Sí, se dijo Fernández con una sonrisa. Acostarse temprano con Marissa: la perspectiva era espléndida.
En aquel momento, lo sobresaltó una ligera llamada a la puerta. El vigilante de noche había pasado hacía diez minutos y no había oído entrar a nadie más.
– ¿Quién es?
– Hola -susurró una voz familiar. La puerta se abrió lentamente y Marissa apareció en el pasillo a media luz, con el abrigo largo y las botas feas.
– ¿Qué haces…?
– ¡Chist! -dijo ella. Entró, cerró la puerta a su espalda y bajó la luz del minúsculo despacho.
– ¿Cómo has…?
– No te levantes. Convencí al vigilante -dijo ella mientras rodeaba la mesa.
– ¿Qué le has dicho?
– Le he dicho: «Disculpe, señor, vengo trayendo un poco de nutrición a mi marido porque trabaja hasta muy tarde». -Marissa volvió la silla de Albert hacia ella.
– Se dice «vengo a traer» -la corrigió él-. Y no se usa «nutrición», sino «comida».
– No. Nutrición -insistió ella mientras abría el abrigo. A pesar de la penumbra, Fernández observó que iba desnuda debajo-. He estado estudiando el idioma -continuó mientras se sentaba a horcajadas encima de él y acercaba el pecho a la boca de su marido-. Esto es nutrir, ¿no?
Feliz San Valentín con un día de adelanto, pensó Fernández al notar que Marissa alargaba la mano, le desabrochaba el cinturón y le bajaba la cremallera del pantalón. Mientras él se deslizaba dentro de ella, la silla empezó a chirriar al tiempo que rodaba hacia atrás.
En aquel instante, oyó que a lo lejos se abría una puerta. El sonido procedía de la entrada accesoria que los fiscales utilizaban por la noche.
– Esto es lo último y lo más grande -dijo una voz profunda de varón. Era Phil Cutter. ¿Qué hacía en la oficina tan tarde?
Fernández acercó los labios al oído de Marissa.
– ¡Chist…! -susurró. Ella asintió, pero Albert no supo si estaba respondiéndole que sí o si sólo era consecuencia de su rítmico mecerse encima de él.
– Déjame ver eso…
La segunda voz era más suave, femenina. Se trataba de Barb Gild, la compañía constante de Cutter.
Marissa incrementó el ritmo mientras Albert oía aproximarse los pasos de Cutter y Gild. Ella le agarró la cabeza, la bajó hacia su pecho y la aplastó contra el pezón.
– Ese condenado Brace se cree muy listo -dijo Cutter y su risa resonó en la oficina desierta. Él y su acompañante ya estaban casi delante de la puerta del despacho.
Fernández contuvo la respiración. Abrió las piernas y apoyó los pies en el suelo con firmeza, en un intento de silenciar los chirridos de la vieja silla de funcionario y de moderar el ímpetu de Marissa. Sin embargo, ella continuó su cabalgada, ajena a todo.
– ¿Qué ha escrito esta vez? -preguntó Gild. Ella y Cutter se habían detenido a mirar algo a la puerta misma del cubículo. Marissa le apretó la nuca; Albert la agarró de la muñeca con todas sus fuerzas. Cutter y Gild podían oírlos.
Sin embargo, Cutter se echó a reír.
– Es fantástico -comentó. Fernández oyó que se ponían en marcha de nuevo y que se alejaban por el pasillo-. Echa un vistazo, Barb…
La voz de Cutter empezaba a perderse y Fernández intentó aguzar el oído, pero Marissa le había tapado las orejas con sus manos al tiempo que le desplazaba la boca al otro pecho.
– Si Parish descubriera alguna vez que tenemos este… -La voz ele Cutter se desvanecía.
Albert intentó apartarse de Marissa para escuchar mejor, pero las voces ya eran inaudibles, ahogadas por el ruido de la fotocopiadora situada enfrente del despacho de Gild.
– ¿Qué sucede? -le susurró Marissa al oído.
Eso es lo que me pregunto yo, pensó Fernández, ¿En qué andan metidos Cutter y Gild?
