– Usemos el DFO, entonces. Cuanto más rápido, mejor -dijo Kennicott mientras buscaba algo en su maletín-. Le he traído una copia del contrato -añadió. Sabía que Ho tendría curiosidad por leerlo.
Ho cargó las páginas mojadas en el pequeño horno; luego, cogió el documento de manos del agente.
– Eh, ya me gustaría a mí firmar un contrato como éste -dijo mientras lo leía de cabo a rabo-. Un millón de pavos, una limusina, dieciséis semanas de vacaciones y los lunes libres. ¿Y nuestro Brace no lo firmó? Bien, ya tiene el móvil del asesinato, agente Kennicott.
– ¿Y cuál es? -preguntó Kennicott. El precio a pagar con Ho era tener que hacer siempre de serio para darle el pie en sus payasadas.
– La locura -exclamó Ho-. Hay que estar chiflado para no aceptar un trato como éste.
Quince minutos después volvían a estar en la mesa de Ho. A un lado había una pantalla de ordenador y al otro, un archivador lleno hasta los topes de fajos de documentos. Un gran acuario ocupaba una cuarta parte del espacio, con tres peces de colores en su interior.
– Éstos son Zeus, Goose y Abuse -dijo el detective, señalando los peces-. El inglés es la lengua más absurda del mundo. Tres maneras de escribir el mismo sonido. Mi pobre abuelo pagó el impuesto de capitación para venir a trabajar en el ferrocarril, no vio a su mujer durante quince años y nunca llegó a hablar una palabra.
Kennicott sonrió y observó que Ho guardaba su maletín y su mochila debajo de la mesa.
Ho tecleó ante el ordenador, descargó las páginas, en las que ahora eran claramente visibles las huellas, y las imprimió. Encima de la mesa tenía unas copias de las huellas de Katherine Torn y de Kevin Brace. Las de éste procedían de la ficha de su detención y las de Torn, de la autopsia. Ho buscó un cuentahilos entre el desorden de la mesa y estudió las de Brace.
– Eh, eche un vistazo a esto, joven -dijo, haciéndose a un lado para que Kennicott mirara por el cuentahilos-. ¿Ve esa línea que cruza el pulgar izquierdo de Brace? Es una cicatriz antigua. Observe que la piel se ha encogido alrededor.
Kennicott miró y distinguió la vieja herida con toda claridad.
– Cuando Brace tenía unos doce años -comentó-, su padre le rajó la cara con un cuchillo. ¿Cree que podría ser de esa época?
Ho, por lo general tan alborotado, bajó la voz.
– La piel no olvida nunca -asintió-. Es una herida defensiva. Probablemente, intentó parar el cuchillo con la mano.
Kennicott levantó la vista del cuentahilos. Ho estaba repasando el contrato. Tenía siete páginas.
– ¿Observa que no hay muchas huellas en las hojas interiores? Normalmente, la gente sólo toca la primera y la última -dijo Ho e hizo una demostración pasando las páginas.
– Tiene sentido -comentó Kennicott.
– He encontrado huellas de dos personas más -le informó Ho, yendo a la última hoja-. Aquí abajo, junto al espacio para la rúbrica. ¿Ve ese borrón grande? No es de un dedo, sino de lo que llamamos la palma de escritor. -Hizo una nueva demostración, fingiendo que sostenía un bolígrafo entre los dedos-. Suelen observarse donde la gente firma un documento. Apuesto a que es del tipo del dinero, Howard Peel. Está al lado de su rúbrica.
– Eso también tiene sentido -dijo Kennicott.
Ho volvió a la primera hoja.
– Aquí tenemos una huella diferente. También aparece en la página tres, cerca de donde habla del sueldo de un millón de dólares. Eche un vistazo.
Ho puso encima el cuentahilos. Kennicott se inclinó a mirar.
– Parece haber dos semicírculos, no uno solo -apuntó.
– Eh, muy bien, agente. Esos círculos los llamamos verticilos. Cuando aparecen dos juntos, como aquí, y van en direcciones opuestas, los llamamos verticilo de presilla doble. Alrededor de un cinco por ciento de la población los presenta.
