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Escupió el chicle apenas mascado a un montón de nieve sucia.

Kennicott pensó en cómo el hombrecillo sostenía el vaso con los cubitos, en cómo lo había apurado de un gran trago. Lo había hecho como un auténtico bebedor.

– ¿Cuánto tiempo estuvo enganchado a la bebida? -preguntó.

Peel le lanzó otra mirada furiosa.

– Cinco años. Fue fatal. Casi lo perdí todo.

El policía asintió.

– Kennicott, no sé por qué terminó muerta, pero si quiere llevarme a declarar para enterrar a Katherine por segunda vez, adelante.

– Se subió la cremallera de la chaqueta con un sonido frío, susurrante-. Caerá sobre su conciencia, no la mía.

Peel abrió la puerta y desapareció en el calor del chalé.

Un momento después, la puerta se cerró con un sonoro ruido metálico. Kennicott contempló el aparcamiento de los millonarios, envuelto en sombras, y supo que el regreso hasta su coche iba ser largo y gélido.

XXXI

Lo peor de salir de Toronto era el tráfico endemoniado. Eran más de las once y media y uno pensaría que la hora punta ya había pasado, sobre todo en sentido de salida de la ciudad. Muy al contrario, Ari Greene estaba metido en un atasco en la avenida Don Valley Parkway, en dirección nordeste. No era de extrañar que, entre los sufridos conductores que debían recorrerla cada día, en lugar de «Parkway», fuera más conocida como avenida «Parking».

Cuarenta minutos más tarde, cuando llegó de una vez al final de la vía y salió a una carretera rural de dos direcciones, todo cambió. Los coches se hicieron más escasos y, a diferencia de la ciudad, donde sólo quedaba un asomo de invierno, los bosques estaban llenos de nieve. Durante las dos horas siguientes, mientras conducía hacia el norte, luego hacia el este, luego al norte otra vez, el paisaje se hizo aún más blanco. Sin embargo, allí, las calzadas estaban impolutas. En las calles secundarias de Toronto, unos pocos centímetros de nieve podían durar varios días; en el norte, en cambio, cuidaban muy bien sus carreteras.

El único tráfico lento lo encontró en un tramo de la vía en obras, casi cuando llegaba a su destino. Así pues, eran casi las tres cuando entró en el aparcamiento del Hardscrabble Café. Enormes montones de nieve se apilaban a todos los lados del recinto y le daban el aspecto de un búnker.

Llegó hasta Greene el aroma, ahora familiar, del pan recién hecho. Había leído que el olfato es el único sentido que tenemos plenamente formado cuando nacemos y el último que perdemos al morir. A menudo, cuando un testigo intentaba recordar algún detalle, él le preguntaba si podía recordar el olor de algún lugar. Había observado que, como una canción en la radio del coche, cuando sucede algo insólito, un olor podía fijar un punto en el tiempo en la mente del testigo. Resultaba sorprendentemente eficaz.

Durante el largo trayecto, Greene le había estado dando vueltas en la cabeza a la llamada de Kennicott respecto a la presencia de huellas de Sarah McGill en la propuesta de contrato de un millón de dólares que le había hecho Howard Peel a Brace.

Greene revivió su primer encuentro con McGill en su cafetería, en diciembre. Recordó cómo la había visto limpiar las mesas, la sorpresa que se había llevado ella al verlo allí todavía y su reacción cuando la había llamado»señora Brace» y se había identificado.

– Mierda -había dicho ella. El exabrupto había parecido impropio de aquella mujer, formal y sumamente disciplinada. McGill se había detenido y lo había mirado directamente a los ojos-. Ya sabía que, tarde o temprano, aparecería alguien.

– No quería hablar con usted delante de sus clientes, pero no localizamos un teléfono a su nombre -había dicho él, y ella le había puesto la mano en el hombro.

– No tengo teléfono, detective Greene.

– ¿Y si alguien necesita ponerse en contacto con usted? -había preguntado él.

Con relajada confianza, McGill había replicado:

– Siempre puede mandarme una carta, detective. Llega en sólo dos días, desde Toronto. -Le había dedicado una sonrisa cálida y otra de sus risas-. Se ha quedado atascado en esas obras de la carretera, ¿no?-había añadido y, cuando él le había contestado, «media hora», ella había sacudido la cabeza-. Prometieron que tardarían nueve meses, pero llevan dos años. No ayuda al negocio, se lo aseguro.

