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Con todo, aquella mañana el señor Singh notaba una pizca de cansancio. La noche anterior, domingo, habían tenido a cenar a los nietos y se había quedado levantado hasta tarde para explicarle a Ramesh, el mocoso de ocho años, el principio del desplazamiento de líquidos. Su esposa, Bimal, se había quejado airadamente de que hubieran derramado un poco de agua en la mesa de la cocina. ¿A qué venía tanta queja? ¿Cómo, si no, iba el muchacho a aprender los principios de la física?

Ramesh era un chico de natural curioso. Mientras el señor Singh devolvía una olla grande a su lugar sobre los fogones, el nieto comentó:

– Mamá dice que una vez viste un muerto.

– Por desgracia, así fue -confirmó él.

– ¿Los muertos tienen los ojos abiertos o cerrados? -inquirió el niño.

– Pueden tenerlos de una manera o de otra -respondió el señor Singh.

– ¿Cómo los tenía el muerto que tú viste?

Mientras avanzaba por el lado sur de Front Street, donde no daba el sol, el señor Singh meneó la cabeza al recordar la pequeña charla. La ciudad sufría una ola de calor y la temperatura ya empezaba a subir. No obstante, Bimal había insistido en que llevara el abrigo por si llovía. Y porque aquella mañana tenía que testificar en la vista previa del juicio del señor Kevin.

– Puede que en el tribunal tengan el aire acondicionado demasiado fuerte -había dicho su esposa.

– Tienes razón -asintió. Además, presentarse ante el juez sin un abrigo como era debido lo habría hecho sentirse incómodo.

Todo el fin de semana, los periódicos habían publicado muchos artículos sobre el señor Kevin. Al parecer, incluso el nietecito del señor Singh estaba al corriente del asunto. Sin embargo, últimamente, las principales noticias del periódico habían tenido que ver con el equipo de hockey sobre hielo de la ciudad. Para sorpresa general, aún seguían en competición, ya en puertas del verano.

Muchas mañanas, en las primeras páginas de los cuatro periódicos aparecían fotos de algún jugador con casco y camiseta blanquiazul que levantaba el stick en el aire y se abrazaba a otros jugadores con uniformes y cascos parecidos. Y muchas noches se oía pasar por la calle una caravana de coches que hacían sonar la bocina, repletos de jóvenes que asomaban el cuerpo por la ventanilla ondeando banderas blancas y azules.

El señor Singh sabía que, aquella mañana, la prensa destacaría el caso del señor Kevin. Por eso no se sorprendió cuando, al aproximarse al edificio de Market Place Tower, vio a un puñado de periodistas delante de la puerta. Gracias a Dios, el conserje, Rasheed, no les había permitido invadir el vestíbulo.

Lo mejor sería dar un rodeo para evitar a los reporteros, se dijo. Casi había conseguido dejarlos atrás cuando un hombre exclamó:

– ¡Ése es el tipo que encontró el cuerpo!

De repente, una horda de micrófonos cayó sobre él.

– Señor Singh, señor Singh, tenemos entendido que usted es el primer testigo, ¿es cierto? -preguntó una voz de mujer.

– ¿Qué se siente al declarar contra un ex cliente? -inquirió otra voz femenina.

– Les ruego que tengan la bondad de disculparme -dijo el señor Singh. El sol apenas había asomado, pero ya calentaba. Los periodistas llevaban ropa inadecuada para su profesión. Muchos de los hombres vestían camiseta, pantalones cortos y sandalias. Y las mujeres… Algunas llevaban camisas que dejaban a la vista partes del torso.

El señor Singh había descubierto que, en Toronto, aquellos breves períodos de bonanza eran calificados de «olas» de calor, mientras que los gélidos tiempos del invierno eran denominados «invasiones frías». Por qué unos eran olas y los otros eran invasiones, no acababa de entenderlo.

– Ya llevo dos minutos de retraso en mis entregas -dijo, mientras esquivaba a una mujer de cabellos cortísimos y gafas de colores que se le había colocado delante.

