La sábana empezó a agitarse y, de pronto, saltó como una ola que se alzara de un mar en calma. Jennifer Raglan pulsó el interruptor de la lámpara de la mesilla de noche y se incorporó en la cama, meneando la cabeza. No llevaba camisón y sus pechos asomaron justo por encima del borde de la sábana. Alzó un brazo y se pasó la mano por el pelo sin hacer el menor intento de cubrirse. Una mujer más joven tal vez tendría un cuerpo más escultural, pensó Greene, pero no esa confianza. Raglan actuaba de aquella manera en el trabajo, desde su cargo de fiscal jefe de la oficina del centro de Toronto. Confiada, pero no arrogante.
Ari Greene se quedó mirándola. Ella buscó sus ojos. Cuando habían empezado su relación en secreto, Greene y Raglan habían llegado a un acuerdo tácito pero estricto: dejar el trabajo fuera de la alcoba. Dejó que el silencio se prolongara; era experto en eso.
– Gracias por el periódico -dijo ella finalmente, y alargó una mano sobre la cama para coger el diario al tiempo que, con la otra, tiraba de la sábana para taparse otra vez. Greene observó su sonrisa franca, no insinuante. Ésa era otra ventaja de tener cierta edad: la madurez.
– Era Daniel Kennicott, un agente del caso Brace -explicó-. Tenía una corazonada sobre el contrato de un millón de dólares que Brace no firmó, llevó el documento al FIS y ha descubierto en él las huellas dactilares de Sarah McGill.
Raglan dejó el periódico.
– Hum, la primera esposa -dijo. Greene asintió.
– Tengo que ir a verla. Vamos a tener unos días muy ajetreados.
– Yo tengo a los chicos el resto de la semana -dijo Raglan y abrió de nuevo el diario. Raglan tenía dos hijos adolescentes y una hija que todavía estaba en la fase muchachota-. Los Maple Leafs tienen problemas. Se ha lesionado el goleador y ahora sólo les queda ese veterano.
– Sí. Voy a intentar llevar a mi padre a un partido -comentó él-. Deséame suerte.
– Dúchate aquí arriba -propuso ella, señalando el cuarto de baño anexo-. Es mucho más agradable que el de abajo y ya no volveré a dormirme.
– Antes prepararé un té -dijo Greene.
En la cocina, el hervidor eléctrico portátil ya se había desconectado. Tiró el agua caliente y volvió a llenarlo con agua fría.
Cuando ingresó en Homicidios, Greene tuvo que ocuparse del caso de un profesor al que un alumno chiflado había matado a puñaladas. El hombre y su esposa eran los dos catedráticos y estaban en Canadá en un año sabático de la London School of Economics. No tenían hijos y la mujer, que se llamaba Margaret, se quedó a todo el juicio. La universidad le amplió el contrato y terminó viviendo en Toronto.
Una tarde, un año y medio después de que finalizara el proceso, cuando Greene se dirigía a su aparcamiento, la mujer apareció en la calle. Margaret intentó que pareciese un encuentro casual y Greene decidió actuar como si no hubiera reparado en lo evidente de su pequeña jugada.
Vivieron juntos durante los doce meses siguientes y, durante su convivencia, ella le enseñó a preparar el té como era debido. Al final, Margaret aceptó una oferta de trabajo en Inglaterra y cada año le enviaba fotos de ella con su nuevo marido y su hijita, junto con un surtido de tés.
«Primero calienta el hervidor. Después, pon agua fría. La caliente lleva demasiado rato en el depósito. Ten cuidado cuando hierva -le había aleccionado Margaret-. Apaga el fuego cuando el agua rompa a hervir. No dejes que pierda el oxígeno con el hervor.»
Agitó el agua caliente para que tocara toda la tetera, la volcó en el fregadero e introdujo dos bolsas de té blanco en ella. Calentó agua en otro recipiente hasta que empezó a hervir, la apartó del fuego, ladeó la tetera y vertió el agua con cuidado. «No viertas nunca el agua directamente sobre el té -había dicho Margaret-. Que sea la bolsa la que se empape en ella.»
