Al entrar en el vestíbulo vio al conserje, Rasheed, detrás del mostrador, con un ejemplar del Toronto Star abierto encima de éste. El Star, que se consideraba menos intelectual y más el «periódico del pueblo» que el Globe, más serio, traía aún más cobertura del asunto del señor Brace.
– ¿Qué escriben hoy del señor Kevin?-preguntó mientras se quitaba el grueso abrigo que Bimal seguía insistiendo en que se pusiera todos los días de invierno, sin importar qué temperatura hiciera, y lo dejó en una silla.
– Han encontrado a la primera esposa del señor Brace -dijo Rasheed-. Tiene un restaurante en el norte, en un pueblo. Viene una foto de ella. -El conserje volvió un poco el periódico para que el señor Singh la viera mejor.
– Al señor Kevin también le gusta cocinar -comentó Singh, torciendo el cuello para mirar. Era una foto con mucho grano, tomada desde cierta distancia, de una mujer mayor, atractiva, que llevaba un abrigo largo. Caminaba por un aparcamiento cubierto de nieve y lleno de camiones y motos de nieve.
– Según el artículo -dijo Rasheed-, el señor Brace conoció a su primera mujer en Londres, cuando era un joven periodista.
– ¿En Inglaterra? No tenía idea de que viviese allí -dijo el señor Singh mientras estudiaba a la mujer de la fotografía-. Tal vez fue allí donde aprendió a tomar el té como es debido.
– Dice que ella fue alumna de Oxford.
El conserje retrocedió medio paso cuando Singh se le acercó más.
– ¿Y qué estudió? -Singh inclinó un poco la cabeza para observar mejor la foto.
– Botánica. Trabajó en los Jardines Reales un año antes de volver a Canadá y fundar una familia. Hace años, en una entrevista para una revista, Brace declaró: «Fue amor a primera vista. Jamás pensé que ella se interesaría por mí, rodeada como estaba de todos aquellos genios».
– Esos artículos son una pérdida de tiempo -dijo el señor Singh mientras leía el pie de la foto.
Rasheed abrió el periódico por las hojas centrales. Había una doble página sobre Brace y su primera esposa, con instantáneas en familia y citas destacadas.
El señor Singh consultó el reloj. Llevaba un minuto entero de retraso.
– Hoy viene un largo reportaje -comentó el conserje, enfrascándose de nuevo en la lectura.
– Cotilleo ocioso -respondió Singh. Apoyó el peso del cuerpo en la pierna retrasada y se demoró un último momento estudiando una foto de la señora Brace, de joven. Era atractiva, no cabía duda. El señor Kevin, por el contrario, parecía desgarbado.
En aquel instante, el conserje dio un respingo,
– ¡Oh, vaya! Uno de sus hijos murió.
– Déjeme ver -dijo Singh, apoyándose ahora en la otra pierna.
– El mayor -continuó Rasheed, leyendo apresuradamente-. El único chico. Era autista. No hablaba.
– Qué desgracia -comentó Singh. En la foto, el señor Kevin parecía bastante alto. Rodeaba con el brazo a su primera esposa, que era mucho más baja. Delante de ellos, dos niñas miraban directamente a la cámara con unos grandes ojos castaños, iguales que los de su padre. Al lado del señor Kevin había un chico delgado, casi de su estatura, que tenía la cabeza vuelta a un lado y la mirada en la lejanía.
– Se separaron poco después de que el chico muriera -leyó Rasheed.
El señor Singh asintió:
– Como ingeniero jefe de los Ferrocarriles Nacionales de la India, traté con muchas familias. Un chico así representaría una gran carga…
Tras esto, recogió los periódicos y cruzó el vestíbulo. Ahora llevaba ya unos buenos cinco minutos de retraso. Qué difícil debía de haber sido para el señor Kevin, pensó Singh mientras tomaba el ascensor. Un hombre de tantas palabras, tener un hijo que no podía hablar.
XXVIII
El tráfico está imposible, pensó Daniel Kennicott mientras el enésimo semáforo se ponía en rojo sin que fuese capaz de doblar a la izquierda en el cruce. Movió la cabeza con disgusto. Unos años antes, cuando el SIF, el Servicio de Identificación Forense, se amplió y ya no cupo en la sede central de la policía, alguien tuvo la brillante idea de trasladarlo al quinto pino. Por eso estaba allí, en la parte norte de Jane Street, hogar del atasco permanente.
