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Kennicott alzó la mano al cable que recorría el tranvía colgado del techo y dio el tirón de rigor para indicar que se apeaba en la siguiente. Bajó una manzana al oeste de Clinton Street, donde las vías tomaban hacia el norte. De las ventanas y puertas entreabiertas de los restaurantes que llenaban ambos lados de la calle salía música. Miró por los cristales del Café Diplomático, un popular local del lado norte. Estaba abarrotado de excitados comensales y de camareros con delantales blancos que iban y venían apresuradamente. El sonido de las risas y el aroma a masa de pizza recién horneada llegaban hasta la acera.

Cruzó Clinton y entró en la panadería Riviera. Gracias a Dios, estaba vacía. El aroma a queso con moho se combinaba con un punto de levadura de cerveza. La anciana italiana que atendía al otro lado del mostrador le sonrió.

– Todavía nos quedan dos -dijo, señalando el frigorífico que quedaba a la espalda del agente-. Recientes.

Kennicott se volvió y abrió la puerta de cristal. En el estante inferior, vio dos bolsas de plástico de masa de pizza apiladas una sobre la otra. Sacó la de abajo, escogió tres clases de queso -romano, mozzarella y parmesano-, y cogió también un paquete de plástico de pimientos rojos en escabeche y un envase de pepperoni. De nuevo en el mostrador, añadió a la compra un bote de corazones de alcachofa y señaló un tarro de aceitunas negras.

– Póngame unas cuantas de ésas, por favor -dijo.

La mujer asintió.

– Tenemos prosciutto curado para Navidad -le ofreció y, sin esperar su respuesta, alzó la mano y descolgó un jamón, con su gancho, de la larga barra del techo-. Tome -dijo, cortándole una loncha para que lo probara-. Le quedará mejor la pizza que con pepperoni viejo.

Kennicott se llevó la fina loncha a la boca. El sabor del jamón en la lengua le gustó.

– Doce lonchas -dijo, cogiendo el pepperoni para devolverlo al frigorífico.

La mujer le cogió el paquete de las manos.

– Deje, ya lo pondré yo.

Cuando salió a la calle con la bolsa de plástico de la compra, Kennicott se encontró detrás de una pareja que esperaba a que cambiara el semáforo. Incluso de espaldas, reconoció a la mujer. Observó que iban de la mano y apartó la mirada.

– Daniel -dijo una voz femenina.

Jo Summers, como siempre con el cabello sujeto en lo alto de la cabeza con aquel pasador, se había vuelto en redondo y lo miraba.

– Hola, Jo -respondió.

El acompañante se volvió también. Vestía ropa clásica y llevaba el pelo, rubio y algo ralo, perfectamente peinado. Kennicott calculó que tendría unos cuarenta y pocos años. En su rostro se dibujó una gran sonrisa.

– Este es Terrance -dijo Summers sin dar más explicaciones.

Terrance soltó la mano de Summers y le dio un firme apretón a Kennicott.

– Encantado de conocerte -dijo.

– Fuimos juntos a la facultad -explicó Summers-. Pero Daniel ha sido lo bastante listo como para abandonar la práctica.

– ¿De veras? ¿Y a qué te dedicas? -preguntó Terrance y su sonrisa pareció hacerse aún más ancha. Por un instante, Kennicott sintió el repentino impulso de responder: «me dedico a los bonos», como Nick en El gran Gatsby.

– A nada muy interesante -respondió Kennicott-. Sólo quería probar algo nuevo.

Kennicott miró a Summers, pensando que le revelaría que era policía, pero ella se limitó a extender la mano y a tocarle el hombro, como si dijera: «No te preocupes, seguro que estás harto de contarlo».

Varias personas se les echaron encima por detrás y Kennicott vio que el semáforo estaba verde.

– Tenemos una reserva en el Kalendar a las ocho -dijo Terrance, echando una ojeada al reloj-. Tiene un chef nuevo y ya sabes lo difícil que es encontrar mesa.

