Brace tomó de nuevo el bolígrafo y se puso a escribir. Esta vez, Parish no protestó. Finalmente, él le pasó el cuaderno.
No he dicho una sola palabra, salvo una sola excepción.
En febrero, cuando los Maple Leafs iban perdiendo, le dije a mi compañero de celda que, con el portero veterano, el equipo mejoraría. Nada más.
Parish leyó la nota dos veces. ¿Su cliente estaba loco? ¿Necesitaba de verdad un examen psiquiátrico? Finalmente, le devolvió el cuaderno de notas. Brace volvió a escribir.
No me mire como si estuviera chiflado.
Tenía razón en lo del portero.
Parish leyó de nuevo. Brace estaba en lo cierto. El veterano de treinta y ocho años se había afianzado en el puesto durante la gira de los Maple Leafs por la Costa Oeste. Para gran sorpresa de todos los expertos en hockey, empezó muy inspirado, consiguió mantener la portería a cero dos partidos seguidos y la suerte del equipo cambió por completo. De repente, había empezado a ser imbatible y ahora estaba a un partido de ganar la copa Stanley. Al día siguiente por la noche, los Maple Leafs podían proclamarse campeones del mundo.
Sin embargo, ¿qué tenía que ver aquello con su caso? Parish dejó caer el bloc y la espiral de alambre del lomo hizo un ruido seco y tintineante al tocar la mesa de metal.
– O sea, ¿que comenta una tontería con su compañero de celda, pero no quiere hablar conmigo? ¿Qué demonios significa eso? Ya basta, señor Brace. ¿Hablará usted conmigo o no?
Brace dijo que no con la cabeza. Parish intentó descifrar su actitud. No era retadora, irritada o defensiva como la de la mayoría de sus clientes cuando los desafiaba de aquella manera. Él volvió a coger el cuaderno y escribió:
No puedo hablar con usted.
Parish se pasó la mano por la cara. Estaba muerta de cansancio y sólo era lunes por la noche. Le quedaban cuatro agotadores días por delante hasta el fin de semana y, en aquel momento, no tenía idea de qué hacer.
– Mire, señor Brace -dijo por último-, el juez Summers se pondrá como una furia, pero mañana tendré que presentarme en el tribunal a decirle que soy incapaz de comunicarme con mi cliente o de recibir instrucciones de él y que renuncio a llevar el caso.
Era un farol. Parish sabía que Summers no le permitiría de ningún modo dejar el caso a estas alturas, como no le fuera con que Brace había intentado estrangularla. Y, conociendo a Summers, tal vez ni siquiera así. La única manera de abandonar sería que Brace la despidiese.
Brace no era tonto. Tomó el bolígrafo y escribió:
Pero si me estoy comunicando…
Parish cerró los ojos.
– ¿Por qué diablos me contrató, cuando podía acudir a cualquier abogado de la ciudad? ¿Por qué yo?
Brace mostró auténtico desconcierto ante aquella explosión. Volvió a tomar el bolígrafo:
Hoy me ha parecido que estaba brillante.
Ha demostrado que acerté al escogerla.
Era el primer cumplido que recibía de él, se dijo Parish. Y, aunque le resultaba muy ingrato reconocerlo, le sentó bien. La cólera que sentía empezó a difuminarse.
– Bien, señor Brace, ayúdeme entonces. Aquí hay algo que se me escapa, lo sé. Tiene que dejar de ocultarme cosas.
Brace la miró largo y tendido, intensamente, como si sopesara sus alternativas. Por último, cogió el cuaderno, puso el bolígrafo del revés, con la punta hacia arriba, y señaló con el extremo romo una palabra que había escrito.
Parish leyó la palabra que indicaba y frunció el entrecejo. ¿Qué significaba aquello?
Brace, para hacer hincapié en lo que pretendía expresar, subrayó la palabra de nuevo con el extremo del bolígrafo, dejando una marca en el papel. Por una vez, miraba directamente a Parish. Y por primera vez, sus ojos castaños parecían alerta. Bajó la vista al papel y volvió a subrayar aquella palabra.
