Imposible.
No importaba. Como era de esperar, a mediados de mes el equipo ya estaba encadenando derrotas otra vez, para infinita amargura de su padre, que no volvió a hablar de comprar entradas. La teoría más reciente de su padre para explicar los apuros del equipo era que el portero no servía, que era demasiado joven y necesitaban fichar a un veterano.
– Este año pueden llegar a la final un equipo de Tampa y otro de Carolina -había dicho con frustración unas noches antes, después de que el equipo de Toronto encajara su cuarta derrota consecutiva-. ¡Pero si ahí ni siquiera tienen pistas de patinaje!
– Déjalo, papá -había dicho Greene-. Los Maple Leafs no han ganado desde 1967.
– Lo sé, lo sé -había respondido su padre-. Estoy esperando. Sé esperar a que lleguen las cosas.
– Mi padre es seguidor de los Maple Leafs de toda la vida -dijo Greene mientras le pasaba unas cerillas a Dent-. Lo están volviendo loco.
– Que echen al entrenador -dijo Dent-. ¿Lo vio anoche? Quedan dos minutos de partido y saca al defensa de cierre a disputar un saque neutral.
Greene asintió y acercó el vaso de porexpán para que Dent lo usara de cenicero. Había dejado a propósito un culo de agua en el vaso. Dent encendió el cigarrillo y dio unas cuantas caladas profundas. Greene aguardó con paciencia.
– Brace todavía no ha dicho una maldita palabra -explicó Dent, expulsando el humo a un lado, y fijó la mirada en la pared a su izquierda-. Ni una maldita palabra -repitió-. Al principio, se me hacía raro, pero ahora ya me he acostumbrado. No estoy seguro de qué haría si ahora, de repente, empezara a hablar.
– ¿Sigue escribiendo notas? -preguntó Greene.
– Sí. En su bloc. Nos da lecciones a todos. Nos escribe notitas.
Y cuando jugamos al bridge, se limita a hacer gestos con las manos.
– ¿Brace te ha preguntado algo acerca de ti?
– En realidad, no necesita hacerlo. He seguido su consejo, detective, y me he dedicado a hablar de mí mismo siempre que me ha apetecido. Es como tener mi propio terapeuta, veinticuatro horas al día y siete días a la semana. Incluso me paso la mitad del tiempo tumbado en mi litera, como con los psiquiatras de verdad a los que me enviaba el banco. -Dent soltó una carcajada grave, gutural, que se cortó cuando empezó a toser-. Antes de que todo se fuera a la mierda.
– Y de que defraudaras medio millón de dólares de sus arcas.
– Lo que sea -aceptó Dent y dio otra calada al cigarrillo.
– ¿Qué lee Brace? ¿Periódicos?
– Los devora. Todas las páginas, hasta la última palabra. Hace los crucigramas con estilográfica, maldita sea.
– ¿Y libros?
– Los que le llegan a las manos. Misterio, policiacos, biografías. No parece que le importe el tema.
– ¿Algo más?
– Es todo, amigo. El compañero de celda más fácil que he tenido nunca.
Greene se recostó en el respaldo de la silla y miró a Dent directamente a los ojos. El preso mantuvo los suyos vueltos hacia la izquierda. Atraído finalmente por el silencio, miró a Greene, pero bajó la vista enseguida. Arrojó al suelo el cigarrillo a medio fumar y lo retorció con el talón de la zapatilla, que hizo un ruido chirriante en el suelo de cemento.
– Dent, eres un tipo listo. ¿Por qué crees que Brace está tan callado?
Dent arrastró la colilla y la aplastó con la punta de la zapatilla.
– No es fácil de explicar -dijo por último.
Greene notó que Dent estaba protegiendo a su compañero de celda.
– ¿Por qué no lo intentas?
– Recuerdo cuando ese hombre estaba en la radio. ¡Señor, vaya si largaba! Quizá se ha cansado de hablar.
– Una teoría muy original -dijo Greene.
Dent se encogió de hombros. Recogió la colilla, se remangó la pernera izquierda del pantalón y la guardó en el calcetín gris junto con el otro cigarrillo entero.
– Parece bastante feliz.
