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Aquella noche, la conversación giraba, como de costumbre, acerca de los Maple Leafs. Allí, en la quinta planta, la peña de los cuatro ojos tenía privilegios especiales, uno de los cuales era poder ver el partido completo, aunque tuviera prórroga.

– Yo creía que era cosa del entrenador, pero ahora echo la culpa al director general del equipo -dijo Dent mientras cogía las cartas para jugar la última mano de la noche-. Ya no se puede hacer más fichajes y nos hemos quedado con ese portero viejo al que nadie conoce. Dicen que incluso estudió para abogado. Estamos jodidos.

El partido de la noche anterior había sido otro típico desastre para el equipo de la ciudad. Jugaba en la Costa Oeste y ganaba dos a uno avanzado el tercer tiempo, pero los odiados Los Angeles Kings habían empatado en las postrimerías del encuentro y habían marcado el gol de la victoria en la prórroga. Peor aún, el portero, que era el único jugador del equipo al que merecía la pena ver en acción, se había roto la mano en la última jugada. El suplente, un veterano de treinta y ocho años que había desarrollado casi toda su carrera en categorías inferiores, iba a tener que ocupar la portería en el partido del día siguiente, en Anaheim.

Dent terminó de repartir y miró sus cartas. Tres ases y un puñado de picas altas. Tiene buenas perspectivas, pensó mientras ordenaba la mano.

– Empezaré la subasta por una pica -dijo.

Miró a los ojos a Brace. Si su pareja tenía el cuarto as y unas cuantas cartas altas de los otros palos, estaban en magnífica posición. Como siempre, Brace resultaba indescifrable.

La subasta progresó rápidamente. Brace era rápido a las cartas. Cuando le tocaba hablar a él, indicaba el palo por gestos, señalando con el dedo. Para indicar picas, se tocaba los cabellos, aunque éstos eran más grises que negros. Para corazones o diamantes, se señalaba su propio corazón o el dedo meñique, donde, según les había contado en una nota, en otra época había llevado un anillo de diamantes. Para tréboles, apuntaba al pie derecho con el índice.

– Tres picas -dijo Dent cuando le llegó otra vez la ronda, al tiempo que miraba a Brace con expectación. El ex locutor continuó impasible. El tipo era un libro cerrado, se dijo Dent una vez más. Y a él le había correspondido el trabajo de intentar abrirlo. Buena suerte.

Dent había seguido al dedillo las instrucciones del detective Greene.

– Estás acusado de fraude. Haz correr que te pillaron pasando cheques falsos en unas tiendas -le había dicho el detective-. Si Brace pregunta, dile que necesitabas el dinero para unos pagos y, si insiste, dile que eran pagos de manutención. De un hijo que tuviste fuera del matrimonio.

Greene le había dado instrucciones de que se tomara las cosas con calma.

– Le gustan los tipos listos, pero no los fanfarrones. Cuando llegue el periódico, todos querrán hojear la sección de deportes. Él es un fanático del hockey. Tú coge la sección de negocios y estudia las páginas de bolsa. Suelta tu historia poco a poco. Que si eras un agente financiero de éxito, que si empezaste a beber, que si tu mujer te dejó y terminaste en la calle… De todo eso, limítate a contarle la verdad. Y cuando juguéis al bridge, juega con inteligencia.

La subasta le llegó de nuevo a Brace. Pasó.

Dent había aprendido que su compañero era buen jugador. Nunca se pasaba en el contrato. Esta vez, su mensaje era claro: «Tú quizá tengas buenas cartas, compañero, pero yo no tengo nada».

Lo mismo que tengo yo de ti, se dijo Dent. Nada, cero. En casi dos meses, Brace no había pronunciado una palabra. Y la mayoría de las notas que le había escrito eran totalmente rutinarias: «¿Me prestas un lápiz?», «¿Te gustaría leer este libro?».

El tipo a su derecha, es decir, al este, declaró cuatro diamantes.

Te hemos pillado, pensó Dent.

– Doble -dijo cuando le llegó el turno siguiente. La subasta dio otra ronda: «Paso, paso, paso, paso».