– Pero, señor Singh… -empezó a decir otro reportero.

– ¿No han oído lo que acabo de decir?-preguntó Singh-. Hagan el favor de dejarme pasar.

Aquello pareció calmar a la plebe y los periodistas se hicieron a un lado. El señor Singh entró en el vestíbulo, sacó la navajita y cortó la atadura del primer paquete de periódicos.

Aquella semana, los diarios volvían a pesar más de lo habitual porque el domingo se celebraba el día de la Madre. El señor Singh se preguntó qué se les ocurriría ahora a los canadienses con las festividades. Los periodistas tenían razón: aquella misma mañana declararía ante el tribunal y, por lo que tenía entendido, sería el primer testigo en hacerlo.

A pesar de sí mismo, pensó en la otra pregunta que le habían hecho los reporteros: ¿Qué sentiría al declarar en la sala, delante del señor Kevin? Imaginó que, a éste, todo el proceso le resultaría sumamente incómodo. Singh sabía que el señor Kevin, aunque fuera una figura destacada de la radio que hablaba todos los días para millones de personas, era un hombre muy reservado. Por ejemplo, aquella terrible mañana de diciembre, cuando le había dicho que había matado a su joven esposa, apenas era capaz de articular palabra. Después de decirlo, no había vuelto a abrir la boca. Cuando él le había preguntado si le apetecía un té, el señor Kevin se había limitado a asentir con la cabeza.

El detective de la policía que lo había interrogado aquella tarde, igual que el fiscal que había hablado con él la semana pasada, le habían insistido en que intentara recordar cualquier otra palabra que hubiera pronunciado el detenido, pero no había nada que recordar.

El señor Singh no alcanzaba a entender dónde estaba la complicación del caso. El señor Kevin había declarado que había matado a la señora Katherine, y a ella la habían encontrado muerta en la bañera.

Una circunstancia desafortunada, sin duda. Pobre señora Katherine. Y qué triste para el señor Kevin. Sí, se le haría muy extraño volver a verlo hoy y no poder darle los buenos días y preguntarle por su bella esposa, pensó el señor Singh.

XLIII

– El Chico Maravilla ha entregado por fin su informe toxicológico -anunció Jennifer Raglan cuando Ari Greene apareció en la puerta de su abigarrado despacho. Raglan levantó de su mesa un sobre marrón con las palabras OFICINA DEL FORENSE DE ONTARIO claramente estampadas en el ángulo superior izquierdo. Greene traía en una mano un café con leche largo para ella y en la otra llevaba una infusión de manzanilla para él.

Habían establecido aquel sistema para las mañanas en que ella se quedaba a dormir en su casa: la dejaba a unas manzanas de la oficina, ella terminaba el trayecto a pie y él aparecía al cabo de un rato.

– Muy oportuno -dijo Greene mientras dejaba el café en uno de los pocos espacios despejados que encontró en el escritorio-. El doctor Kiwi es un hombre ocupado, pero cumple siempre.

– Gracias -dijo ella, dando un sorbo al café-. Fernández está al fondo del pasillo, como siempre. El tipo duerme aquí, prácticamente.

– Todo un currante, ¿no? -dijo Greene.

Raglan resopló sonoramente mientras extraía el informe del sobre y empezó a leer.

– Siempre hay que andar con ojo con los fiscales jóvenes. A veces se meten en líos, por el deseo de ganar a toda costa. Lo que menos necesito es a otro Phil Cutter.

Con su mirada experta, revisó rápidamente el documento.

– Mierda -masculló, mientras seguía con el dedo un párrafo del final de una de las hojas. A continuación, le tendió el informe al detective por encima del escritorio.

Greene leyó la sección titulada -Toxicología» y soltó un silbido por lo bajo.

– Es un montón de alcohol en el cuerpo, a las cinco de la mañana. Una tasa de dos coma cinco, nada menos. Howard Peel, con el que coincidió en Alcohólicos Anónimos, dijo que volvía a darle a la botella.

Raglan se mordió el labio inferior antes de comentar: