– La Fiscalía no está obligada a demostrar un móvil -respondió Fernández.
– Conozco la ley, señor letrado. -Summers se quitó las galas-.
Y también conozco a los jurados. Siempre quieren aclarar dos cosas: el cómo y el porqué. Una puñalada. ¿Cómo va a demostrar que hubo intencionalidad, con una sola herida? Sin un móvil, tendrá suerte si lo condenan por homicidio.
Se hallaba en una clásica sesión preliminar de Summers, pensó Fernández. En el momento en que el juez percibía un punto débil en cualquiera de los bandos, se abalanzaba sobre él. Fernández lo había visto chillar, abroncar, engatusar y maldecir hasta a los abogados más veteranos, no importaba si de la acusación o de la defensa. Y una vez había debilitado a uno, iba a por el otro. Luego, cuando los tenía de rodillas a los dos, los obligaba a llegar a un trato. El que fuese, con tal de cerrar el caso.
– Todavía investigamos el asunto del móvil -dijo Fernández.
– ¡Hum!-resopló Summers, como si se hubiera tragado una mosca-. Se trata de un homicidio doméstico. Olvídense de que el acusado es Kevin Brace, el queridísimo locutor. Sucesos como éste se dan a puñados. ¿El móvil? El hombre es dieciséis años mayor que ella; quizá su maquinaria ya no está a la altura y la sorprende con un hombre más joven. O. J. Simpson. Muy sencillo. Lo he visto cincuenta, cien veces.
– Es una posibilidad, desde luego -aceptó Fernández-. Pero no tenemos pruebas de que exista un móvil de ese tipo en este caso.
Summers le lanzó una mirada torva.
– ¿Tiene usted otro? ¿No cree que andaba tras el dinero del seguro de vida de la víctima y que por eso la apuñaló en la bañera, con la esperanza de conseguir que pareciese un accidente?
– No alegamos tal cosa, Señoría -dijo Fernández. Cuando Summers se ponía en aquel plan, uno se metía en un buen lío si mostraba el menor signo de debilidad-. Y tenemos la confesión del señor Brace.
– Ya la he leído, señor fiscal. -A Summers le gustaba demostrar que había hecho los deberes. Volvió la vista a Parish y le sostuvo la mirada-. ¿Se refiere usted a lo que le dijo al repartidor de periódicos, ese viejo indio?
– Sí -dijo Fernández.
Summers asintió y, por primera vez desde que habían entrado en su despacho, guardó silencio. Por último, apartó la mirada de Parish y echó una ojeada al reloj de la pared. Eran la 1330. Quedaban diez minutos, pensó Fernández.
Con una profunda inspiración, Summers se volvió de nuevo a Parish. Como un voraz agente inmobiliario decidido a cerrar una gran venta, seguiría yendo y viniendo de comprador a vendedor, sondeando, hasta conseguir de ambos las concesiones necesarias para acercar posiciones.
– Señora Parish -el juez volvió a ponerse las gafas-, estoy seguro de que su representado aceptará con los ojos cerrados una condena por homicidio. -Summers, más que pedírselo, lo estaba dando por hecho-. Sin antecedentes, crimen pasional, una única herida de arma blanca… Yo le calculo unos cinco años, tal vez siete. Sería un candidato de primera para salir en libertad provisional al cumplir un tercio de la condena, de modo que sólo le quedarían dos años, la mayor parte de ellos en una de esas granjas con campo de golf. A Brace le gusta el golf, ¿verdad? -Summers estaba vendiendo el trato. Estaba intentando acercar posiciones-. ¿Su cliente no ha mencionado nada sobre provocaciones? Ya sabe, un hombre más joven, o algo así…
– Me temo que no, Señoría -respondió la abogada.
– Es una verdadera lástima, maldita sea. -Summers movió la cabeza.
– Si la Fiscalía se aviene a dejarlo en homicidio -dijo ella-, estaré encantada de transmitírselo a mi cliente. Y recalco el «si».
Era una maniobra muy hábil por parte de Parish. Le estaba devolviendo la pelota. Summers miró a Fernández y enarcó una ceja, concentrándose en el fiscal.
– Señor Fernández, ¿podemos esperar que acceda al trato? Desde luego, la Fiscalía puede solicitar una condena muy superior, de entre diez y doce años. Estoy seguro de que podrá proporcionarme una declaración conmovedora de la familia acerca del impacto emocional de haber perdido a la víctima. Era hija única, ¿verdad?
– Sí, Señoría -respondió Fernández-. Pero la Fiscalía no accederá nunca a dejarlo en homicidio. Antes que aceptar un trato así, estoy dispuesto a renunciar al cargo.
El letrado tuvo buen cuidado ele no cerrar la puerta a un trato para rebajar la petición fiscal a asesinato en segundo grado. No llegó a decirlo, pero sabía que todo el mundo lo había entendido.
– Hum… -Summers le dirigió un gesto admonitorio con el dedo-. Hay una palabra que un penalista no debe usar jamás: «nunca». Un juicio es como un barco en alta mar. Nunca se sabe adónde lo llevarán las corrientes.
– Estoy de acuerdo, Señoría -asintió Fernández con una sonrisa. Siempre era importante permitir que Summers tuviera la última palabra-. Presentaremos la acusación de asesinato en primer grado.
Summers pareció dedicar unos momentos a encajar la declaración. Luego, estalló. Descargó un puñetazo sobre la carpeta roja.
– ¡Malditos sean los dos! No estamos en una partida de póquer. Hay una mujer muerta y un marido en la cárcel. Se trata de personas reales, no de una especie de fútbol político. Señor Fernández, sin un móvil, no tiene posibilidad de conseguir una condena por asesinato en primer grado. El asesinato en primer grado, se lo recuerdo, es un homicidio planeado y deliberado. Y usted, señora Parish: la pobre mujer está muerta, desnuda en la bañera. Y el maldito cuchillo está oculto en la cocina. No es homicidio simple. El homicidio, se lo recuerdo, es una muerte sin intención de causarla.
El juez se echó hacia atrás en su asiento antes de añadir:
– Estamos ante un asesinato en segundo grado: mínimo, diez años sin libertad condicional. Es mucho mejor que veinticinco años sin libertad condicional por un primer grado. Señor Fernández, usted pide doce o trece años, y usted, señora Parish, los diez mínimos. -Summers se puso en pie, malhumorado, y cogió el expediente de la mesa-. Los quiero a los dos aquí dentro de una semana, y quiero que lleguen a un acuerdo en este caso. De ningún modo voy a paralizar el proceso un mes para hacer una investigación preliminar inútil. Los veré a los dos dentro de siete días.
– Muchas gracias, Señoría -dijo Fernández, levantándose de la silla. Faltaba un minuto para las dos.
– Gracias, Señoría -dijo Parish también.
Ya en el pasillo, Fernández miró a la abogada.
– Más o menos, lo que esperaba -comentó.
– Yo lo he visto mucho peor otras veces -asintió Parish con una carcajada.
Los dos sabían que la semana siguiente volverían sin nada nuevo que exponer y que Summers montaría otro espectáculo. Sería inútil, lira evidente que irían a juicio.
XXXVII
Nancy Parish entró corriendo en su despacho y arrojó el abrigo sobre una de las dos sillas para visitas que miraban hacia el escritorio. Sin un momento de pausa, se dejó caer en su asiento tras la mesa, dejó su maletín en el suelo y pulsó con una mano la tecla del teléfono para escuchar los mensajes mientras, con la otra, encendía el ordenador y descargaba el correo.
«Tiene dieciocho mensajes nuevos», le informó el contestador. Y había recibido treinta y dos correos electrónicos.
– Por qué no me dejáis todos en paz, maldita sea -murmuró.
Sacó del bolsillo el teléfono móvil y lo puso en el cargador. Mientras se quitaba las botas manchadas de sal y las dejaba debajo del escritorio, se le ocurrió un chiste gráfico: Una mujer vestida de ejecutiva y muy peripuesta -collar de perlas, cartera de piel, hasta el último detalle- está en el infierno. A su alrededor arden las llamas y un puñado de diablillos la acosa con sus horcas. Ella está consultando el buzón de voz de su móvil. El pie dice: «Tiene dos mil cuatrocientos sesenta y seis mensajes… ¡Biiip!».