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– Mire, yo no tenía ninguna aventura con Katherine. -Dundas volvió los ojos a Kennicott y le sostuvo la mirada por primera vez desde que el agente se había sentado a su mesa. Kennicott advirtió las sutiles arrugas alrededor de sus ojos, disimuladas normalmente por su tez rubicunda. En una ocasión, había leído que las patas de gallo eran el truco que empleaban los charlatanes de feria para adivinar la edad de las personas. Ahora veía por qué. De cerca, Dundas parecía más viejo, cansado y asustado.

– Mire, Dundas, cuando salíamos de entrevistarlo a usted, el detective Greene me contó que, en todos sus años en la brigada de Homicidios, sólo cuatro personas habían interrumpido una declaración durante una investigación. ¿Y sabe qué?

– ¿Por qué no me lo dice usted?

– Al final, los cuatro fueron acusados y condenados.

– ¿Está diciéndome que soy sospechoso?

– Cada vez está más cerca de serlo. Usted se acostaba con la mujer de su jefe y…

– Alto ahí -lo interrumpió Dundas, irguiendo la espalda-. Le he dicho que no estaba liado con ella. Es la verdad. Enchúfeme a una de esas máquinas, si quiere.

– Entonces, ¿qué hacían los dos? ¿Tomar el té?

– No -contestó el locutor. Ahora estaba colérico. Cerró los ojos, sopesando si debía seguir hablando o no. Kennicott casi podía oírlo explicar a su abogado, horas después: «Usted no lo entiende, no tuve más remedio que contarlo».

Dundas levantó la taza y tomó un largo sorbo. Kennicott esperó.

– Está bien -dijo Dundas, finalmente-. La veía los jueves por la mañana.

– ¿Por qué?

– Usted mismo lo ha dicho. Katherine tenía problemas, y el mayor de ellos era la falta de confianza en sí misma. Necesitaba un empleo.

Intentó levantar la taza otra vez, pero le temblaban las manos. Se volvió a Kennicott con el aire de un hombre resignado a su destino.

– Sabía lo del contrato -continuó. Ahora hablaba atropelladamente, como si pensara que, diciendo las cosas más deprisa, podría pasar antes el mal trago-. Kevin me pidió, como un favor, que enseñara producción de programas a Katherine. Fue idea suya.

Aquello era exactamente lo que había dicho Peel. Que Brace también estaba al corriente de que se veía con su esposa. Kennicott decidió cambiar de táctica y mostrarse agradable y comprensivo.

– Así pues, por eso accedió a que usted no fuese su locutor suplente los jueves.

Dundas se limitó a asentir.

Entonces, Kennicott lo entendió: aquel hombre le decía la verdad. Dundas no temía a Brace. Lo que temía era perder el empleo.

– Supongo que la dirección de la emisora no sabía nada de este arreglo -apuntó.

– No creo que les gustara mucho enterarse de que estaba ayudando a su locutor estrella a conseguir un empleo en la competencia. Kevin quería firmar el contrato. El plan consistía en que yo ensenaría a Katherine y ella adquiriría confianza para llevar el trabajo de producción de un programa de fin de semana. -Dundas echó otra ojeada al pequeño café para asegurarse de que no los escuchaba nadie-. Si lo descubrían, me despedirían. Sería el fin de mi carrera, y todo por querer ayudar a un amigo.

– Ayudarlo, y luego quedarse su puesto -apuntó Kennicott.

Dundas se quitó las gafas con gesto enérgico y lanzó una mirada iracunda al policía, como si tuviera ganas de darle una paliza. Bien, se dijo Kennicott; cuando la gente se ponía furiosa, empezaba a largar de verdad.

– Yo no sabía que sucedería nada de esto -replicó entre dientes.

– Pero, cuando sucedió, tuvo más interés en conservar el empleo que en colaborar con la investigación de un asesinato en primer grado. Katherine, muerta. Brace, en prisión y con la amenaza de una condena de veinticinco años. Y usted no quiso ni prestar declaración, Todo para proteger su nuevo puesto. ¿O debo decir el antiguo puesto de Brace? -Dundas rehuyó su mirada. Kennicott hincó el dedo en los exámenes que el hombre estaba corrigiendo-. Apuñalar por la espalda de esta manera al hombre que le dio su primer trabajo en la radio… ¿Esto es lo que se enseña en ética del periodismo?

