Los comensales eran gente simpática y lista. Aunque a Kennicott no le había gustado mucho la práctica de la abogacía, casi había olvidado el placer de la compañía de un grupo de gente brillante y dinámica.
En la policía, Daniel era una rareza: un agente novato a los treinta y pico, ex abogado, que vivía en el centro y calzaba zapatos cosidos a mano. La mayoría de los policías se casaban jóvenes y -por lo menos hasta que se divorciaban- vivían en los barrios residenciales y en verano reunían a algunos colegas en torno a una barbacoa en el patio trasero de sus casas. Kennicott había acudido a algunas al principio de alistarse y, en una ocasión, la mujer de un joven agente había intentado prepararle una cita con su hermana. Él y Andrea volvían a estar «conectados» en aquella época. Desde entonces, siempre había encontrado excusas para escabullirse de las fiestas y pronto habían dejado de lloverle invitaciones.
La comida transcurrió en un abrir y cerrar de ojos y, cuando la camarera se hubo llevado los platos -para lo cual se limitó a coger el mantel de plástico por las cuatro puntas, juntarlas y levantarlo todo de golpe, como una cigüeña transportando su paquete-, Summers tomó del brazo a Kennicott.
– Tengo una teoría acerca de la comida china en Toronto: es mejor cuanto más cerca del lago.
Kennicott asintió.
– No he comido nunca en un chino, fuera del centro.
– Yo no voy nunca a los barrios residenciales -dijo ella-. Vivo lo más al sur que se puede, en las islas.
Los primeros pobladores británicos escogieron Toronto como emplazamiento de su ciudad debido a que una cadena de islas, aproximadamente a media milla de la costa, formaba allí un puerto natural. Las Islas, como se las conocía, habían sido un lugar de descanso para ciudadanos acaudalados a finales del siglo XIX y más adelante, en la década de 1940, se habían convertido principalmente en parque. En los artos sesenta, un grupo de aventureros ocupó varias de las viejas casas en ruinas y, tras años de lucha con el Consejo Municipal, habían establecido una comunidad autónoma, separada de la zona de propiedades inmobiliarias más caras del país por apenas aquel brazo de agua.
– ¿Te gusta vivir ahí? -preguntó Kennicott.
– Me encanta -respondió Summers.
– ¿No tardas mucho en llegar al trabajo?
– Media hora, exactamente, si no pierdo el transbordador. Es el único problema de verdad, el transbordador. Me convierte en Cenicienta. El último servicio zarpa del centro a las once y media, lo que me obliga a estar pendiente del reloj cada vez que salgo de noche.
– ¿Y si pierdes el de la mañana?
– Tienes que esperar media hora, a menos que robes una barca o que encuentres a Walter, el tipo del taxi acuático que lleva aquí un siglo.
Mientras la escuchaba, Kennicott oyó un pitido procedente de la cintura de Jo, quien bajó la mano y silenció la llamada del móvil.
– Eh, todos -anunció-, Cenicienta tiene que decir buenas noches… -Se levantó y repartió besos y abrazos en torno a la mesa. Cuando llegó de nuevo junto a Kennicott, él ya se había puesto en pie. Jo se apartó de la mesa y él la siguió-. Muchas gracias por sentarte con nosotros, Daniel. Ha sido estupendo.
Él estuvo a punto de decirle que también se marchaba y que la acompañaba, pero captó en ella, bajo su afectuosa sociabilidad, aquella timidez de siempre y algo le dijo que se quedara quieto.
– Gracias, Jo. No suelo hacer vida social a menudo, como la gente corriente, por lo que te lo agradezco de veras.
– Lo de tu hermano lo decía en serio -dijo ella en un susurro-. Debes de echarlo de menos.
Kennicott se obligó a esbozar una sonrisa.