¿Debía él fallar, fallar, fallar, fallar?, pensó, pensando en la reunión que había tenido el día anterior con el detective Greene.

– Última mano, profesores -dijo una voz con marcado acento de la Europa Oriental por encima del hombro de Dent. Era el señor Buzz, que hizo un alto en la ronda para ver cómo iba la partida.

– ¿Cuál es el contrato? -preguntó.

– Cuatro diamantes, doblado -dijo Dent.

– Los mejores amigos de una chica -dijo el señor Buzz, dándole unas palmaditas en el brazo a Dent como para decirle: «Buena subasta».

– Feliz día de San Valentín, chicos -dijo-. Iré a encerrar a esa chusma y ustedes, caballeros, recojan cuando terminen.

Dent y Brace ganaron fácilmente la mano final y no tardaron en volver a la celda que compartían.

– Que durmáis bien, criaturas mías. -El señor Buzz se detuvo ante la puerta, buscó la llave correspondiente en el abultado llavero y los encerró-. Mañana por la noche debuta ese veterano en la portería de los Maple Leafs. Será una escabechina.

El señor Buzz era seguidor de los Montreal Canadiens y le encantaba restregarles en la cara las continuas derrotas del equipo.

– Señor Buzz -dijo Dent-, algún día los Maple Leafs tendrán un buen equipo.

– Sí, y un día todos los delincuentes se reformarán y me quedaré sin trabajo -replicó el guardia y se alejó de la celda riéndose a carcajadas de su propio chiste.

Como cada noche, Dent se volvió a su compañero de celda.

– Buenas noches, señor Brace -murmuró y se encaramó a su litera esperando, como cada noche, el silencio por respuesta.

Sin embargo, en el momento en que apoyaba la cabeza en la delgada almohada de plumas, escuchó una voz.

– Mi padre murió en este lugar -dijo Brace con una voz tan ronca que Dent casi no lo oyó.

– Kevin… -Dent se sentó en el colchón.

– El portero joven encajaba demasiados goles hacia el final del partido -continuó Brace-. Este veterano será mejor.

– ¿Te parece que sí? -preguntó Dent en voz baja, a imitación de Brace.

Se produjo un largo silencio. Dent esperó. Finalmente, oyó que su compañero de celda empezaba a roncar. Se tumbó en la litera y se rió por lo bajo. Los Maple Leafs vuelven loco a todo el mundo en esta ciudad, pensó. A todo el mundo.

XXXIX

A principios de la década de 1960, un grupo de políticos jóvenes del ayuntamiento, decidido a llevar su metrópolis gris y formal a los tiempos modernos, convocó un concurso internacional para erigir una nueva sede. El vencedor por sorpresa, un arquitecto finlandés desconocido, creó un edificio posmoderno de dos torres cóncavas frente a frente, con una cámara municipal en forma de burbuja entre las dos, y situó el edificio en el extremo norte de una gran plaza abierta, en la acera de enfrente del anterior, que ahora se conocía como el Ayuntamiento Viejo.

La plaza del Ayuntamiento ocupaba una manzana entera. Al ser el único espacio abierto en el centro de la ciudad, cada vez más denso, se convirtió enseguida en punto de celebraciones cívicas, conciertos gratuitos, manifestaciones de protesta, mercados al aire libre y demás. Su rasgo más destacado fue una gran pista de patinaje -un añadido perspicaz del arquitecto, que entendía los climas nórdicos- en el ángulo sudoeste de la plaza. En invierno, la pista era un imán para toda clase de patinadores: parejas en su primera cita, familias inmigrantes ansiosas por adoctrinar a sus hijos en los ritos canadienses, adolescentes pendencieros e incluso oficinistas -que habían guardado los patines bajo la mesa del despacho- en el descanso del almuerzo.

Por la noche, cuando las farolas de luz blanca se apagaban y el personal municipal se había ido a casa, aparecía una desarrapada colección de jugadores de hockey. En su mayoría chicos pobres del centro, con el añadido de algunos estudiantes universitarios trasnochadores y jugadores de los barrios residenciales en busca de hielo abierto, transitaban por las calles a oscuras con los palos de hockey al hombro, como solitarios guerreros samuráis camino del combate.