– Protesto, Señoría -dijo-. El testigo ha declarado dos veces que no ha cometido ningún crimen y que no ha sido objeto de investigaciones policiales…
– No me han investigado nunca por cometer un crimen, es cierto -le interrumpió Singh-. Pero, sí, he matado a mucha gente…
El juez Summers levantó la mano hacia Singh, intentando hacerlo callar, pero ya lo había dicho. Summers le sonrió.
– Gracias, señor Singh, supongo que es la primera vez que presta declaración en un tribunal.
– Oh, no, ni mucho menos. He declarado muchas veces en la India. En calidad de maquinista jefe, fui testigo en toda clase de juicios. Asesinato, violación, abandono infantil, juego ilegal, tráfico de drogas…
La sonrisa de Summers se hizo más ancha.
– Entiendo, señor. Tal vez, entonces, es la primera vez que testifica en Canadá…
El señor Singh asintió.
– En efecto, Señoría. Como repartidor de periódicos, uno no ve muchos crímenes.
Detrás de Fernández, se oyó un leve coro de risas entre el público.
– Ya -dijo Summers-. Verá, señor, en nuestros tribunales, cuando un letrado presenta una protesta, el testigo debe esperar hasta que el juez decide sobre la cuestión. Se habla por turno.
Por primera vez desde que había entrado y no había sabido dónde dejar el abrigo, Singh dio muestras de confusión.
– Señoría, en este país observo a menudo que la gente habla a la vez. Mis nietos, por ejemplo, hablan a sus padres antes incluso de que éstos les hablen.
Esta vez, la risa de la concurrencia fue aún más audible. Summers levantó la vista hacia el público y, sonriendo todavía, se volvió a Fernández.
Parish ya se había sentado. Fernández estaba solo ante el juez.
– Señor fiscal -dijo Summers-, usted ya ha interrogado al señor Singh acerca de la expresión que le escuchó decir al señor Brace la mañana de autos, ¿no es así? -El juez miró a Parish y sonrió.
«Expresión», se dijo Fernández, era el término que Summers había utilizado durante la instrucción preliminar, en febrero. «Expresión», y no «confesión». Ésta era la señal que le había mandado a Parish. Y ella la había captado. Maldita sea, ¿cómo se le había podido escapar?
– Así es, Señoría. -Fernández procuró mantener la voz firme.
– Pues la abogada, desde luego, tiene derecho a seguir explorando la cuestión en su turno de preguntas.
Fernández vio que había caído inocentemente en la trampa de Parish. Y ahora entendía su anterior jugada. Por eso no había querido mantener el secreto de sumario. Había cogido la prueba de convicción más sólida de la Fiscalía, la declaración de Brace a Singh, y la había enfangado por completo. Y había querido que la prensa lo sacara para que, más adelante, cualquier posible jurado tuviera ya ciertas dudas. Sí, una maniobra habilísima.
– Tiene razón, Señoría. Retiro la protesta.
Fernández se obligó a sentarse con calma. En el tribunal, no había que mostrar nunca miedo o decepción. Aunque te acabaran de pillar desprevenido por segunda vez.
Parish se levantó y abrió una carpeta naranja. Dio media vuelta y, por un instante, miró hacia la primera fila del público, donde se encontraba la prensa.
Fernández siguió su mirada. Los reporteros estaban pendientes de todo. Distinguió a Awotwe Amankwah, del Star, el único rostro negro en toda la fila, y vio que dirigía un leve gesto de asentimiento a la abogada.
Fernández la miró. Parish sacó del bolsillo de la chaqueta unas gafas para ver de cerca y se las puso con parsimonia. No la había visto nunca con gafas, pensó él. Un buen toque.
– Señor Singh, usted ha matado a doce personas, ¿es correcto?
– Correcto. Doce personas en cuarenta y dos años se consideró una cifra muy baja.
– Pero usted se acuerda de cada una de ellas.
– Como si fuera hoy.
– La primera fue la señora Bopart, en 1965.
