Con los patines bien atados, los sticks por delante en el hielo y divididos en equipos, jugaban un partido caótico, pero organizado, que duraba hasta las primeras horas de la mañana. La pastilla era iluminada desde arriba por el reflejo de las luces de los rascacielos que se alzaban al otro lado de la calle como árboles altísimos en torno a un claro, y desde abajo por el débil resplandor blanco del duro hielo. Cada cuarto de hora, el ding-dong del reloj de la torre del Ayuntamiento Viejo, que se alzaba en la acera de enfrente como una luna vigilante, acompañaba el sonido de los patines al cortar el hielo y el chasquido de los sticks al entrechocar.
Nancy Parish había empezado a jugar al hockey nocturno a su regreso a Toronto, después de sus estudios universitarios en Estados Unidos. La mayoría de los jugadores eran mucho más jóvenes. Una noche, en el equipo improvisado, se encontró con Awotwe Amankwah, un reportero de prensa al que reconoció de los juzgados, e iniciaron una amistad basada en parte en la afición al hockey y, en parle, en la ayuda mutua. Amankwah la llamaba cuando necesitaba una cita para un artículo o información interna sobre un juez desagradable o un fiscal díscolo. Parish, a su vez, le pedía en ocasiones a él que realizara investigaciones que ella no podía llevar a cabo.
La pista de hielo fue el lugar perfecto para encontrarse y hablar, en secreto, durante el proceso de Brace. Habían desarrollado un código sencillo si uno de los dos quería reunirse con el otro. Unas horas antes, Parish había dejado un mensaje de voz para Amankwah en su teléfono del despacho.
«Señor Amankwah -había dicho, asegurándose de que pronunciaba mal el apellido-, le llamo de Seguros de Vida Dominion para hablar de sus coberturas», y había añadido un número de teléfono cuyas cuatro últimas cifras eran 1145. Amankwah llegó a la pista en el preciso instante en que empezaba a sonar el reloj del Ayuntamiento Viejo. Sonaron tres cuartas partes de la tonada. Eran las doce menos cuarto.
– ¿Cómo van las cosas? -preguntó Parish, que procedía a atarse los cordones de las botas de patinar, sentada en un banco de madera a buena distancia del resto de patinadores.
– Mis redactores se vuelven locos porque no hay nada de lo que escribir sobre tu instrucción preliminar con Summers -respondió
Amankwah en un murmullo mientras tomaba asiento a su lado y sacaba sus patines-. Están apretándome para que consiga otra exclusiva. Podría llevarles una historia sobre la maestra de parvulario de Brace y la pondrían en la cabecera de la portada.
– En confianza -reveló Parish-Summers intentó forzar una petición fiscal de asesinato en segundo grado, pero el fiscal no quiso llegar a un pacto.
– ¿Brace lo aceptaría?-dijo Amankwah mientras tiraba de los lazos de los cordones-. ¿Aceptaría un trato así?
Parish terminó de atarse los patines, se levantó y flexionó el palo de hockey en la banda de goma que circundaba la pista para proteger los patines de la gente.
– Ya sabes que eso no puedo decírtelo.
– De acuerdo -asintió Amankwah, que todavía estaba atándose los cordones del segundo patín.
En la pista, el partido ya estaba en marcha y los gruñidos y exclamaciones de los jugadores llenaban el aire nocturno. Parish volteó el stick entre las manos.
– Necesito que me hagas un favor -dijo. Amankwah no respondió. Silencio. Una buena técnica de entrevista, pensó ella y volvió a sentarse a su lado-. Podría ser clave para mi defensa -continuó-. Tiene que ver con la presunta confesión de Brace.
– Me encantará ayudarte -asintió Amankwah.
Parish exhaló y una vaharada blanca de vapor escapó de su boca.
– Necesitarás que te ayude alguien de la sección de extranjero -dijo.
– Esa sección es el objetivo de mi carrera y tengo excelentes contactos allí.
El reloj de la torre del Ayuntamiento Viejo empezó a dar la hora de nuevo. Esta vez sonaron las cuatro partes de su melodía y luego, las doce campanadas monocordes.