– Tengo unas cuantas preguntas -había dicho Greene y, con un gesto de asentimiento, McGill había acercado una silla y, buscando en el bolsillo del delantal, había sacado un paquete de cigarrillos. Sarah McGill jura y fuma, se había dicho él. Fue algo que encontró sorprendente y encantador.

McGill retiró el celofán del paquete de cigarrillos, lo abrió y golpeó la esquina inferior para sacar un cigarrillo. No salía. Dejó el paquete.

– Aquí todos fuman, detective. Empecé hace unos meses. Bastante raro, ¿no cree?, que una mujer de sesenta años empiece a fumar por primera vez en su vida.

– No parece que se le dé muy bien -replicó Greene señalando el paquete.

McGill sonrió. Levantó la mano izquierda.

– Perdí el dedo de niña. Mi padre me llevó de visita a la mina y fisgoneé por donde no debía. Cuando era adolescente, me daba demasiada vergüenza sostener un cigarrillo, así que probablemente fui la única del pueblo que no fumaba. -Se encogió de hombros y volvió a coger el paquete-. Lo dejaré pronto. ¿Qué necesita saber?

Habían hablado durante una hora. Lo que ella contó parecía bastante sincero. Cuando el hijo mayor de Brace y McGill, Kevin júnior, tenía dos años y medio, le diagnosticaron autismo grave. Durante años, mientras su hijo se sumergía en su propio mundo silencioso, los padres lucharon y se esforzaron. Cuando alcanzó la pubertad, se volvió grande y violento. Por entonces, sus hijas Amanda y Beatrice tenían ocho y seis años y ya no era seguro tenerlo en casa. La Asociación de Auxilio Infantil lo tomó a su cuidado. La tensión de todo aquello no tardó en terminar con su matrimonio. Brace se fue con Katherine Torn y McGill decidió volver a casa, a Haliburton.

– Es curioso, esto del norte -había comentado ella-. Si creces aquí, se te mete bajo la piel. Los colegios eran mucho mejores en la ciudad, así que las niñas se quedaron con Kevin durante unos años. Fue difícil, pero era la decisión más acertada. Kevin fue un buen padre. Y siempre pagó la pensión. Yo compré este local y lo he llevado desde entonces.

– ¿Y Kevin júnior?

McGill se había limitado a encogerse de hombros, abrumada de pena.

– Es tan duro… Ahora es de lo más dócil y apacible. Procuro ir a verlo cada semana. Lo saco a comer.

– ¿Y a sus hijas les va bien?

– Las dos están embarazadas. ¡Qué afortunada soy!-había exclamado con una sonrisa; luego, se había desperezado estirando los brazos con un bostezo-. He tenido un día muy largo, detective. Empiezo a hacer pan a las cinco. Lo he hecho todos los días durante los últimos veinte años.

Greene había vuelto a casa impresionado de la gracia y fortaleza de Sarah McGill.

En esta ocasión, la cafetería tenía aún menos parroquianos que en su anterior visita. Greene distinguió una mesa en el rincón del fondo y se abrió paso entre los clientes, en su mayoría hombres con jerséis gruesos y botas pesadas. Los moteros de nieve llevaban sus monos negros de una pieza, con la parte superior bajada y enrollada a la cintura.

– Siento la espera -dijo Charlene, la camarera que le había servido la otra vez-. Nuestro especial de hoy son espaguetis con carne, con una salsa hecha con nuestros propios tomates frescos.

Greene tenía hambre. Había conducido sin parar desde la llamada de Kennicott.

– Suena bien. ¿Cómo es que tienen tomates en esta época del año?

La camarera miró a Greene por encima del bloc.

– La señora McGill estudió botánica. Los envasa frescos en otoño.

Greene dio cuenta del plato despacio y esperó pacientemente a que el restaurante se vaciara. Los hombres se parecían mucho a los que había visto allí en su visita anterior. Corpulentos, informales, confiados. Y todos eran blancos. Al vivir en Toronto, Greene no estaba acostumbrado a entrar en un local donde sólo hubiera caucásicos.