– ¿No ha mencionado nada sobre su caso?
– Escribió que mañana tiene la vista preliminar. ¿Por eso estamos hablando ahora?
– ¿Te ha dicho que el juez es Summers?
Dent se puso en tensión.
– Maldito Summers -masculló-. El señor Academia Naval. No lo trago. Una vez me condenó a seis meses por robar unas aspirinas en una tienda.
– ¿Esa vez en que un joven empleado te siguió y terminó atravesando una cristalera del empujón que le diste?
– Sí, lo que sea -dijo Dent-. Summers es un cabrón.
– Sabemos que Brace recibe visitas de su abogada. ¿Viene a verlo alguien más?
Dent dijo que no con la cabeza.
– ¿Se relaciona con algún preso más?
– Sólo con los dos tipos con los que jugamos al bridge. Y con el señor Buzz, el mejor guardia del Don. Dejó que nuestros compañeros de partida subieran a la quinta porque se lo pedimos. Ahora, él también está aquí. Dice que es nuestro guardaespaldas.
– Háblame de los compañeros de cartas.
– No hay mucho que contar. -Dent se encogió de hombros-. Uno es un viejo jamaicano que espera un juicio por asesinato. El otro es un viejo indio norteamericano. Dice que era maestro de escuela, con mujer e hijos y todo eso, hasta que empezó a beber otra vez.
– ¿Qué dicen ellos de Brace?
– Que es un jugador de bridge de primera. -Dent volvió a encogerse de hombros.
– La vista previa será en mayo -dijo Greene, refiriéndose a la audiencia judicial anterior al juicio.
Dent se pasó las manos por la cara.
– Mire, detective, ahora que estoy en el ala hospitalaria, aguantaré en este puesto mientras duren las eliminatorias. Eso será a finales de mayo. Pero hasta entonces y basta. Cuando termine el hockey, salgo de aquí.
– Esperemos que Brace empiece a hablar antes. -Greene buscó en el bolsillo y le pasó un paquete de pastillas de menta.
– Esperemos que el equipo consiga meterse en las eliminatorias -dijo Dent. Sacó un puñado de pastillas y se las llevó a la boca. Las demás desaparecieron en su manga. Se levantó y golpeó la puerta con el pie en un punto en el que había marcas de muchas patadas previas.
– Será mejor que el guardia venga a buscarme enseguida -dijo-. Si estoy ausente mucho rato, esos tipos empezarán a sospechar.
Greene se levantó. Un guardia abrió la puerta y Dent, como si ya se lo hubiera pedido, se volvió y se llevó las manos a la espalda. Greene escuchó el chasquido de las esposas al abrirse y, a continuación, el lento sonido chirriante de las piezas de metal al encajar y cerrarse.
Era un ruido desagradable, mucho más que el de las uñas rascando una pizarra. Cada vez que lo oía, Greene daba un respingo.
XXXIV
Desde la detención de Brace, Daniel Kennicott había sintonizado cada mañana el nuevo programa para ver cómo manejaba Donald Dundas la que debía de ser una situación muy delicada. Los primeros días, la emisión se desarrolló como de costumbre, con Dundas de mero locutor sustituto. Por vacaciones de Navidad, desapareció de antena, reemplazado por la insulsa programación local de los centros regionales. En enero, el programa volvió con un nuevo nombre, Llega la mañana, y Dundas instalado como conductor permanente. No se hizo ninguna mención a la situación de Kevin Brace, encerrado en una celda del Don bajo la acusación de asesinato en primer grado.
Aquello le recordó a Kennicott a los cerdos de Rebelión en la granja, que se escabullían de noche hasta los rótulos y borraban constantemente las normas. Kevin Brace, como Bola de Nieve en la novela de George Orwell, había sido borrado de los libros de historia.
Dundas era un presentador competente, capaz de hablar con conocimiento sobre diversos temas con los invitados, pero sus entrevistas carecían de la profundidad que Brace había llevado a las ondas. Su humor era demasiado blando y le faltaba la lengua afilada de Brace. Y su voz, cálida y dulce, no tenía el peso y la gravedad de la de aquél, de barítono cascado por el tabaco.