Ho puso la huella en el escáner y la mandó a la base de datos central. Al cabo de un minuto, tenía una lista con los diez registros más parecidos. No había nombres, sólo números. Imprimió la hoja y dijo a Kennicott:
– Tengo que ir al almacén a buscar los expedientes de estos diez candidatos. Cuando los encuentre, volveré y los comprobaré manualmente, uno por uno. Usted quédese aquí. Y no les dé de comer a los peces.
Kennicott se alegró de quedarse unos minutos a solas y se dedicó a observar a los peces, que nadaban en círculos lentos y rítmicos. En la sala, varios agentes de identificación trabajaban en sus respectivos escritorios, concentrados en el monitor de su ordenador. Muchos de ellos, al tiempo que trabajaban, se zampaban el contenido de sus fiambreras de plástico de diferentes colores. Sobre un archivador negro, en una esquina, había una caja de pizza fría.
Ho regresó, entusiasmado, con un montón de expedientes:
– Eh, eh, eh, tengo la impresión de que he encontrado algo y de que se va a llevar una buena sorpresa, pero el protocolo exige que compruebe las diez huellas antes de decir una palabra. Así pues, tiene suerte: mis labios estarán sellados.
«¿Me lo promete?», estuvo tentado de preguntarle Kennicott. Sin embargo, se limitó a asentir con la cabeza.
Ho cogió los expedientes y se puso a comparar las huellas de la ficha con las de los documentos, uno por uno, llevando el cuentahilos de una a otro. El detective trabajó deprisa, con su corpachón inclinado sobre la pequeña lupa, dejando caer las carpetas al suelo cuando terminaba la inspección. Para alivio de Kennicott, guardó silencio durante unos minutos, pero no duró.
– Se puede tener toda la tecnología del mundo -dijo Ho cuando iba por el octavo. Kennicott observó que éste no lo arrojaba al suelo, sino que lo dejaba en la mesa-. Pero éste sigue siendo un proceso muy humano.
Examinó los dos últimos expedientes y por fin levantó la cabeza. Con su mano regordeta, tomó el que tenía en la mesa y lo agitó en el aire alegremente.
– Tengo una identificación -anunció y le entregó el expediente a Kennicott-. Eh, prepárese para una sorpresa.
Kennicott abrió la carpeta y dio un respingo.
– Sarah Brace, de soltera Sarah McGill.
Ho sonrió y señaló otros documentos del expediente.
– A finales de los ochenta participó en alguna protesta. Empujó a un policía contra una cristalera, que reventó. La acusaron formalmente y le tomaron las huellas dactilares.
Kennicott notó la boca seca.
– Eh, ya le he dicho que Brace podía alegar demencia. Su actual pareja y su ex esposa, las dos en la misma página. Es de locos.
Kennicott cerró el expediente enérgicamente.
– ¿Puedo hacer una llamada?-preguntó, con la cabeza a cien por hora-. Tengo que hablar con Greene.
XXIX
Ari Greene colgó el teléfono y echó una ojeada a la cocina vacía. Sólo llevaba una toalla, que se había envuelto a la cintura cuando se había levantado a atender la llamada. Llenó el hervidor con agua fría, lo conectó y luego, ajustándose de nuevo la toalla, se dirigió a la puerta de la casa. Abrió y se agachó con cuidado a recoger el periódico de la mañana. Mientras volvía a la cocina, lo desplegó y leyó el titular. Entonces, se detuvo.
Le llegó del dormitorio un leve rumor de sábanas y vaciló un Ínstame, como un camarero pillado entre dos mesas. Por un lado estaba el ruido del dormitorio y por el otro, el del agua que empezaba a hervir en la cocina. Empujó la puerta del dormitorio con el pie, abriéndola de par en par.
– Aquí tienes el Globe -dijo. Entró en la habitación casi a oscuras y dejó suavemente el periódico en la esquina de la cama.
– ¿Qué hora es? -dijo una voz de mujer debajo de las sábanas.
– Demasiado temprano. Tengo que irme -respondió él.
– He oído el teléfono.
– Vuelve a dormir -dijo él, retirándose de la habitación en penumbra-. Me ducharé en el sótano y así no te molestaré. -Abajo había un cuarto de baño, muy básico, que había instalado el anterior dueño de la casa, que alquilaba el sótano.