Eran las seis menos diez y por fin llegaba al despacho. Después de la reunión en la oficina de Summers, había tenido que acudir corriendo al tribunal. La madrugada anterior, la hija de una conocida abogada de familia, una mujer que le enviaba clientes que significaban un veinte por ciento de su facturación, había sido detenida mientras vendía drogas en su colegio privado. A Parish le había llevado toda la tarde conseguir que pusieran una fianza a la chica. Entretanto, a uno de sus clientes más antiguos, que unas semanas antes se había esfumado mientras estaba en libertad condicional, lo habían pillado -los sabuesos» y quería negociar cierta información sobre «el marrón de un asesinato» para no volver a «la trena». Ya se encargaría de eso con el teléfono móvil durante los recesos de la audiencia para la fijación de fianza.
Por el rabillo del ojo, percibió un movimiento en la entrada del despacho. Era su socio, Ted DiPaulo, que se agarraba al marco de la puerta y asomaba la cabeza.
– Hola, Nancy. -DiPaulo traía puesta su habitual sonrisa incombustible-. ¿Cómo ha ido la instrucción preliminar?
Antes de que pudiera responder, sonó la voz femenina del con- testador, con su tono empalagoso: «Primer mensaje pendiente». Y empezó a pasar: «Feliz día de San Valentín, Nancy Gail. Tu padre y yo te…». Nancy lanzó una mueca de disgusto a DiPaulo y pulsó la tecla de pasar al siguiente.
– La instrucción preliminar ha sido absurda, como de costumbre -dijo a DiPaulo-. Summers intentó imponerse, pero el fiscal pedirá asesinato en primer grado, diga lo que diga quien sea. -Señaló las cuatro cajas de embalar apiladas en el rincón de la oficina, con las letras B-R-A-C-E escritas a mano con rotulador negro y añadió-: Ten- tiré que seguir trabajando en el caso.
– Es el problema de los casos sonados -asintió DiPaulo-. En la Fiscalía se vuelven locos…
– Summers apretó de lo lindo a Fernández. Le dijo: «Sin móvil, ¿cómo lo van a considerar primer grado?».
– Summers es un cerdo arrogante -dijo DiPaulo-, pero tiene razón.
El segundo mensaje del contestador interrumpió la charla.
«Soy yo. Desde Costa Rica. No creerás lo barato que me ha salido.
Y tienen playas nudistas con esos jóvenes tan…»
Parish pulsó la tecla de parar y colgó el teléfono. Miró a su socio y sonrió.
– ¿Zelda? -preguntó él, devolviéndole la sonrisa.
– Mi planificadora social personal -confirmó Parish.
DiPaulo asintió.
Ninguno de los dos hizo comentarios durante un rato.
– ¿Te encuentras bien, Nancy? -dijo él por último.
Parish asintió. Desde que había aceptado aquel caso, existía una tregua tácita entre ellos. Hablaban de todo lo que tenía que ver con el trabajo -otros casos, detalles sobre la gestión del bufete, los chismes habituales sobre fiscales y jueces, cualquier cosa- menos, precisamente, de lo que les rondaba la cabeza a los dos en todo momento: de Kevin Brace. Parish sabía que DiPaulo ansiaba preguntarle por el caso, colaborar como su socio silencioso, desarrollar ideas, comentar estrategias…
Ella deseaba desesperadamente confiar en él, decirle: «Ted, no he visto nunca nada semejante. Mi cliente se niega a hablar conmigo. Se resiste completamente a decir una palabra. Una vez por semana, me escribe una nota críptica con la información más básica. Nunca me ha pedido nada, salvo que no le cuente a nadie, ni siquiera a ti, lo de su silencio».
– Sí, estoy bien, Ted -respondió con una sonrisa forzada.
– Escucha -dijo DiPaulo-. Dime que me calle cuando te parezca, pero este caso pide a voces aceptar la calificación de asesinato en segundo grado. Diez años y Brace tendrá setenta y tres cuando salga, por el amor de Dios. Un primer grado sería la condena a muerte. ¿Me he perdido algo?
– Es lo que Summers decía. Intentó hacernos pactar un acuerdo para aceptar el segundo grado, pero Fernández no tragó. Está claro que ha recibido mucha presión desde arriba.
DiPaulo asintió.
– Aunque Fernández quisiera cerrar el acuerdo, Phil Cutter y la gente de la Fiscalía no se lo permitirían. De todos modos, ¿cómo justificará la petición de primer grado sin pruebas ni móvil?
