– Sí. En Navidades haces turnos extra para ayudar a tus amigos. Pareces cansado. ¿Anoche trabajaste?
– Unas cuantas horas -mintió Greene, bastante seguro de que su padre sabía que no era cierto.
– ¿Hoy libras?
Greene señaló el busca que llevaba en el cinturón.
– Número uno en el orden de bateo -el «orden de bateo» era la lista de efectivos de reserva de la brigada de Homicidios-. Tal vez tenga suerte y sea un día pacífico.
Su padre le dio unas palmaditas en el hombro y pasó los dedos por la solapa de su chaqueta.
– Ese sastre tuyo, cada día cose mejor.
El padre de Greene, en el fondo de su corazón, seguía siendo sastre, el oficio que había tenido de recién casado en su pueblecito polaco hasta la mañana de septiembre de 1942 en que los nazis lo habían tomado. En la columna que los conducía a Treblinka, un amigo le contó a un guardia ucraniano que era zapatero remendón y en eso se convirtió. Cuando llegó a Canadá, abrió su propio taller en un barrio del centro que era un crisol de grupos étnicos europeos. Resultó que los nazis le habían proporcionado la instrucción perfecta. Dos años de remendar zapatos de judíos de toda Europa significó que conociera casi cualquier calzado que llegaba a sus manos.
– No puede ser de otro modo -respondió Greene, desabrochándose la chaqueta para enseñarle el interior-. Ha tardado dos meses en terminarla.
– ¡Dos meses!-resopló su padre-. Voy a hacerme un café. Tú, siéntate. ¿Quieres un té?
– No, papá, gracias -sonrió Greene.
Sentarse, sólo podía hacerlo en el sofá forrado de plástico. Había detestado aquel mueble desde que tuvo edad suficiente para invitar a casa a sus amigos, chicos ricos cuyos padres no tenían acentos raros, cuyos padres esquiaban y jugaban al tenis, cuyos padres no llevaban grabados números en los brazos.
Tantos años después, aún le habría encantado quemar el maldito sofá, pero era inútil discutir con su padre. Siempre lo había sido y, además, Greene estaba exhausto. Se dejó caer en el sofá y volvió a colocar en su sitio la mesilla para poner los pies en ella.
– ¿Los Maple Leafs han vuelto a perder?-preguntó su padre desde la cocina-. Me he dormido al final del segundo tiempo. Iban dos a cero a favor de Detroit.
– No lo vas a creer -respondió Greene-. Han marcado tres goles en el último tiempo y han ganado tres a dos.
– Sí, increíble -dijo el padre-. Bueno, han ganado un partido, pero siguen siendo malísimos.
Greene movió la espalda, intentando acomodarse, e hizo una mueca de disgusto al oír el crujido del plástico bajo su peso. Era el único judío en Homicidios y ganaba muchos puntos entre sus compañeros supliendo turnos por Navidad. A él no le importaba trabajar en esas fechas.
Para un astro en alza en la brigada, con sólo un caso sin resolver, aquella época del año era una mina. Los tres últimos diciembres había tenido tres homicidios, pero el actual estaba siendo tranquilo.
El aroma a café instantáneo llegó hasta el salón. Greene aborrecía aquel olor desde que era niño. Se movió ligeramente en el sofá. El buscapersonas que llevaba sujeto en la parte de atrás del cinturón se le enganchó en el plástico.
– Papá, prueba esa crema de queso que te traje el viernes.
– La estoy buscando. Tal vez no la envolví bien. Al cabo de tres días, se pone rancia -respondió el padre desde la cocina-. ¿Te apetece mermelada de frambuesa?
– Claro, papá.
A Greene le pesaban los párpados. Por mucho que aborreciera el sofá, en aquel momento incluso lo encontraba confortable. Se llevó la mano atrás, soltó el buscapersonas del cinturón y lo dejó a un lado. Así estaba mucho más cómodo. Y se sentía tan cansado… Los ojos empezaron a cerrársele.
De repente, se irguió en el asiento con un crujido del duro plástico y cerró la mano en torno al busca, que había empezado a zumbar frenéticamente.
