XLVI
– Agente Daniel Kennicott -anunció la voz resonante del policía a la puerta de la sala.
– Aquí. -Kennicott recogió el bloc de notas policial que había dejado a su lado en el banco de madera y lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
Kennicott había prestado declaración ante un tribunal más de cien veces desde su ingreso en el cuerpo y había interrogado a cientos de policías en su época de abogado. Al ingresar en la policía, había decidido no ser nunca un testigo inexpresivo, como tantos de los agentes a los que había visto en el estrado. Con demasiada frecuencia, las respuestas que daban éstos eran rutinarias y su testimonio, demasiado ensayado. O deliberadamente vago, lleno de frases como «hasta donde recuerdo», o «así me pareció en aquel momento». Kennicott sabía que a jueces y jurados no los impresionaba tanto un testigo que se limitaba a leer notas de un bloc, como el que hacía un verdadero esfuerzo por recordar qué era lo que había visto, oído y sentido.
Había estado en salas de tribunal muchas veces, pero no había visto nunca ninguna tan concurrida como aquélla. Ni de lejos. Avanzó a buen paso por el pasillo alfombrado, cruzó la puerta batiente de la barandilla de separación y subió rápidamente al estrado de los testigos. Cuando hubo prestado juramento, centró su atención en Fernández. Algunos policías preferían volverse al juez; a otros les gustaba taladrar con la mirada al abogado defensor o, cuando estaba presente la prensa, intentaban hablar con algún reportero. Kennicott siempre mantenía contacto visual directo con la persona que le haría las preguntas y con nadie más.
– Agente Kennicott, es usted miembro del Cuerpo de Policía Metropolitana de Toronto desde hace tres años, ¿es correcto? -preguntó Fernández.
El joven fiscal sabía que en la década de 1980, cuando las policías locales habían sido refundidas, se había cambiado el nombre de Cuerpo a Servicio de Policía. La mayoría de los agentes veteranos habían acogido mal el nuevo nombre. Eran un cuerpo, no un servicio. Y los jueces veteranos compartían su opinión. Summers miró a Fernández por encima de las gafas y le dirigió una pequeña sonrisa.
– Un poco más. El veintiuno de junio se cumplirán cuatro años de mi ingreso -respondió Kennicott, y pensó: "… y cinco desde el asesinato de Michael». La mayor parte de los policías daban respuestas cortas que los hacían parecer autómatas: «sí, señor», «no, señor». A Kennicott le gustaba conversar y huía de términos como «correcto», o «negativo».
– ¿Y antes fue abogado?
– Abogado defensor criminalista, durante cinco años.
– Bien, me gustaría que recordara la mañana del diecisiete de diciembre del año pasado y los hechos que le traen hoy a este tribunal. Supongo que tomó notas en tal ocasión, ¿correcto?
Kennicott llevó la mano al bolsillo y sacó el bloc. Aquél sería, lo sabía, el primer punto de discordia. Suponía que la abogada defensora sometería a un severo escrutinio aquellas notas antes de aceptar que pudiera consultarlas en el tribunal.
– Sí, aquí las tengo.
– Se ha proporcionado una copia de sus notas a la defensa. ¿Deseará consultarlas mientras testifica, para refrescar la memoria?
Por el rabillo del ojo, Kennicott vio que Parish se ponía en pie.
Lo habitual era que el agente que se disponía a declarar dijese que necesitaba las notas; entonces, antes de que el juez le permitiera emplearlas, el abogado de la defensa le hacía todas las preguntas que se le ocurrían respecto a cómo y cuándo las había tomado. Un buen abogado defensor actuaba de este modo no para impedir la utilización de las notas, sino para dejar caer una primera insinuación de que éstas quizá no fuesen totalmente precisas.
Kennicott resopló profundamente.
– No creo que sea necesario -dijo-. Recuerdo muy bien esa mañana y he memorizado todos los datos relevantes. Si necesito mirarlas, se lo diré.
Mantuvo la vista fija en Fernández y oyó que, a su lado, el juez Summers se movía en su asiento. Sabía que había captado su atención. Parish seguía de pie.
