– A tres manzanas, en Alexis. La mitad de las plazas habituales están llenas de nieve.
– ¿Y los quitanieves? No se ve ninguno, supongo.
– Papá -dijo Greene, al tiempo que lo ayudaba a ponerse el abrigo-, deja que vaya a buscar el coche y venga a recogerte.
Era una regla del Sabbat -tácita, pero estrictamente observada- que nadie llegara hasta la misma puerta de la sinagoga en coche. De algún modo, estaba bien acudir en coche, siempre que uno aparentara que no. Su padre lo miró de soslayo.
– Mira, papá -insistió-, esperemos un poco a que se marche el rabino. Ahí fuera hay veinte grados bajo cero.
La sinagoga poseía una casa en aquella misma manzana y la alquilaba al rabino, lo que le facilitaba a éste ir y venir de una a otra. Como le gustaba decir al padre de Greene: «Para el rabino es muy fácil predicar que no se use el coche en el Sabbat. ¡Como él puede llegar caminando a casa para echar una meada!».
Un hombre alto y joven se acercó y dio una palmada en la espalda al padre.
– Buen sbabbos, señor Greene -le deseó. El hombre hablaba con un asomo de acento estadounidense, probablemente de Nueva Jersey o neoyorquino, se dijo el detective.
El padre miró a su hijo y torció el gesto. Aquél era el nuevo rabino. Llevaba un año en la sinagoga y los miembros más ancianos de la congregación lo criticaban en general, lo cual no era de sorprender pues, normalmente, tardaban cinco años en aceptar a un recién llegado.
– Buen sbabbos, rabino Climans -respondió.
– Qué bendición tener un hijo tan leal, señor Greene -comentó el rabino antes de volverse a otro de sus fieles.
El padre de Greene puso los ojos en blanco. “¡Rabino Climans…! ¿Por qué se llama rabino Climans? -solía decir-. ¡Deberían llamarlo rabino Cliché! ¿Qué se cree, que está ensayando para El violinista en el tejado? ¿De dónde sacan unos rabinos tan fastidiosos?»
Caminaron en silencio por las calles blancas, con el único sonido del seco crujir de sus botas en la nieve fría. No corría un soplo de aire.
Greene abrió la puerta del copiloto a su padre. Dentro del coche, la temperatura era la misma que fuera. A la mierda el precalentamiento, pensó Greene mientras introducía la llave y animaba al motor a ponerse en marcha. Cuando lo hizo, a regañadientes, padre e hijo permanecieron sentados a la espera de que se calentara. De momento, era inútil poner en funcionamiento la calefacción: sólo expulsaría aire frío. Puso en marcha los limpiaparabrisas y la nieve fría y seca voló del cristal, que continuó cubierto por una capa de escarcha.
– ¿Cómo va tu caso? -preguntó el padre.
Greene movió la cabeza.
– Hay algo que todavía no he entendido. Hasta hoy, he detenido a treinta, tal vez cuarenta personas acusadas de asesinato. Cuando los arrestamos, todos dicen algo. Tal vez, «que te jodan, pasma», o, «no diré nada», pero algo dicen. Bruce no ha soltado una palabra. Ni una. Le puse un tío en la celda y lleva allí casi dos meses. Callado como una tumba, maldita sea.
– ¿Ni una palabra? -El padre volvió la cabeza y empezó a abrir un agujero en la escarcha del interior de la ventanilla con la uña.
Cuando su padre callaba, era señal de que estaba concentrado. Habían comentado sus casos de aquella manera desde hacía años. El detective acudía a su padre cuando se encontraba en una encrucijada o en un callejón sin salida. Su opinión, a menudo muy sencilla, siempre resultaba útil.
– Brace tuvo que separarse de su hijo -dijo el padre finalmente.
– El chico era autista -asintió Greene. Se inclinó hacia delante y conectó la calefacción. Una ventolera helada surgió por el respiradero y volvió a apagarla-. En aquella época, fue un asunto bastante duro.
El padre volvió la cabeza y miró a su hijo.