– Yo voy para allá. -Kennicott señaló con la cabeza hacia el norte de Clinton Street.

– Encantado de conocerte, Dan -añadió Terrance y se volvió hacia Summers. Ella intercambió una breve mirada con Kennicott antes de cruzar la calle. Terrance le pasó el brazo por los hombros y Kennicott esperó un momento para observar si ella también lo ceñía con el suyo. No lo hizo.

Segunda parte – Febrero

XXVII

Lo que incomodaba al señor Singh del invierno canadiense no era el frío. Al fin y al cabo, había soportado muchos meses gélidos cuando lo habían destinado a las montañas de Cachemira. Y había aprendido a aceptar la temperatura inconstante del invierno en Toronto: que una semana la ciudad estuviera bajo la influencia de una ola de frío polar y, a la siguiente, todas las pistas de patinaje naturales se fundieran.

No, no era la temperatura lo que lo molestaba. A lo que le costaba acostumbrarse era a la oscuridad. A finales de septiembre, el período de luz diurna empezaba a disminuir y, a mediados de octubre, era de noche cuando despertaba, de noche cuando cruzaba la ciudad y de noche cuando empezaba la jornada con el reparto en Market Place Tower. Resultaba muy lúgubre.

Pero aquella mañana, por primera vez en meses, cuando el señor Singh salía de su casa, advirtió un asomo de luminosidad en el cielo. Cuando llegó a Market Place Tower, el sol naciente iluminaba el vestíbulo. Una visión reconfortante.

El día siguiente era San Valentín, una peculiar costumbre canadiense. Los periódicos venían llenos de toda clase de bobadas sobre romances y bombones. Ni siquiera su propia familia era inmune a ellas, se dijo. La noche anterior, su nietecita Tejgi le había preguntado en la mesa:

– Abuelo Gurdial, ¿qué le regalas a la abuela Bimal por San Valentín?

– No es necesario que le regale nada por San Valentín -explicó el señor Singh a la niña-. La abuela sabe muy bien que la quiero.

Tejgi reflexionó un momento sobre aquello y añadió:

– Pero tú nunca le das besos a la abuela Bimal. ¿Es que los abuelos y las abuelas no se besan?

La ocurrencia, naturalmente, provocó risas en torno a la mesa.

– Mi niña -dijo el señor Singh-, hay más muestras de amor que los besos.

El señor Singh se sonrió al recordar la salida de su nieta mientras levantaba los primeros paquetes de periódicos de la pila del vestíbulo. La edición del día llevaba más páginas de lo habitual debido a todas las inserciones publicitarias que anunciaban estúpidas ofertas especiales por San Valentín. El señor Singh sacó la navaja del bolsillo, cortó la cuerda de plástico del paquete y abrió el primer ejemplar. Unos cuantos folletos de colores chillones se desparramaron por el suelo.

Era inimaginable que el Times of India llevase tal cantidad de bobadas, pensó mientras se agachaba a recoger los papeles. El Globe and Mail, que parecía considerarse el periódico de referencia en Canadá, era una publicación extraña. Llevaba muchos artículos sesudos sobre política canadiense -principalmente, lo que se cocía en Ottawa- y sobre asuntos internacionales, pero ofrecía otras tantas columnas escritas por periodistas que hablaban de sus experiencias personales: dormir en una tienda de campaña en la nieve (el señor Singh se preguntó por qué nadie había de querer hacer tal cosa), buscar canguro para que la autora y su marido pudieran ir a un restaurante por primera vez desde que naciera su hijo (¿dónde estaban, pensó el señor Singh, los padres de la mujer?) e incluso, para su absoluto escándalo, un artículo de una periodista acerca de comprarse sujetadores y sobre la forma de sus propios pechos. Este último, el señor Singh lo escondió rápidamente en la papelera.

Lo más asombroso era la cobertura del juicio del señor Brace. Al señor Singh lo tenía asombrado la cantidad de artículos que se había escrito sobre el caso desde la detención del caballero, en diciembre.