Ella la leyó de nuevo y le pareció bastante inocua. La leyó por tercera vez y por fin cayó en la cuenta. La conmoción fue tal que se quedó sin aire en los pulmones, como si hubiera recibido un golpe en el pecho.
– Oh, Dios mío -susurró, inclinándose hacia Brace-. Ni se me había pasado por la cabeza…
Brace cerró el cuaderno, la miró y se encogió de hombros.
– Esto lo cambia todo -dijo Parish. Tenía una sensación de vértigo, como si sus pies no alcanzaran a tocar el suelo de cemento. Por primera vez desde que había aceptado el caso, veía lo que necesitaba por encima de todo para continuar. Más que unas palmaditas en la espalda por parte de su cliente, más que dormir, más que la propia comida. Por primera vez desde que Kevin Brace la había contratado para que lo defendiera, vio lo único por lo que vivía un abogado defensor: vio una esperanza.
XLVIII
Para Albert Fernández, la ventaja de contar con el agente Ho como testigo principal al día siguiente era que apenas tenía que preparar su intervención. Por supuesto, el agente forense aburriría a todos los presentes en la sala y sacaría de sus casillas a Summers, pero lo único que tendría que hacer el fiscal sería preguntar:»¿Qué hizo usted a continuación?», cada pocos minutos y Ho aportaría la narración. Así pues, aquella noche el fiscal podía tomarse un cierto respiro.
Pero no le resultaría fácil. Mientras participaba en un juicio importante, un abogado siempre creía trabajar poco. Mal pensado. Fernández sabía que, si se permitía levantar la cabeza y mirar a su alrededor, vería que a tres mil millones de personas en el mundo les traían sin cuidado la longitud del cuchillo que se había hundido en el estómago de Katherine Torn o las palabras que Kevin Brace le había dirigido al señor Singh. Aquella misma semana, el equipo chileno de fútbol había ganado un partido crucial de la ronda de clasificación para la Copa del Mundo y Fernández había tenido a gala no leer ninguna información al respecto.
Estaba cansado. Se recostó en la silla del despacho y dejó que se le cerraran los párpados. Sería estupendo, se dijo, ocupar sus pensamientos con algo ajeno al caso, aunque sólo fuese durante cinco minutos. Eran casi las ocho. Por suerte, Marissa no tardaría en llegar. Le dejaría un montón de papeles para que ella los fotocopiara.
Desde que había regresado de Chile, Marissa estaba muy cambiada. Se esforzaba mucho en aprender el idioma e insistía en que sólo hablaran en inglés cuando estaban juntos, y había empezado a quedarse por la noche a ayudarlo en su trabajo. Resultó que era muy organizada y que formaban una buena pareja. Marissa incluso lo había animado a que retomara el contacto con sus padres, algo a lo que él se había resistido hasta entonces.
Se oyó una ligera llamada a la puerta. Fernández abrió los ojos y corrió a la puerta. Marissa llevaba una falda negra cortísima y una blusa escotada. Se coló en el estudio y él le dio un beso.
– Tengo un montón de documentos para que me fotocopies -dijo luego, volviendo al escritorio.
Fila alargó la mano, tomó la de él y lo atrajo hacia sí.
– No seas tan arisco -dijo con una risilla, al tiempo que cerraba la puerta.
– Se dice tan arisco -sonrió él.
– ¡Chist! Te he traído una cosa.
– ¿Qué?
– Siéntate ahí y te la enseñaré.
– Oh, vamos, ahora no podemos. Tengo mucho que hacer y…
– Siéntate -ronroneó ella-. Y echa una cana al viento.
– Al aire -la corrigió él y obedeció.
Marissa se sentó a horcajadas encima de él y se subió la falda.
– De verdad, Marissa…
– Si lo estás deseando… -dijo ella-. Ven, toca.
Le cogió la mano y la llevó entre sus piernas. En lugar de notar la carne cálida, Albert notó algo duro y frío, envuelto en plástico.
– ¿Qué demonios…? -dijo mientras sacaba el objeto.