Libertad a medianoche, pensó Parish y, volviéndose a Amankwah, le golpeó los patines con el stick.
– Hablaremos de eso después. Primero, un poco de terapia de hockey.
XL
– ¡Daniel! Eres la última persona a la que esperaría encontrar aquí… -dijo una voz femenina familiar detrás de la carta del restaurante chino que Kennicott sostenía en la mano. El agente la bajó y vio ajo Summers plantada delante de él. Como siempre, llevaba su abundante melena recogida en lo alto de la cabeza. La acompañaba un hombre de pelo oscuro y aire pijo, pulcramente vestido con un traje de ejecutivo.
– Hola, Jo -respondió Kennicott, poniéndose en pie.
– Daniel, te presento a Roger Humphries, el factótum de mi antigua empresa. Roger, éste es Daniel Kennicott. Estudiamos juntos en la facultad.
Roger le tendió la mano y le dio un apretón más firme incluso que el de Terrance en College Street, se dijo Kennicott.
– ¡Encantado! -dijo-. Los amigos dejo son mis amigos.
– ¿Por qué no te sientas con nosotros? -propuso Jo a Kennicott, tirándole del brazo.
– No, gracias, no querría entremeterme…
– ¡Oh, vamos! -insistió ella-. La comida china siempre sabe mejor en compañía. Tenemos una mesa reservada en la parte de atrás.
– Te lo aseguro, Daniel, esto va a ser estupendo -dijo Roger con una gran sonrisa-. Estaremos un puñado de colegas del trabajo. Yo soy el jefe del comité social.
– Mi antiguo bufete de abogados -explicó Summers-. Es una tradición del día de San Valentín. Todos los solteros de la oficina nos reunimos aquí.
– Sí, y seguimos haciendo venir a Jo, aunque ella nos abandonara, pobres diablos codiciosos de Hay Street, para seguir la senda de la verdad y de la justicia -añadió Roger. Su sonrisa, increíblemente, se ensanchó aún más-. La necesito. Sabe pedir la comida en chino.
– ¿De veras? -Kennicott miró a Summers.
– Sí -afirmó Jo y le quitó la carta de la mano-. En cantonés y en mandarín.
Atravesaron una cortina de cuentas blancas y rojas y entraron en un gran salón cuadrado, lleno de luces fluorescentes, manteles de plástico y ruido de platos. El salón estaba abarrotado de jóvenes parejas chinas a la última moda, con los palillos en una mano y el teléfono móvil en la otra, y de familias completas en las que los abuelos hacían carantoñas a los nietos. En el centro, en torno a una gran mesa, se sentaba un grupo de gente en ropa de trabajo. Eran los únicos blancos, negros e indostanos del local.
Summers condujo a Kennicott a la mesa y lo presentó al mar de rostros antes de sentarlo a su lado.
– Escuchad todos -dijo a continuación-. Dejad la carta. Vamos a pedir los especiales del día -propuso e indicó la pared del fondo, donde había unas hileras de rótulos de cartulina de diferentes colores llenos de caracteres chinos. Lo único que Kennicott alcanzó a entender fueron los precios.
Una camarera se acercó a la mesa.
– Hola, ¿cómo está usted? -preguntó a Summers con una sonrisa. La mujer hablaba un inglés horrible-. Hoy tenemos comida buena. ¿Qué número en carta?
Summers señaló la pared y se puso a hablar en chino con fluidez. La delgada camarera puso unos ojos como platos y empezó a asentir con entusiasmo mientras anotaba en un pequeño bloc.
Cuando se alejó, Summers se volvió a Kennicott y le lanzó una sonrisa socarrona al tiempo que se encogía de hombros.
– Yo crecí aquí mismo, al doblar la esquina. Mi padre insistió en que no lleváramos una vida acomodada en un barrio residencial. En primer curso, en mi clase sólo había dos niños caucásicos. Más adelante, al terminar la universidad, enseñé inglés en la provincia de Hunan durante dos años. A veces me resulta útil en los tribunales, cuando detienen a una banda china y los oigo hablar entre ellos en el banquillo de los acusados.