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Summers era más listo de lo que mucha gente pensaba, se dijo la abogada. Era evidente que la jugada de ésta lo había pillado totalmente por sorpresa y que el juez aprovechaba la oportunidad de reconvenir a la prensa para ganar unos segundos en los que asimilar lo que acababa de oír. Ahora, cuando respondiera, parecería que no había dudado ni un momento.

– Eso es cosa suya, señora Parish -dijo fríamente.

Por el rabillo del ojo, la abogada vio que Fernández le dirigía una mirada iracunda. Era exactamente lo que ella esperaba que hiciera.

Fernández se levantó.

– ¿Sí, señor fiscal? -preguntó Summers.

– Señoría, si la defensa no solicita el secreto de sumario, la Fiscalía sí que lo hará.

– Ah, ¿conque usted sí? -Summers empezaba a refunfuñar.

Parish había acudido preparada para aquello. Mientras se ponía de pie, abrió un expediente amarillo. Algunos jueces más informales no se molestaban si un letrado les dirigía la palabra sin levantarse del asiento, pero en el tribunal de Summers nadie abría la boca sin ponerse antes en pie.

– Señoría, existe jurisprudencia al respecto. La defensa tiene el derecho absoluto a solicitar el secreto de sumario en la fase de la investigación preliminar; la Fiscalía no. Para que se conceda el secreto de actuaciones a petición de la Fiscalía, deben concurrir motivos extraordinarios, por lo general relacionados con una amenaza a la seguridad nacional o al interés público. Y no parece que se den tales circunstancias en este caso.

Sacó una hoja del expediente y la entregó al secretario, que la hizo llegar al juez. Parish entregó otra copia a Fernández, quien la aceptó de mala gana, como un pretendiente rechazado recogería el anillo que le devolvían.

Summers tomó el papel de la mano tendida del secretario y lo dejó en la mesa, haciendo gala de que no lo miraba siquiera.

– Señora Parish, el tribunal agradece mucho su colaboración, pero creo que después de treinta años presidiendo juicios estoy bastante familiarizado con la ley sobre este punto. El precedente que se aplica aquí es el caso De La Salle, ¿verdad? De 1993 o 1994, ¿no es eso? Volumen…, volumen 4 o 5 de la Jurisprudencia Penal Canadiense.

– Summers pronunció el nombre del caso con un buen acento francés y, mientras hablaba, agitó las manos adelante y atrás como si estuviera calculando la edad de un vino añejo.

A Summers le encantaba exhibirse de aquel modo y Parish sabía que el truco consistía en no contradecirlo jamás. Ni interrumpirlo. Y si él hacía un chiste, nunca jamás responder con otro. En definitiva, se trataba de dejar que Summers fuese siempre el último en reír.

– En efecto, Señoría. De 1994 -asintió ella, pues. En realidad, no era el caso De La Salle, sino Dagenais, y estaba en el volumen 3, pero no había ninguna necesidad de contradecir a Su Señoría con tales minucias ante una sala repleta de gente. Parish sabía que, durante la pausa, Summers volvería a su despacho y comprobaría la cita, y entonces agradecería aún más que la abogada no lo hubiese rectificado en público.

Summers sonrió y volvió la mirada a Fernández.

– Señor fiscal -dijo, con voz calma-, ¿puede usted convencerme para que reescriba el Código Penal?

Parish se sentó discretamente y no levantó la vista de la mesa. No tenía que mirar para percibir las oleadas de tensión que emanaban de Fernández. Hacía mucho tiempo que había aprendido a no regodearse nunca ante un tribunal. A no ser nunca una mala ganadora.

– Gracias, Señoría. -Fernández escupió, prácticamente, las palabras. Con la mirada baja todavía, Parish sólo alcanzaba a ver las piernas del fiscal. En lugar de su habitual porte firme, casi envarado, parecía balancearse de un pie a otro-. Creo que mi colega, la señora Parish, ha presentado una buena argumentación. Tras reflexionar, la Fiscalía no se opone a una declaración general de secreto de actuaciones.

Fernández había recobrado la frialdad rápidamente y había sido lo bastante hábil para no enfrascarse en una batalla perdida con Summers. Parish se quedó impresionada.