Kennicott echó la silla hacia atrás y se levantó. Dundas lo miró como un chiquillo perdido.

– Kevin estaba desesperado por que ella dejara la botella. Katherine se mantenía abstemia una temporada, pero luego…

El policía se desplazó hasta la silla contigua a Dundas y tomó asiento. Se había acabado ser la peor pesadilla de aquel hombre. Era momento de ser su mejor amigo.

Dundas agachó la cabeza levísimamente, como amilanado por la presencia de Kennicott.

– Lo que sucedía con Katherine es que, cuando se enfadaba, perdía el dominio de sí misma -continuó y, bajando la mano, se remangó la manga del brazo izquierdo. Kennicott vio una cicatriz ancha y fea en su antebrazo. Parecía bastante reciente y tan profunda que le quedaría la marca durante mucho tiempo-. Mire lo que me hizo la última vez que nos vimos. -Dundas hablaba ahora en susurros. Cerró los ojos y añadió-: Haré la declaración formal. Pero esto es todo cuanto puedo decirle.

Será más que suficiente, pensó Kennicott mientras observaba la cicatriz. La frase que había usado, «Mire lo que me hizo», era la misma que había empleado Howard Peel la tarde anterior, mientras charlaban bajo el frío en el exterior del chalé de esquí.

XXXV

El detective Greene observó cómo Albert Fernández dejaba un bloc de notas sobre la mesa mientras el doctor Torn tomaba un sorbo de su café exprés doble. Acababan de dar las once de la mañana y estaban en un agradable restaurante italiano en Bay Street. Torn había accedido a encontrarse con ellos antes de la instrucción preliminar con el juez Summers que iba a tener Fernández aquella tarde. Torn había excusado la presencia de su esposa, que estaba en Estados Unidos para participar en una competición de hípica.

El hombre había querido librarse de la atmósfera sofocante de la oficina del Servicio de Apoyo a las Víctimas, por lo que Greene los había llevado allí. El local era su pequeño oasis en el mar de ruidosas zonas de restaurantes de los centros comerciales y de establecimientos de comida rápida. Fernández también tomó un café exprés y Greene, té blanco.

– Disculpe al detective Greene -dijo Fernández, sacando el bolígrafo-. Es el único detective de Homicidios que he conocido que no toma café.

Torn meneó la cabeza con fingido disgusto.

– ¿Es verdad eso, detective?

– Sólo lo he probado una vez -dijo Greene.

– Y seguro que fue por una mujer -apuntó Torn y se rió por primera vez desde que Greene lo conocía.

El detective también esbozó una sonrisa.

– Entonces vivía en Francia, así que, por lo menos, era buen café.

Había sucedido hacía veinte años. El jefe de policía Hap Charlton le había enviado a una misión especial y, cuando se terminó, Greene había tomado un período de excedencia del cuerpo, lo cual era bastante habitual para alguien que había estado tan cerca de que lo mataran en acto de servicio.

Greene había viajado a Europa. Estuvo en todos los lugares que sus amigos de la escuela habían visto cuando tenían diecinueve años, no treinta y dos. A finales de octubre, terminó en un pueblecito del sur de Francia, al oeste de Niza. Una noche fresca fue al cine y salió de él con la ouvreuse, la encargada de romper las entradas cuando el espectador entraba en la sala, a la que se suponía que había que dejar propina.

Françoise era tan francesa que no había salido nunca de su país, salvo alguna esporádica excursión de un día a los pueblecitos italianos de la costa al otro lado de la frontera. Niza, gustaba de recordarle a Greene, era en realidad una ciudad italiana. Su segunda noche juntos fueron a un café y, cuando él pidió té, ella se echó a reír. La mañana siguiente, le preparó ella misma una cafetera e insistió en que lo probara. El líquido oscuro le produjo náuseas. Fue su primera y última taza de café.