Cuando Fernández se disponía a dirigir la palabra a Singh, Summers se le adelantó.
– Buenos días, señor Singh -entonó desde su atalaya en lo alto del estrado.
– Oh, hola, Señoría -respondió Singh, levantando el brazo del que colgaba el abrigo.
– El secretario se encargará de eso. Usted acérquese y ocupe un asiento aquí arriba, a mi lado. -Summers dio unos golpecitos en el pasamanos de madera del estrado.
El secretario salió disparado de su asiento, debajo del juez, y corrió a recogerle el abrigo. Singh subió al estrado.
– Buenos días, señor Singh -dijo Fernández cuando el testigo terminó de prestar juramento.
– Buenos días, señor Fernández.
– Señor Singh, tengo entendido que nació usted en la India en 1933, que fue ferroviario y que trabajó durante cuarenta años en los Ferrocarriles Nacionales de la India, donde alcanzó el cargo de maquinista jefe del distrito norte antes de jubilarse.
– Fueron cuarenta y dos años, para ser exactos -le corrigió Singh.
Fernández sonrió. Había dicho cuarenta a propósito, con la esperanza de que el señor Singh le rectificara. Tal pequeña corrección mostraría desde el primer momento al jurado que Singh era un maniático de los detalles.
– ¿Y es usted ciudadano canadiense? -preguntó el fiscal. Un aspecto importante del arte de interrogar testigos consistía, pensó, en recordar que el juez y el jurado no sabían nada de ellos. El letrado tenía que empezar por el principio y mostrar mucho interés por los detalles de una historia que él ya habría escuchado diez veces, por lo menos.
– Rotundamente sí -declaró el señor Singh-. Y también mi esposa, Bimal, y nuestras tres hijas. Solicitamos la nacionalidad tan pronto nos lo permitieron las leyes. Tres años después de nuestra llegada al país, exactamente.
Durante los diez minutos siguientes, Fernández condujo a Singh a través de las partes no conflictivas de su declaración: sus años de ferroviario en la India, su decisión de instalarse en el Canadá con su familia y su empleo de los últimos cuatro años y medio como repartidor de periódicos. «Uno debe mantenerse activo», dijo Singh.
Fernández miró a Summers y observó que este último comentario movía al juez a simpatizar con el testigo, como harían sin duda los jurados en el juicio que se preparaba.
Singh contó que había conocido a Brace hacía unos años y explicó cómo se había iniciado su ritual diario de cruzar un breve diálogo cordial a primera hora de la mañana. Finalmente, llegaron a la mañana del 17 de diciembre. Singh explicó con todo lujo de detalles que había llegado a la puerta, que no había salido nadie, que había oído un gemido y que, a continuación, había aparecido el señor Brace con sangre en las manos.
– ¿Qué dijo el señor Brace, si dijo algo, en esos momentos? -preguntó Fernández, dejando muy claro que no insinuaba en modo alguno la respuesta del testigo estrella.
– Dijo: «La he matado, señor Singh, la he matado».
– ¿Usó estas precisas palabras?
– Sí. Hasta donde alcancé a oír.
Fernández, por un instante, se quedó paralizado. Aquel comentario era una novedad. Trató de recordar si alguien había preguntado alguna vez por el volumen de la voz de Brace. Probablemente no. Sin embargo, poco importaba. El fiscal tenía que tomar una decisión estratégica y sólo disponía de un momento para ello. ¿Debía pedirle a Singh que ampliara su respuesta?
Decidió que tendría mucho tiempo para volver sobre el asunto, más adelante. Ahora, no quería perder el ritmo de su interrogatorio al testigo.
– ¿Qué hizo usted a continuación? -preguntó.
– Entré en el piso.
El resto de la declaración transcurrió plácidamente. Fernández hizo que Singh explicara que había seguido a Brace al interior del apartamento y cómo habían entrado en la cocina primero, luego en el dormitorio principal y el baño anexo, en el segundo dormitorio y, por fin, en el baño del pasillo, donde había encontrado el cuerpo en la bañera.
Singh continuó su exposición: había comprobado que Katherine Torn estaba «difunta, sin la menor duda» y había llamado al «servicio de policía». Finalmente, contó la irrupción del agente Kennicott, cómo éste había resbalado y había perdido el arma mientras él y Brace tomaban un té en la cocina, y que le había ofrecido una taza al policía. Lo del té, había decidido Fernández, era un punto para concluir la narración.
Summers miró a Singh y sonrió. Era lo que Fernández buscaba, exactamente. Regla número uno de la abogacía: haz que tu testigo caiga bien al juez o al jurado. Un juicio transcurría como la vida real. La gente es más tolerante con los que le caen bien. En el juicio, Fernández quería que el jurado viera a Singh como un tío favorito y que se molestara con Parish por repreguntarle.
Fernández se sentó y miró a la abogada. ¿Qué se propondría hacer con aquel testigo?
– ¿Tiene preguntas para el testigo, señora Parish? -preguntó el juez con un centelleo en la mirada que causó una ligera inquietud al fiscal. Era el mismo brillo que había visto en los ojos de Summers el febrero pasado, durante la instrucción preliminar. ¿Qué le había insinuado entonces con aquel gesto?
– Señor Singh -Parish se puso en pie despacio, tomándose su tiempo-, hoy ha procurado responder a todas las preguntas como mejor podía, ¿verdad?
– Desde luego que sí, señora.
Gracias por contribuir a la respetabilidad de mi testigo, pensó Fernández con una sonrisa.
– Y, señor, al agente Kennicott, el primer policía que apareció en la escena, ese al que se le cayó el arma, ¿lo recuerda usted?
Buena jugada, pensó el fiscaclass="underline" colar una pequeña mofa sobre Kennicott para empezar. Hacer que la policía pareciese estúpida desde el primer instante.
Parish usaba una táctica suave, a diferencia de la mayoría de abogados criminalistas, que se lanzaban al ataque contra los testigos de la acusación. Resultaba muy efectivo, como bien sabía Fernández.
– Desde luego, señora.
– ¿También respondió a todas sus preguntas?
– Desde luego, señora.
– ¿Y recuerda ese día con claridad?
– Señora, en calidad de maquinista jefe en el distrito norte de los Ferrocarriles Nacionales de la India, he visto muchas tragedias. En
Canadá, casi nadie sabe que es la mayor empresa de transportes del mundo. Cada vez que se produce una tragedia, le queda a uno un recuerdo imborrable.
– Desde luego, señor -murmuró Parish. Perfecto, pensó Fernández: Parish estaba repitiendo la muletilla de Singh. La tenía comiendo en la palma de la mano.
– Y, señor, usted no sólo carece de antecedentes penales, sino que no ha sido investigado nunca por la policía en relación a un delito…
Parish hablaba relajadamente. Era como si el testigo y ella mantuvieran una conversación privada, como si no estuvieran en medio de una sala del tribunal abarrotada de gente.
– Desde luego que no, señora.
– ¿Y no ha cometido nunca un crimen?
– Desde luego que no, señora.
Fernández jugó con el bolígrafo. ¿Adónde quería llegar Parish con todo aquello?
– ¿No ha cometido nunca un asesinato?
– Desde luego que no, señora.
Fernández miró a Parish. Podría haber protestado de que el testigo ya había contestado a la pregunta, pero ¿por qué hacerlo? No podía decirse que Parish, con su tono suave, estuviera acosando en modo alguno al señor Singh.
– Sin embargo, señor, ha matado usted a mucha gente.
Fernández se puso en pie de un brinco. Esta vez, Parish se había pasado.