Finalmente, puso la tapadera en la tetera, sin cubrir del todo la boca. «Y mientras dejas que se haga la infusión -había añadido Margare!, haciendo una demostración-, dale aire, déjalo que respire.»
Greene dejó reposar el té y se metió en la ducha. Se enjabonó la cabeza y dejó que el agua caliente lo bañara. Le sentó bien. Intentó explicarse la novedad. La huella de Sarah McGill en el contrato millonario sin firmar.
Buscó a tientas la pastilla de jabón y volvió el rostro a la alcachofa de la ducha. Se inclinó hacia delante y dejó que el agua le corriera por la espalda. Se alegraba de estar en el baño de arriba. La ducha del sótano tenía una alcachofa estrecha y, al salir, el suelo era de frío cemento. Estaba hecho un lío. Había algo más del piso de Brace que le había pasado por alto. ¿Qué era?
Una mano se deslizó entre sus dedos y le quitó el jabón. Jennifer tenía una piel suave y cálida. Le enjabonó los hombros, el cuello y el vientre. Te lo mereces, Ari, se dijo él. Todos sus pensamientos sobre el caso se difuminaron mientras arqueaba la espalda suavemente hacia ella, acercando su piel húmeda a la seca de ella, mojándola también.
XXX
Daniel Kennicott abandonó la sede del SIF y luchó con el tráfico en dirección al centro y al Ayuntamiento Viejo, donde obtuvo una citación para Howard Peel. Por si acaso el hombrecillo no quería hablar con él, lo obligaría a presentarse en el juicio. A continuación, se dirigió a toda prisa al despacho de Peel. Siempre era mejor no anunciar tu visita cuando le llevabas a alguien una orden de comparecencia. Resultó que el «Minimagnate de los Medios», como él mismo se llamaba, estaba dando una fiesta en su club de esquí privado, al norte de la ciudad. Eran casi las dos cuando Kennicott salió a la carretera. Debía darse prisa.
El sol empezaba a ocultarse tras la colina, lo más parecido a una montaña alpina en el sur de Ontario, cuando llegó al Club de Esquí Osgoode. El aparcamiento era inmenso y estaba abarrotado de una exposición asombrosa de coches caros: Lexus, BMW, Acura, Mercedes y toda suerte de todoterrenos de gama alta. Mientras buscaba un hueco, Kennicott pensó que debía de haber más dinero en aquel aparcamiento que en la mitad de países del África subsahariana. Al cabo de cinco minutos, encontró por fin una plaza casi al fondo del recinto.
Mejor. Si alguien lo veía bajar de su vulgar Chevrolet, sabría al momento que no podía ser un miembro del club. Después de recoger la citación, había pasado por su casa un momento a cambiarse. Había escogido la ropa con cuidado. Unos pantalones de pana, un jersey trenzado, una chaqueta de conducir y unas botas australianas hechas a mano. El calzado hace al hombre, le había enseñado su padre. Quería pillar por sorpresa a Peel y, para ello, tenía que poder acceder al exclusivo club y encajar en el ambiente.
Se celebraba la fiesta anual de los socios. Los telesillas habían cenado y grupos de hombres formaban corrillos con grandes vasos de plástico de cerveza en la mano y comiendo sushi fresco servido por un ejército de camareros. Reinaba una atmósfera de entusiasmada liberación. En un rincón, el hombrecillo era el centro de atención cerca de una gran chimenea de piedra. Llevaba un abultado mono de esquí que, aunque se lo había desabrochado, lo hacía parecer más bajo y un poco más rechoncho. Kennicott se le acercó por la espalda, con cuidado de no dejarse ver.
– Sí, tengo que decirlo -comentaba mientras hacía girar los cubitos de hielo en un vaso alto lleno de una bebida clara, probablemente vodka con soda, pensó Kennicott-. Vosotros quizá tengáis un despacho grande y lujoso en el centro, pero pasáis todo el día rodeados de otros tipos con traje y corbata. Yo, ¡ah!, pasaos por Parallel alguna vez. No se ve más que carne femenina de primera.
Uno de los acompañantes de Peel, un pelirrojo alto con el cuerpo como un tonel, dio un buen trago a su cerveza.
– ¿Y qué hay de esas mujeres estrellas de rock? Debes de conocer un montón de ellas.