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– Este caso no es la perita en dulce que creímos de buen comienzo.

– Nunca lo es ninguno -asintió Greene mientras hojeaba el informe-. Mira esto -dijo, rodeando el escritorio y colocándose de pie a su lado-. El nivel de plaquetas de Torn es ridículamente bajo.

Raglan se inclinó a mirar, volviendo las caderas hacia él.

– Diecisiete -dijo-. ¿No es una cifra propia de hemofílicos?

– Casi. Para eso, debería ser inferior a diez. El doctor McKilty dice que, por debajo de veinte, con sólo tocarla se magullaría como un plátano. Tenía marcas en los brazos, pero podrían deberse a cualquier cosa.

– Puede que un recuento plaquetario tan bajo se deba a la bebida -apuntó Raglan-. Pero estaba en muy buena forma. ¿No montaba a caballo casi todos los días?

– A menudo, las dos cosas van de la mano -asintió Greene-. Adicto a la bebida, adicto al ejercicio.

Raglan deslizó la mano por la espalda del detective.

– Nunca hay una víctima perfecta, ¿verdad? -dijo.

– Cuando Parish vea esto, insistirá en llegar a un pacto -sentenció Greene.

Ella asintió mientras le metía los dedos por dentro del cinturón.

– Y Summers se pondrá hecho una furia. Me llevará a rastras a su despacho y prácticamente me exigirá que pacte un segundo grado, o incluso un homicidio simple. Pero tengo las manos atadas. Órdenes de arriba: nada de tratos. -Deslizó los dedos por el interior del pantalón-. Dos días más y volverán los chicos… -añadió, volviendo un poco más las caderas hacia él. En aquel momento, la Blackberry que siempre llevaba a la cintura emitió un zumbido. La sacó de la funda y miró la pantalla.

– Es Dana -dijo; retiró la mano y dio la espalda a Greene para atender la llamada.

– Hola, cariño -dijo, consultando el reloj-. ¿Cómo es que estás levantada tan temprano? -Raglan afirmó con la cabeza-. ¡Ah, el zoo! Será una excursión estupenda. Pensaba que papá… -Se produjo un silencio y Greene vio que apretaba el puño-. ¿No encuentras el permiso en la mochila? -Raglan se pasó la mano por el rostro-. ¿Por qué no me llamaste anoche? -Otra breve pausa-. Sí, trabajé hasta tarde, por eso no contestaba en casa. Encanto, te he dicho que me llames siempre al móvil. Está bien, iré a casa enseguida a buscarlo y lo llevaré a la escuela. Te quiero.

Cortó la llamada y miró a Greene.

– Excursión de cuarto curso -le dijo-. No la dejan subir al autobús sin el maldito permiso paterno.

Llamaron a la puerta y Fernández entró muy ufano con una carpeta negra en la cual, en una etiqueta, se leía: CASO KEVIN BRACE – LEGAJO VISTA PREVIA – ALBERT FERNÁNDEZ, FISCAL AYUDANTE.

– Albert, estaba a punto de llamarte -dijo su jefa-. El doctor McKilty nos ha enviado por fin el informe de toxicología. Malas noticias. Torn tenía una tasa de alcohol en sangre de dos coma cinco. Y el nivel de plaquetas era patéticamente bajo.

Fernández cogió una copia del informe, se sentó en una de las sillas frente al escritorio y leyó despacio, metódicamente.

Raglan miró a Greene, primero, y después a Fernández. Por último, exhaló un profundo suspiro.

– Albert, tengo una crisis con mi hija y debo irme ahora mismo.

– ¿Le sucede algo? -preguntó Fernández, levantando la vista de los papeles con una expresión de auténtica preocupación.

– No, nada. Es sólo un asunto de papeles de la escuela. Buena suerte hoy en la vista previa.

– Summers va a montarme la bronca por no ofrecer un trato – respondió él con un encogimiento de hombros-. Sobre todo, cuando vea esto.

De nuevo sonó el móvil de Raglan. Miró la pantalla y luego a su subordinado.

– Lo siento, Albert, tengo que responder… Un segundo.

Se volvió de costado y pulsó la tecla.

– Cariño, ya voy para allá… ¿Qué? ¿Lo hace él? Dale las gracias de mi parte. Esta noche hablaremos. Te quiero. -Cortó la comunicación y miró a Greene-. Su padre ha conseguido que otro padre le enviara el formulario por fax. Crisis resuelta.

