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– Recorramos el piso siguiendo sus movimientos exactos, señor Singh. -Kennicott echó una breve mirada al reloj y siguió a Singh en su recorrido por la habitación de Brace, el cuarto de baño anexo y el segundo dormitorio, que hacía las veces de estudio de Brace, y volvieron al mismo punto de la cocina.

– Hemos tardado un minuto, señor Singh. ¿Calcula que entonces tardó este tiempo, más o menos?

– En efecto. Pero el señor Brace no me siguió. Se quedó aquí, donde estamos ahora, en la cocina.

Kennicott asintió. Se volvió y miró hacia el pasillo, donde tenía una vista nítida de la puerta abierta del apartamento.

– Y entonces pregunté: «Señor Kevin, ¿dónde está su esposa?». Él señaló el pasillo y me dirigí al cuarto de baño de ahí. -Sin que Kennicott se lo indicara esta vez, Singh recorrió de nuevo el pasillo.

Kennicott fue tras él y lo detuvo cuando el repartidor ya llegaba a la puerta del baño.

– Señor Singh -le dijo, señalando la puerta del piso-, cuando vino por el pasillo como ahora, ¿se fijó en la puerta del apartamento? ¿Recuerda en qué posición estaba?

Por primera vez desde que había entrado en el piso, Singh pareció un poco inseguro de sí mismo.

– Déjeme ver… -dijo-. El señor Brace no se movió de la cocina. Sólo señaló hacia aquí. Yo me acerqué. Debí de ver la puerta…

– No haga suposiciones, señor Singh. Intente recordar.

– Estaba muy preocupado por la mujer del señor Brace.

– Por supuesto.

El señor Singh cerró los ojos. Kennicott vio que empezaba a revivir la escena mentalmente. Se puso a ladear la cabeza como si caminara y, de pronto, abrió los párpados.

– ¡Dios mío, no había caído! -exclamó-. No había pensado en eso. La puerta volvía a estar como a mi llegada, medio abierta. Recuerdo que pensé que era extraño, porque había tenido mucho cuidado de no tocar nada por temor a dejar huellas.

Kennicott recordó la euforia que sentía en los tribunales cuando conseguía un dato clave de un testigo en el interrogatorio.

– Muchísimas gracias, señor Singh -dijo.

– Pero esto sólo puede significar… -Singh se quedó boquiabierto.

– Sí, sé perfectamente lo que significa -dijo Kennicott y lo invitó a salir del piso-. Y le rogaría que no hablara de esto con nadie, salvo conmigo, el detective Greene y el fiscal Fernández.

– Un pasillo tan ancho… Una puerta tan grande… -comentó Singh-. No se me había ocurrido.

– No es el único -asintió Kennicott mientras acompañaba al hombre hasta el ascensor y le estrechaba la mano-. Ahora, me disculpará, señor, pero tengo que hacer unas llamadas.

– Por supuesto, agente.

Kennicott se volvió y echó a andar con rapidez. Ahora estás en Homicidios, se dijo. No debes correr. Pero tan pronto dobló la esquina, volvió a la carrera al edificio. Para llamar a Greene.

L

A Albert Fernández se le hizo extraño que aquella mañana de día laborable, en lugar de dirigirse al centro, estuviera conduciendo en dirección al norte, al erial suburbano, camino de un polígono industrial que en otro tiempo había conocido bien. Le sorprendía que antes de las siete el tráfico ya fuese tan denso, síntoma de que la imparable expansión urbana que circundaba Toronto había conducido a un constante atasco en todas direcciones. Era como si el coche tuviera memoria muscular, pensó mientras pasaba sin solución de continuidad de la autovía principal a las vueltas y revueltas de las asépticas calles del polígono industrial. Se detuvo en el último edificio.

El amplio aparcamiento estaba abarrotado. Faltaban pocos minutos para el cambio de turno; los trabajadores de noche terminarían el suyo y la mitad de los coches desaparecerían. Fernández aparcó al este, cerca del final, justo en una esquina de la valla metálica, y echó a andar hacia la entrada. Pasó ante hileras de coches de los trabajadores -camionetas viejas, grandes coches de otros tiempos, furgonetas desvencijadas-, muchos de ellos adornados con la bandera blanquiazul de los Maple Leafs y adhesivos de VAMOS LEAFS VAMOS y MIEMBRO DE LA NACION LEAF en los parachoques. En el parabrisas de cada uno había una octavilla en blanco y negro que se agitaba al viento con un sonido como el revoloteo de un pájaro.