– En los campos, a veces, los hombres dejaban de hablar durante meses. Sobre todo cuando recibían malas noticias,
Greene asintió. Enfocó la salida de aire hacia el parabrisas y conectó de nuevo. Poco a poco, el interior del cristal se descongeló, abriendo un agujero redondo como en un fundido de entrada de una película de cine mudo.
– ¿Tiene dos hijas?-preguntó el padre-. ¿Cómo se llaman?
– Amanda y Beatrice. -Greene se encogió de hombros.
– Muy británico -susurró-. Cuando asesinaron a mi primera familia, estuve casi un mes sin decir nada.
Greene asintió. Las ocasiones en que su padre mencionaba a su primera familia perdida eran pocas y espaciadas.
– Papá, ayer, después de la rueda de prensa, el jefe me ofreció dos entradas para el partido contra Washington, a finales de enero. ¿Querrás ir? No has estado nunca en el ACC. -El Air Canada Center era el lujoso nuevo hogar de los Toronto Maple Leafs.
– Tal vez.
Greene comprendió que su padre no lo acompañaría. Años antes, cuando había ingresado en Homicidios, Charlton le había regalado dos entradas para el viejo estadio de los Maple Leafs, el Gardens. Su padre se había pasado media vida en Canadá viendo el hockey por televisión, pero jamás había asistido a un partido en directo.
La velada fue un desastre. A la madre de Greene le preocupaba que no encontraran aparcamiento en el centro, de modo que tomaron el metro. En la estación de Eglinton, montaron en un vagón abarrotado y, tan pronto se cerraron las puertas, el padre rompió a sudar. La gente se apretujaba y el pobre empezó a temblar.
Greene lo sacó del tren en la siguiente parada. Era sábado por la noche y estuvieron veinte minutos esperando un taxi bajo un frío atroz. Cuando llegaron al Gardens, casi había terminado el primer tiempo. Tuvieron que cruzar un largo túnel para llegar a sus asientos y, cuando estaban por la mitad, al padre le entró pánico. Cuando salieron a las gradas, sobre la pista brillantemente iluminada, tuvo la impresión de que su padre se encogía. En aquel preciso momento, los Maple Leafs marcaron un gol y diecisiete mil personas se levantaron al unísono para celebrarlo a gritos. Por primera vez en su vida, Greene vio el miedo en la expresión de su padre.
A duras penas, consiguió llevarlo hasta sus localidades. El padre permaneció pegado al asiento durante el resto del partido y se negó a moverse ni siquiera en los intermedios. Mediado el tercer período, se inclinó hacia su hijo y le susurró que tenía que ir al baño.
Para entonces, los Maple Leafs ya iban perdiendo por tres goles. Greene recogió las chaquetas y condujo a su padre por el túnel hasta los retretes de caballeros, frente al puesto de palomitas.
Los servicios eran sorprendentemente grandes. El suelo era de frías baldosas y las paredes estaban pintadas de un verde mate descolorido. No había retretes individuales; la sala estaba dominada por una larga pileta central de porcelana con urinarios a ambos lados, donde un puñado de hombres se aliviaba, generando un río amarillo de orines espumeantes. El olor a meados impregnaba la atmósfera.
El padre se quedó paralizado, asido a la mano de su hijo, y al cabo de un momento se vomitó encima.
El calefactor del coche empezó a caldear el interior del vehículo y la escarcha del parabrisas fue despejándose. Sin embargo, la nieve que caía continuó adhiriéndose al cristal, envolviéndolos en un blanco capullo que, de nuevo, les impedía la visión. El aire era seco y Greene notaba la piel escamosa.
– Un hombre no olvida a sus hijos -sentenció el padre-. Nunca.
Tercera parte – Mayo
XLII
Al señor Singh, los largos días de principios de mayo le resultaban de lo más agradable. Sobre todo, los tempranos amaneceres, pues cuando se levantaba, a las 4.13, ya había un asomo de resplandor en el cielo que lo hacía sentir despierto. A las 5.02, mientras caminaba por Front Street en dirección a Market Place Towers para iniciar las entregas del día, el sol ya brillaba de lleno.