IV
A-l-i-m-e-n-t-o-s
T-o-d-o-e-l-d-i-n-e-r-o
T-o-d-o-l-o-d-e-A-w-o-t-w-e
T-o-d-o-m-i-d-i-n-e-r-o
Ésta es la cuestión: Todo mi dinero, pensó Awotwe Amankwah mientras continuaba haciendo garabatos en el dorso de su bloc de notas. Gracias a la Honorable Jueza Heather Hillgate y a su sentencia definitiva de divorcio, en adelante tendría acceso a Fátima y Abdul los miércoles, de cinco y media a nueve, y los sábados por la tarde, de dos a cinco, más una llamada por teléfono cada noche, entre siete y media y ocho. Y basta. ¿El precio que debía pagar? Ochocientos dólares al mes de pensión alimenticia.
«Si quiere que sus hijos pasen la noche con usted, búsquese una casa propia», lo había aleccionado la jueza la última vez que se habían visto en el tribunal. Claire había estado presente entonces, modosa y recatada como la esposa de El show de Bill Cosby y respaldada por sus caros abogados, que presentaban recursos contra él casi más deprisa de lo que su ex cambiaba de amante. Amankwah ya no podía permitirse abogados, por lo que no tenía ninguno que lo representara.
Volver al tribunal para conseguir su siguiente victoria, tener a los niños alguna noche, iba a llevarle meses… y un dinero que no tenía.
Para cumplir la obligación que le había impuesto la jueza, Amankwah tenía que hacer aquel turno de medianoche en la sala de radio del Toronto Star, el periódico de más tirada del país, donde trabajaba desde hacía casi un decenio.
La sala de radio -también conocida como la Caja, la Sala de Goma y la Sala del Pánico- se hallaba en el extremo norte de la enorme redacción del Star.
En realidad no era una sala, sino un pequeño despacho de tabiques de cristal repleto de una impresionante colección de cacharros. Entre ellos había cinco receptores, aunque sólo funcionaban dos: el de la policía y el de las ambulancias. Estaban conectados permanentemente, igual que el canal de noticias veinticuatro horas de la tele que, en plena noche, pasaba anuncios sobre equipamiento de cocina o de gimnasia en casa. Para completar la cacofonía permanente, se oía de fondo la emisora de radio con noticias durante las veinticuatro horas.
Amankwah tenía que estar pendiente de todo aquello, además de los mensajes de dos servicios de noticias distintos que aparecían en la pantalla del voluminoso ordenador del rincón. Y también estaba la larga lista de llamadas que debía hacer cada hora a las centrales de la policía no sólo del área metropolitana de Toronto, sino también de los barrios alejados y de las poblaciones limítrofes: Durham, Peel, Halton, Milton, York, Oakville, Aurora o Burlington.
Toda aquella zona era conocida como la Herradura de Oro y constituía el quinto centro urbano en tamaño de Norteamérica, por lo que había una gran extensión de territorio que cubrir. También había que ponerse en contacto con todos los servicios de bomberos, ambulancias y hospitales, así como con la Policía Provincial de Ontario y -no debía olvidarlo nunca- con la gente de loterías. Cuando no había actividad, se esperaba de él que repasara las necrológicas del día para ver si traían alguna cosa de relevancia.
De entrada, el empleo podía parecer desconcertante, pero era un trabajo estrictamente para novatos, para becarios de periodismo. No debería estar haciéndolo un reportero veterano como él.
Amankwah tenía permanentemente conectada su Blackberry para recibir mensajes electrónicos de los reporteros que estaban sobre el terreno y por si les ocurría algo a sus chicos. Tras los cristales del despacho, suspendida sobre la amplia redacción casi vacía, una fila de relojes de pared reflejaba la hora local en una serie de grandes ciudades del mundo: París, Moscú, Hong Kong, Tokio, Melbourne y Los Ángeles. Amankwah los contempló con los ojos soñadores con que un chico pobre vería pasar por la calle una limusina. Había querido ser corresponsal extranjero, el primer reportero negro del Star en ser enviado al extranjero. Sin embargo, ahora, el sueño se había hecho añicos. Miró el reloj donde se leía hora local. Eran las 5.28; quedaba media hora. Después, tendría cuatro horas para volver al apartamento de su hermana en Thorncliffe, donde ella lo dejaba dormir en un sofá, darse una ducha y regresar para empezar su turno habitual, a las diez.