– Vaya, qué impresionante -dijo el juez-. Esto nos ahorra el farragoso trámite de calificar las notas. Bravo por usted, agente. ¿Señora Parish?
La abogada miró a Kennicott y sonrió.
– Dejaré todas las preguntas al agente para mi turno de interrogatorio -dijo y volvió a sentarse.
Fernández empezó a repasar con Kennicott lo que éste había declarado previamente. No resultaba un fiscal muy fogoso, pero era sumamente competente y preparado. Frente al estrado de testigos, sobre un caballete de pintor, se dispuso un croquis detallado del apartamento de Brace y Fernández pidió al agente que se acercara y marcara con un rotulador sus movimientos de la mañana de autos.
– Cuando vio por primera vez al señor Singh y al señor Brace, ¿dónde estaba usted?
– Estaba aquí. -Kennicott marcó el extremo del pasillo, a la entrada de la cocina.
– ¿Y qué sucedió a continuación?
– Me acerqué al señor Brace y resbalé en el suelo de baldosas -dijo Kennicott y señaló el punto exacto con una cruz-. Me caí aquí y el arma, que empuñaba con la diestra, se me escapó de la mano y fue a parar aquí. -Trazó una línea de puntos hasta la encimera de la cocina.
Había regresado al piso de Brace tantas veces que conocía hasta el último rincón. Sin embargo, ver la distribución de las habitaciones en un croquis le daba una perspectiva totalmente distinta del lugar y se descubrió volviendo la mirada al caballete incluso después de regresar al estrado.
Fernández tenía muchas más preguntas para él sobre lo que había hecho el resto del día, la revisión de las cintas de vídeo del vestíbulo y todo lo que había averiguado de la vida de Brace y Torn. Kennicott y él habían acordado evitar los comentarios sobre el problema de Torn con la bebida. De todo aquello se había informado a la defensa; si tenía que aparecer en el juicio, que fuese Parish quien lo mencionara. Así, el doctor Torn y su mujer no les podrían echar la culpa a ellos y tal vez se los ganaran de nuevo para la causa de la Fiscalía.
Cuando Fernández hubo terminado, Parish se levantó. La abogada era una interrogadora consumada y Kennicott vio desde el primer momento cuál era su técnica: hacer solamente preguntas importantes, limitarle las respuestas a simples síes y noes y arrinconarlo gradualmente, como en un final de estrategia en ajedrez, cuando el jugador que lleva ventaja va cortando poco a poco las vías de escape al oponente.
Como esperaba, Parish empezó preguntándole por las notas.
– Tomar notas es una parte esencial de su trabajo, ¿correcto, agente Kennicott?
– En efecto, es obligatorio -respondió.
– Y usted ha recibido instrucciones sobre cómo tomarlas, ¿correcto?
– Como todos. Incluso trajeron a un ex detective de Homicidios para darnos un seminario especial al respecto. Fue un cursillo muy completo.
– Debe seguir el protocolo que marca la Ley de Policía, ¿correcto?
– Así es.
– Y, como abogado defensor, usted habrá interrogado a cientos de agentes de policía sobre la exactitud de sus notas, ¿correcto?
Se produjo un murmullo de risas en la sala. Kennicott sonrió. Relájate, se dijo, no parezcas tenso.
– Con gran placer -respondió y todo el mundo se rió, incluso Summers.
Aquí viene, se dijo Kennicott. Había releído sus notas una decena de veces, buscando algo que hubiera pasado por alto; no había encontrado nada, pero la abogada tal vez sí.
– ¿Puedo ver su bloc, agente?-le pidió Parish-. Tengo unas fotocopias, pero no he podido ver sus notas originales.
– Se lo ruego -asintió él, extrañado. ¿Acaso la abogada quería comprobar si había manipulado de algún modo sus anotaciones?
Parish se acercó al estrado de los testigos. Kennicott la miró a los ojos mientras ella pasaba lentamente las hojas, tomándose su tiempo. ¿Qué buscaba?