– Todo el mundo dice que echas de menos a la familia en ocasiones especiales, como las vacaciones, los aniversarios y los cumpleaños, pero donde te falta de verdad es en el día a día. Ir a ver una buena película y comentarla a la salida, llegar a casa de un viaje y descolgar el teléfono para llamar. A veces, paso días sin pensar en él y, entonces, empiezo a leer un libro u oigo un buen chiste y, de pronto, me descubro hablando mentalmente con mi hermano.
Ella le tocó el brazo y, al cabo de un momento, se marchó.
– Esa Jo es estupenda -comentó Roger, acercándose a él-. La echamos mucho de menos en el bufete.
– Ya lo imagino -respondió-. Parece que era muy popular.
– Sí, mucho. Todos la adoraban. Y muy lista. Amigo, esa chica iba a llegar lejos. Pero no le interesaba.
– Supongo que no -dijo Kennicott, notando todavía el tacto de su mano en el brazo.
– Jo es estupenda -repitió Roger-, pero nadie terminaba de entenderla.
– Supongo que no…
Kennicott se quedó mirando cómo la cortina de cuentas que ella acababa de cruzar volvía a quedarse quieta.
XLI
La nieve apilada en las cunetas alcanzaba dos palmos de altura, por lo que Ari Greene tuvo que dar cinco vueltas a la manzana hasta encontrar, finalmente, una plaza de aparcamiento. Apagó la radio del coche y, antes de parar el motor, dio un último golpe de calefactor, aunque de poco serviría. Para cuando se encontrara con su padre en la sinagoga y regresara con él, el coche ya estaría helado. Pero tal vez, se dijo, estaría un poco menos frío.
La nieve también se acumulaba en las aceras y Greene tuvo que caminar por el medio de la calzada. Las farolas iluminaban la nieve que caía, creando una sensación fantasmagórica, casi teatral, como si los copos no existieran hasta que eran bañados por la luz, haciendo una rápida entrada en escena y cayendo luego al suelo en el lugar asignado a cada uno como elementos de una compleja escenografía.
Se hallaba a tres manzanas de la pequeña sinagoga a la que su padre acudía a rezar todos los viernes por la noche. El aparcamiento, que ocupaba tanta superficie como el propio edificio, estaba lleno el resto de la semana, pero aquel día, para cumplir con el Sabbat, permanecía cerrado y todos los que acudían en coche -es decir, la inmensa mayoría de los asistentes- debían aparcar en las calles adyacentes, para gran irritación de los vecinos.
Cuando llegó a las proximidades del edificio, de ladrillo blanco, Greene vio a cuatro o cinco hombres más, todos aproximadamente de su edad, caminando en la misma dirección que él. Los saludó con la cabeza y todos le respondieron del mismo modo. Cada viernes veía a la mayoría de ellos, o a otros que no podían ser sino sus hermanos. Todos estaban allí para lo mismo: hacer de chófer de sus padres en el Sabbat.
– He oído que los Maple Leafs van ganando dos a cero al final del segundo tiempo y que el nuevo portero ha parado veinte tiros -susurró el padre de Greene cuando salió de la capilla al encuentro de su hijo, después de asegurarse de que el rabino miraba a otro lado-. Ya te decía yo que el problema era ese portero joven.
Greene asintió. A pesar de la estricta prohibición de escuchar la radio o ver la televisión durante el Sabbat, las noticias de los últimos resultados deportivos siempre encontraban el modo de penetrar mágicamente los muros del santuario. Cómo llegaban las noticias, el padre de Greene se negaba rotundamente a explicarlo. «Es como en la guerra -le había dicho en una ocasión-. Siempre sabíamos a qué distancia del campo estaban los aliados. No preguntes.»
– El portero veterano ha estado increíble. Tenías razón, papá -respondió Greene, también en voz baja. No se molestó en mencionar que la teoría de «el problema es el portero» era la cuarta o quinta solución para los males de los Maple Leafs que su padre proponía desde Año Nuevo.
– ¿Dónde has aparcado? -preguntó el padre cuando llegaron a la puerta de la calle, mientras guardaba el manto de oración y la kipá en una bolsa de terciopelo azul adornada con una estrella de David.