Fernández se inclinó sobre un Pontiac de color óxido y cogió uno de los panfletos. Reconoció el tipo de letra y el papel granulado. ¿Cuántos miles de octavillas parecidas había metido él bajo los parabrisas, o había intentado repartir en mano a unos obreros que se lo tomaban a broma?

¡TRABAJADORES! ¡UNÍOS A NUESTRA LUCHA!

EL VIERNES, MITIN DE APOYO AL SINDICATO

DE TRABAJADORES DE TRANSITO

ORADORES ESPECIALES: PRESTON DOUGLAS, VICEPRESIDENTE DEL STT

190 CLINTON STREET, 20.00 HORAS

SE SERVIRÁ UN REFRIGERIO

Debajo del encabezamiento, unos pocos párrafos en un tipo de letra dolorosamente pequeño exponían con minucioso detalle las presuntas transgresiones del «patrón». Fernández se obligó a leer la prolija denuncia; luego, dobló la octavilla por la mitad en vertical y se la guardó en el bolsillo de la camisa, donde asomaba como una bandera.

Distinguió la camioneta del café aparcada cerca de la entrada de la fábrica y, con la cabeza gacha, se puso en la cola. Iba demasiado bien vestido para encajar allí y no pasó mucho rato hasta que lo reconocieron.

– Eh, Albertito, ¿eres tú? -inquirió un hombre con casco y gafas protectoras.

Antes de que pudiera responder, intervino otro de los que hacían cola. Su acento era aún más marcado que el del primero.

– Te vi anoche por la tele. Un gran juicio, ¿verdad?

– No tanto -respondió Fernández.

– Machacarás a ese cabrón, ¿verdad, Alberto? -continuó el primero-. Mi hija, Stephanie, ¿te acuerdas de ella?, está viviendo ahora con un tipo mayor. Vienen a comer el domingo, están menos de una hora y se largan. Parece que la tenga prisionera. Pero este Brace es rico; el juez querrá ayudarlo a salir, ¿no?

– Rico o pobre, tanto da -dijo Fernández.

Sus dos interlocutores cruzaron una mirada cínica.

– Pero vas a ganar, ¿no? -preguntó el segundo.

Fernández se encogió de hombros.

– La Fiscalía nunca gana ni pierde. Mi trabajo es ayudar al juez y al jurado a decidir.

– Sí, te oí decir eso mismo en la tele. El mismo Albertito de siempre -dijo el primer hombre, posando una mano carnosa en el hombro del joven fiscal-. Tú padre anda por aquí. Todavía con sus octavillas. Todos los viernes, mitin.

– Y su taza de café particular -asintió Fernández, dirigiéndoles una sonrisa de complicidad.

Los dos hombres asintieron. Cuando Fernández empezó a alejarse, el primero de ellos exclamó:

– Piensa en Stephanie y dale duro a ese tipo, Alberto.

Fernández se acercó a su padre desde un costado, fuera de su campo de visión. Su padre conservaba el cabello tupido y enmarañado, pero lo tenía significativamente más gris que la última vez que se habían visto.

– Mitin este viernes… tome una octavilla… reunión importante… ayuda al sindicato… tome una octavilla… -Su padre hablaba en un parloteo constante, como un vendedor de palomitas de maíz en un partido de béisbol, animando a la gente que pasaba.

Fernández contó hasta diez hombres que desfilaban ante su padre. Sólo tres aceptaron la octavilla y ninguno se molestó en echarle un vistazo.

Al rato, su padre notó una presencia a su lado y se volvió con el brazo extendido para ofrecerle uno de sus papeles.

– Tenga, el viernes por la noche celebramos un importante mitin, tome un…

Cuando reconoció a su hijo, interrumpió el mensaje y bajó el brazo.

– Hola, padre -dijo Fernández para llenar el repentino silencio.