– Pobre Albert -continuó ella-. Demasiado trabajo…
El contacto de su rostro con la piel de Marissa lo devolvió a la realidad de ella. Poco después de casarse, a Fernández no le quedaba ninguna duda de que, si bien él era virgen cuando había llegado al matrimonio, ella ya tenía experiencia en el sexo. No habían hablado del asunto pero, muy pronto, ella se había convertido en la maestra y él, en un alumno dispuesto.
Y ahora se había distraído. La había disgustado.
Pero ella no parecía disgustada. Se la veía decidida.
– Demasiado trabajo -asintió él.
– No, no -replicó ella y bajó de nuevo la mano a su entrepierna-. No suficiente nutrición.
XXXIII
Lo primero que notó Ari Greene cuando pasó por delante del calabozo, la gran celda para presos varones en las entrañas del ayuntamiento Viejo, fue el olor ofensivo. Ciento cincuenta hombres, la mitad de los cuales al menos no se había duchado desde hacía días, la mayoría con monos naranja de presidiarios, deambulaban por ella arrastrando los pies por el suelo de cemento. A los pocos que vestían de calle debían de haberlos detenido la noche anterior y habrían dormido en la comisaría de policía a la que los hubieran llevado antes de ser conducidos al juzgado para la vista de la fianza. Los demás procedían del Don.
Greene tuvo buen cuidado de no detenerse y de no mirar. Por lo que hacía a los presos del calabozo, sólo sería un policía más pasando por el lado libre de los barrotes.
Al fondo había una salita sin ventanas con una mesa y dos sillas de metal, todo ello atornillado al suelo. Era la sala de visitas de «R. P.». El régimen protegido se aplicaba a los presos que era necesario mantener apartados de la población reclusa general por su propia seguridad; normalmente abarcaba a los acusados de delitos de pedofilia y los agentes del orden involucrados en delitos. A diferencia de la galena con cristales de seguridad donde los presos se reunían en masa con sus abogados y tenían que arrimarse al cristal y hablar a gritos por la pequeña rendija para hacerse oír, aquella salita era privada.
Greene ocupó la silla más alejada de la puerta y esperó con paciencia los diez minutos que tardaron en traer a Fraser Dent.
Greene se había entrevistado tres veces con Dent en aquella sala desde la noche que se habían conocido en el Ejército de Salvación.
Dent lo saludó con un leve gesto de cabeza. Llevaba el mono naranja como un cómodo pijama viejo. Calzaba unas zapatillas azules carcelarias con la parte trasera pisada para mayor comodidad, como un auténtico recluso condenado.
El guardia sacó las llaves. Al oír el tintineo metálico, Dent se volvió y esperó con paciencia a que le quitaran las esposas.
Cuando el guardia hubo salido, el preso se volvió a Greene y se encogió de hombros. Parecía que llevara varias semanas en la cárcel. Sus cabellos, fibrosos como la peluca de un payaso, estaban grasientos, iba mal afeitado y tenía las uñas roídas. Sus ojos azul celeste estaban apagados y vacíos.
– Buenos días, detective -dijo con voz gruñona.
– ¿Cómo le va, señor Dent? -Greene, que se había levantado a recibirlo, volvió a sentarse y sacó un par de cigarrillos de un bolsillo de la chaqueta.
– Podría ir peor -respondió Dent. Se sentó enfrente de él y bajó la vista-. Hice que a Brace y a mí nos trasladaran a la quinta planta, al ala hospitalaria. Lejos de los tíos malos y del bullicio. Al fin y al cabo, tener que limpiar unos cuantos orinales no es tan terrible. Y allí tienen televisión, el canal de deportes. Malditos Maple Leafs, ¿eh?
Greene sonrió. A principios de enero, los Maple Leafs habían tenido una racha increíble: habían ganado a equipos que estaban muy por encima en la clasificación y habían vuelto a ser candidatos a entrar en las eliminatorias finales. La ciudad había vibrado con el equipo, los programas de radio se habían llenado de llamadas telefónicas optimistas de unos fans que declaraban «llevar sangre blanquiazul en las venas». El padre de Greene incluso había hablado de ir a ver un partido en directo.