El motivo de que se diera aquella pesadilla de tráfico era frustrantemente obvio. Treinta años atrás, en el momento en que estaba creciendo la población inmigrante de la ciudad, los políticos de la época dejaron de construir metros. Una medida muy inteligente.
Mientras esperaba, Kennicott echó una mirada a un centro comercial situado a su izquierda y contó siete tiendas que reflejaban otras tantas nacionalidades. Leyó alguno de los rótulos: FRUTA TROPICAL; PRODUCTOS DE LAS INDIAS ORIENTALES Y OCCIDENTALES; GOLDEN STAR COCINA TAILANDESA Y VIETNAMITA; MOHAMMED CARNE HALAL; JOSÉ ESTILISTA CAPILAR; y los inevitables SERVICIOS BANCARIOS, PAGO DE CHEQUES, PRÉSTAMOS SOBRE NOMINA, ENVÍO DE DINERO AL EXTRANJERO. Aunque había nacido y crecido en el centro, al hacerse policía y conocer aquellos barrios extremos olvidados, Kennicott había desarrollado un gran afecto por la gente que vivía atrapada en ellos y que hacía funcionar la ciudad casi a pesar de sí misma.
Por fin, llegó al aparcamiento del SIF, entre una tienda de roti y un McDonald’s. El ruido de la autovía cercana lo asaltó al bajar del Chevrolet camuflado que había cogido en la brigada. ¿No se había podido escoger un lugar menos cutre? Si alguna vez un productor de televisión quería hacer una serie llamada CSI Toronto, seguro que no la rodarían allí, se dijo mientras se encaminaba al edificio desangelado y gris.
– Eh, buenos días, joven -dijo el agente Ho cuando acudió al vestíbulo a recibirlo-. Ya lo tengo todo preparado -añadió y condujo a Kennicott al laboratorio de huellas, una sala rectangular con una larga mesa de trabajo de acero en uno de los lados. Encima de ésta había un estante con frascos llenos de polvos de distintos colores y una colección de pinceles de plumas. En la pared de enfrente, Kennicott vio una gran máquina que parecía un horno de cocina, con una serie de rejillas en el interior, en cuya parte inferior había una tetera blanca de aspecto barato de la que salía un cable blanco. Y al final de la mesa de trabajo había otra máquina más pequeña, como una caja.
En el centro de la mesa, Ho tenía una inconfundible bolsa de pruebas con una etiqueta en la que se leía, en letras rojas: 17 DICIEMBRE, KEVIN BRACE, CONTRATO PARALLEL BROADCASTING, SIETE PÁGINAS, DET. HO.
– Para las huellas dactilares hay dos opciones -dijo Ho mientras se enfundaba unos guantes de nailon y señalaba la gran máquina parecida a un horno-. Este aparato se llama un procesador de ninhidrina. Yo lo llamo mi horno lento. Un par de horas y podremos ver las huellas a simple vista.
– ¿Para qué es el hervidor?
– Para el vapor. Mantiene húmedo el horno. También podríamos sostener las páginas sobre el vapor del hervidor directamente para revelarlas.
Ho abrió un recipiente de plástico de boca ancha, vertió un líquido amarillento en una bandeja rectangular y, con unas pinzas de goma, sumergió cada hoja en la bandeja.
– ¿Cuál es la otra opción? -preguntó Kennicott.
Ho señaló la caja del final de la mesa.
– Eso de ahí. Es nuestro horno DFO. Yo lo llamo mi microondas impresora. Sólo tarda doce minutos y cuece a cien grados centígrados, exactamente.
– Pero ¿tiene alguna desventaja?
– Sí. Se requiere una fuente de luz alterna para ver las huellas -respondió Ho, al tiempo que levantaba con los dedos un pedazo de plástico anaranjado y se lo llevaba al ojo como haría un jefe de boy scouts con una lupa-. Sólo hay que entrar ahí -indicó una pequeña cabina de un rincón de la sala, que le había pasado inadvertida a Kennicott-, encender la luz naranja, fotografiar las huellas y descargar la foto en el ordenador. Fácil -explicó Ho, muy ufano de sí mismo.