– Fue muy trágico. La mujer había salido del pueblo a buscar agua y se desmayó al borde de las vías. Era invierno, de madrugada, antes de que saliera el sol, y no había modo de verla. El marido aún no lo sabía, pero estaba embarazada.
– Y luego vino el señor Wahal.
– Muy trágico, también…
Fernández asistió al repaso que hacía Parish de todas las muertes causadas por el señor Singh, cada una más terrible que la anterior, e intentó no demostrar que estaba impresionado ante su trabajo de investigación. Estaba claro como el día lo que se proponía con ello y no podía hacer nada por impedirlo. Como un general que ve sucumbir a su ejército desde lo alto de una colina, lo único que podía hacer era contemplar cómo se producía lo inevitable.
Finalmente, Parish concluyó la serie de espantosas muertes y cerró la carpeta.
– Señor Singh, la mañana del 17 de diciembre, el agente Kennicott le pidió que repitiera lo que le había dicho el señor Brace.
– Así es.
Parish levantó la transcripción de la declaración de Singh.
– Esto es lo que le dijo al agente Kennicott, y cito: «El señor Brace ha dicho: “La he matado, señor Singh, la he matado”. Éstas son exactamente las palabras que ha utilizado».
– Exacto, señora.
– ¿Y es lo que le dijo el señor Brace, palabra por palabra?
– Palabra por palabra.
Parish se quitó las gafas y miró directamente al testigo.
– ¿No dijo: «La he asesinado, señor Singh, la he asesinado»? ¿No dijo eso?
Por primera vez en todo el interrogatorio, el tono suave y agradable de Parish había adquirido una pizca de dureza, como un pellizco de pimienta en una sopa sosa. Un buen interrogador establece con el testigo una especie de ritmo, una cadencia subliminal que lo une todo, como una canción regida por el metrónomo, y que añade calidad y credibilidad a lo que se dice.
A aquellas alturas del interrogatorio, Parish formaba prácticamente un dúo de cantantes con el señor Singh. Mediante cambios de inflexión, subrayaba la importancia de la pregunta, como un riff de jazz que entrara ligeramente retrasado respecto al ritmo.
Singh pareció afectado por aquel nuevo tono. Naturalmente, Fernández y todos los presentes esperaban que respondiera al compás, rítmicamente. Pero no lo hizo. Guardó silencio.
Summers, que llevaba un rato escribiendo, dejó de hacerlo y levantó la pluma. Parish se balanceó ligerísimamente. Greene, que tomaba notas precisas sentado al lado de Fernández, dejó de escribir también. Fernández procuró quedarse quieto para no contribuir más la intensidad del momento y no apartó la vista de Singh.
El testigo levantó la cabeza y, por primera vez, miró a Brace.
– Durante los años que lo he conocido, el señor Kevin Brace siempre me ha hablado con gran consideración y cuidado. Ni una sola vez ha pronunciado la palabra asesinato.
– Gracias, señor Singh -dijo Parish y se sentó rápidamente.
Summers se volvió a Fernández con la sonrisa más amplia de la mañana. Una sonrisa que decía: «No te atrevas a subestimarme. He visto venir todo esto desde el principio».
– ¿Desea volver a preguntar, señor fiscal? -preguntó, todo amabilidad y ligereza.
Fernández tenía derecho a repreguntar al testigo sobre lo que había surgido en el interrogatorio de la defensa que no había podido prever en su primera intervención. Singh se había pasado al opinar que Brace era un hombre que siempre hablaba con gran cuidado. Pero, de momento, no tenía objeto hacerlo. Aquello todavía no era el juicio.
El primer asalto lo había ganado la defensa, estaba claro. Para Fernández, la mejor táctica sería volver a su rincón del ring lo antes posible e intentar detener la hemorragia. De momento, lo único que deseaba era que Singh desapareciese del estrado.
– No haré preguntas, Señoría. El siguiente testigo de la acusación es el agente Daniel Kennicott -anunció. Kennicott, pensó. Estupendo, el policía al que se le había escapado de la mano la pistola. Ojalá no dejara escapar también la oportunidad.