– Pero, Señoría -continuó el joven fiscal-, en el juicio quizá presente ciertos testigos para los que pediré que revisemos este acuerdo. Estoy seguro de que Su Señoría será comprensivo si se presentan ciertas circunstancias extraordinarias…

Parish lo miró. Percibía algo en el tono de voz de Fernández que le llamaba la atención. «Circunstancias extraordinarias» era una palabra clave en un juicio público. Normalmente, se refería a que en la cárcel había algún soplón que declararía haber oído una confesión entre rejas. Tal posibilidad era la pesadilla del abogado defensor. Parish miró de reojo a Summers, que asentía con la cabeza a las palabras de Fernández. Había captado el mensaje.

– En efecto, señor fiscal, este tribunal estará dispuesto a revisar la cuestión, si surge la necesidad -respondió, todo amabilidad y ligereza.

Parish se aferró al bolígrafo. Contra su voluntad, miró brevemente a Brace, situado detrás de ella con su uniforme de preso. De repente, no vio en él a Kevin Brace, el famoso locutor, la Voz del Canadá. Ahora, sólo era un cliente más con el mono naranja. Un cliente más al que había repetido cien veces que tuviera la boca cerrada. Un cliente que, probablemente, había torpedeado su propia defensa con alguna tontería dicha en la cárcel. Mierda.

– Estoy seguro de que la defensa no se opondrá a ello. ¿Señora Parish? -inquirió Summers. Ella casi alcanzó a oír los pensamientos del juez: «Nancy, por el amor de Dios, ¿no le dijiste a tu cliente que callara como un muerto?».

Tuvo ganas de levantarse y gritar: «¡Claro que se lo dije! ¡Se lo dije cien veces! ¡A mí no quiere decirme una palabra y, en cambio, se pone a largar en el trullo, como todos!». En lugar de ello, se puso en pie lentamente y respondió:

– Le agradezco su resolución, Señoría. -Le dolía la cabeza. Maldita sea, ¿qué había contado Brace? ¿Qué tenía Fernández? Sonrió al juez Summers y añadió-: La defensa está preparada para iniciar la causa.

XLV

– El primer testigo de la acusación será el señor Gurdial Singh -dijo Albert Fernández con voz pausada y confiada mientras se desplazaba al estrado del lado de su mesa de letrado.

Algunos fiscales consideraban que era mejor empezar una vista previa con los testimonios policiales: situar la escena, despachar las declaraciones forenses. Fernández, en cambio, prefería relatar la historia por orden, en un lenguaje sencillo, aunque ello significara fastidiar a un puñado de policías porque los obligaba a quedarse allí todo el día, a la espera de ser llamados al estrado. Por eso iba a empezar por Singh.

Además, el señor Singh era de esos testigos que los fiscales adoran. No tenía antecedentes, por supuesto, era un ciudadano absolutamente respetable y no tenía ningún motivo para decir otra cosa que la verdad. Y lo mejor de todo: el jurado estaría encantado con él. El testigo perfecto para empezar.

– ¡Señor Gurdial Singh! -voceó un policía en la puerta de la sala, asomándose al pasillo. Al cabo de un momento, el señor Singh compareció. A pesar del calor, vestía camisa blanca y corbata, pantalones de franela gris y zapatos de suela gruesa. Llevaba colgado del brazo un abrigo largo y, cuando entró, buscó con la mirada dónde dejarlo. De pronto, aquel sencillo acto, tan insignificante, hizo que Singh pareciese inseguro de sí mismo. Fernández se dio cuenta de que, si un miembro del jurado se fijaba en ello, su primera impresión sería que se trataba de un anciano confuso. Y la primera impresión, bien lo sabía el fiscal, pesaba un setenta por ciento en la opinión que uno se formaba finalmente de otra persona.

Siempre le había asombrado cómo el detalle más nimio podía modificar la consideración que uno daba a un testigo. La credibilidad era un recurso frágil. Por fortuna, sólo se trataba de la vista previa y se limitó a escribir en el margen de su cuaderno una nota para acordarse de acompañar al señor Singh cuando entrara en la sala, ayudarlo a aclimatarse plenamente al escenario y contar con alguien que se encargara de su abrigo mucho antes de que tuviera que subir al estrado.