Fernández se puso en pie.

– Mis órdenes siguen siendo las mismas, ¿verdad? Nada de tratos… Greene observó con detenimiento al joven fiscal. Raglan tenía razón. Y lo mismo sucedía con los defensores jóvenes. El instinto de ganar a toda costa era muy tentador.

– En efecto, nada de tratos -asintió Raglan-. Por ahora.

XLIV

Cuando el juez Summers hizo su entrada en la sala, a las diez en punto, Nancy Parish puso su mejor sonrisa. Había llegado con todo un minuto de adelanto, lo cual había dejado impresionado a Horace, el alguacil de la puerta que se encargaba de llamar con la campanilla.

La abogada se puso en pie con el resto de los presentes en la sala, llena hasta los topes, y observó cómo el secretario judicial se apresuraba a colocar los libros del juez sobre su mesa, a mano. Un viejo aparato de aire acondicionado matraqueaba ruidosamente en la ventana, lanzando una corriente de aire frío al interior de la gran sala. Summers dirigió una mirada a la ruidosa máquina y, con un gesto enérgico de la mano, indicó a su secretario que se ocupara de apagarla.

Cuando se dio por abierta la sesión y todos, salvo ella y Fernández, ocuparon sus asientos, Parish permaneció de pie y esperó en silencio hasta que cesó el ruido del aire acondicionado.

– Buenos días, Señoría -dijo entonces.

– Buenos días, Señoría -repitió Fernández.

– Buenos días, abogados -dijo Summers, actuando en todo momento como si aquél fuese un día más, un día cualquiera en el juzgado. Ni siquiera se dignó levantar la vista para observar a la multitud que ocupaba hasta el último asiento de la platea de la sala y todo el espacio disponible en el anfiteatro.

– Con la venia del tribunal, Nancy Parish en representación del señor Kevin Brace, que es el caballero situado a mi espalda, con el uniforme de presidiario -dijo Parish.

– Sí. Me alegro de ver que hoy lo han traído a tiempo -comentó el juez,

– Yo también me alegro -asintió ella-. Gracias a sus gestiones, Señoría, ahora traen a mi cliente al juzgado en el llamado primer reparto.

– Bien -dijo Summers, visiblemente satisfecho de sí mismo.

«De momento, está contento conmigo -pensó Parish-. A ver qué hace cuando deje caer mi primera bomba.»

– ¿Alguna moción previa, abogados? -preguntó el juez cuando Fernández se hubo presentado también. Summers abrió ceremoniosamente un nuevo libro de actas encuadernado en verde y mojó la pluma en el tintero que su leal secretario había dispuesto en el estrado, con el tapón desenroscado-. Supongo que solicitarán declaraciones de testigos a puerta cerrada, como de costumbre.

– En efecto, deseo solicitarlas, Señoría -dijo Parish.

– La Fiscalía también -intervino Fernández, poniéndose en pie un momento. Summers le dirigió una mirada que parecía decir: «Relájese, Fernández, no sea tan impaciente».

«Gracias, Fernández», pensó Parish. Mucho mejor para ella que Summers empezara el día irritándose con él.

– E imagino, señora Parish, que solicitará usted el habitual secreto de sumario… -Summers ya estaba tomando notas en su libro. Parish había aprendido a fijarse siempre en la pluma del juez y a no empezar a.hablar hasta que él hubiera terminado de escribir. El magistrado completó sus anotaciones y levantó la vista, sorprendido de que Parish no hubiera respondido aún. Ella dejó que el silencio se prolongara un par de segundos más.

– Le agradezco la sugerencia, Señoría, pero la defensa no solicitará el secreto de actuaciones.

Parish se sentó rápidamente. Detrás de ella, se levantó un murmullo entre el público y llegó a sus oídos un revuelo de papeles y una andanada de clics de bolígrafo en las primeras filas, llenas de inquietos reporteros.

– ¡Silencio!-rugió Summers-. Los miembros de la prensa permanecerán callados o los haré expulsar de la sala.

Tras esto, se volvió a Parish y le lanzó una sonrisa que parecía la del mismísimo gato de Chesire de Alicia en el país de las maravillas.