Parish apretó el puño, lo alzó al aire y extendió un dedo.
– A Katherine Torn la encontraron muerta de una puñalada en la bañera. -Extendió otro dedo y continuó-: Se encuentra el arma, un cuchillo, oculta en la cocina. -Levantó un tercero-: Brace confiesa la autoría al repartidor de periódicos, el señor Singh. -Y el cuarto-: Y no vamos a seguir hablando del asunto. -Parish extendió el quinto dedo y concluyó-: Vete a casa y disfruta cocinando para tus hijos.
DiPaulo, antiguo fiscal, se había hecho abogado defensor hacía cuatro años, cuando su esposa había enfermado. Tenían dos hijos, de quince y trece años. Di Paulo había pensado que el nuevo trabajo le daría más flexibilidad, y así fue al principio. La mujer había muerto dos años después y Parish había advertido que en los últimos tiempos, conforme los chicos se hacían mayores, su socio se enfrascaba cada vez más en el trabajo.
– La Fiscalía quiere señalar a Kevin Brace y decir: -¿Veis?, cualquiera puede volverse violento en cualquier momento» -apuntó él.
– Ted, ve a cocinar -insistió ella.
– Ten cuidado con Summers. Es un viejo cabrón, pero no lo subestimes. Está furioso con la Fiscalía e intentará hacerte un favor. ¿Te dio algún indicio?
– No, que yo me enterara -dijo Nancy-. ¿Qué harás de cena?
DiPaulo resopló.
– Esta noche toca lasaña, con ensalada César, rollos de primavera y sopa agria y picante. Tengo cubiertas todas las bases culturales.
– Nos vemos mañana, superpadre -asintió ella. La mujer de DiPaulo era china y sus hijos eran guapos como modelos de moda-. A mí aún me quedan quince mensajes de voz por escuchar.
– No te quedes hasta muy tarde, Nancy -asintió su socio con una última sonrisa. Luego, sacó la mano que escondía a la espalda y le tendió una caja de bombones carísimos, al tiempo que añadía-: Y, por cierto, feliz día de San Valentín…
Unos segundos después, la puerta de la calle se cerró con un chasquido. Parish miró el teléfono y, a continuación, la pantalla del ordenador. Finalmente, sus ojos se posaron en la caja de Ted. De repente, estaba muerta de hambre.
Rasgó el celofán que envolvía la caja y la abrió. Contenía una docena de bombones caseros, todos diferentes. Se llevó el primero a la boca. Estaba delicioso. ¿Summers le había dado alguna pista? Se zampó el segundo. Tenía un sabor maravilloso. Se le encendió una bombilla en la cabeza. Siguió con el tercero. Mmm. ¿Qué era? Y el cuarto. Para relamerse. Piensa, Nancy, piensa.
No cayó en la cuenta hasta que hubo engullido el noveno bombón.
– ¡Oh, Dios mío! -dijo mientras lo tragaba. Cada bombón era más delicioso que el anterior-. ¿Cómo se me ha podido pasar eso por alto?
Volvió a contar con los dedos y se echó a reír, al tiempo que se preguntaba si Ted lo habría captado.
Tengo que llamar a Awotwe, pensó. Cogió los bombones que quedaban, saltó de la silla y, mientras se abalanzaba sobre el muro de cajas marcadas con el nombre b-r-a-c-e, se metió los tres en la boca.
XXXVIII
Cuando pasas dos meses con un tipo las veinticuatro horas del día, compartes celda, trabajas con él en la lavandería y es tu pareja de bridge, al cabo de un tiempo te habitúas al hecho de que no diga nunca una palabra. Incluso empieza a gustarte que no hable, pensó Fraser Dent mientras se pasaba las manos por la cara antes de repartir cartas de nuevo a los otros tres jugadores sentados en torno a la mesa de metal. Además, el propio Dent era un tipo silencioso, a quien no le importaba pasar horas con alguien sin decir nada.
Los cuatro jugadores eran los presos mayores del Don, la «peña de los cuatro ojos», como había apodado un chico negro al cuarteto con gafas. Como eran viejos y tranquilos, ninguno de los jóvenes violentos llegaba a molestarlos. Y ahora que estaban arriba, en la galería hospitalaria, todo iba suave y calmado, como les gustaba a los convictos veteranos.