger la sal y la pimienta y dejarlos en una silla, pasar el trapo por la mesa, poner el salero y el pimentero en el centro. Sacar cuatro cuchillos, cuatro cucharas y cuatro tenedores de la cubeta metálica que llevaba con ella y preparar cuatro servicios. Limpiar las sillas. Ponerlas en orden. Recoger la cubeta de los cubiertos y pasar a la siguiente mesa.

Cuando llegó a la de Greene, McGill pareció sorprendida de que todavía quedara un cliente en el local.

– Estamos cerrando -anunció, al tiempo que apartaba un mechón rebelde de la frente con el dorso del antebrazo y señalaba con un ademán de cabeza a la joven camarera de la caja registradora-. Charlene le cobrará.

– La comida estaba de maravilla -dijo Greene-. ¿Lo hace todo usted?

Por primera vez desde que la veía, McGill dejó de moverse. Enseguida, emitió otra vez aquella risa profunda y atractiva.

– Nadie cruzaría medio país para comer sopa de lata…

Rápidamente, empezó a limpiar la mesa contigua a la de Greene. Él no se movió.

– Llevo levantada desde las seis -continuó ella-. Espero que no le importe, pero hemos de echar el cierre.

– Señora Brace, tengo que hablar con usted -dijo Greene con calma. Al oír su apellido de casada, Sarah McGill se puso tiesa como un palo. Continuó pasando el trapo-. Soy el detective Ari Greene, de la Policía Metropolitana de Toronto -se apresuró a decir-. Aquí está mi placa.

McGill dio la vuelta a la toalla y volvió a limpiar la mesa con ella. No levantó la mirada.

– Se trata de Kevin -añadió Greene.

McGill mantuvo la vista fija en la mesa mientras le daba un innecesario tercer repaso. Cogió el salero y el pimentero y los plantó en su sitio con un fuerte golpe. Le saltó sal a la mano y el salero volcó, dejando un reguero blanco sobre el mantel de plástico.

– Mierda -masculló McGill mientras agarraba el salero para ponerlo en pie otra vez-. ¡Mierda!

XXVI

El tranvía nocturno que circulaba hacia el oeste por College Street iba casi vacío cuando Daniel Kennicott subió. Habría podido enseñar la placa para no pagar, pero decidió buscar en el billetero y sacó los 2,75 dólares del trayecto. Contó a cuatro pasajeros más, cada uno sentado a solas junto a una ventanilla, mientras se dirigía al fondo del autobús. Agradeció sentarse, aunque el asiento de plástico fuese duro y frío.

Mientras el tranvía avanzaba raudo por las calles vacías, alejándose del centro, las luces de la ciudad fueron apagándose. Tan pronto cruzaron Bathurst Street, una comitiva de luces iluminó de pronto el vehículo. Más adelante, la calle estaba atascada de tráfico y las aceras hervían de gente que entraba y salía de los bulliciosos restaurantes y cafés. Habían llegado al barrio de Little Italy, uno de los puntos de vida nocturna más animados de la ciudad.