– Albert -respondió el padre, recobrando la voz-. ¿Qué haces aquí?
– He venido a hablar contigo -explicó y, al ver que su padre encajaba las mandíbulas, añadió-: Hacía bastante tiempo que…
Su padre lo miró con suspicacia.
– ¿De qué se trata? ¿Vas a divorciarte o a tener un hijo? ¿Te han despedido y necesitas tu antiguo empleo?
Fernández movió la cabeza.
– No me divorcio. Ni voy a tener un hijo.
– ¿Te despiden, entonces? -El padre frunció el entrecejo-, ¿Por qué? Ahora que llevas ese caso tan importante… Tu madre viene siguiéndolo en los periódicos desde hace meses. Está bien, hablaremos. Pero ésta es la mejor hora para repartir pasquines.
Su padre volvió al reparto de octavillas. Fernández esperó. Pasó otra decena de hombres y apenas un par de ellos cogió el papel.
– Oye, papá-dijo al fin-, dame la mitad del fajo.
Durante el cuarto de hora siguiente, repartieron pasquines juntos como habían hecho cuando Albert era más joven. Cuando terminaron las octavillas, se sentaron en un banco cercano y su padre sacó de su vieja mochila un abollado termo verde.
– ¿Café? -preguntó.
– Claro, papá.
Fernández observó cómo desenroscaba la tapa y le llegó el aroma intenso del café. Él tenía once años recién cumplidos cuando sus padres habían emigrado de Chile y todavía recordaba cómo se quejaban del café canadiense. Incluso cuando andaban terriblemente cortos de dinero, siempre compraban buen café para hacer exprés. El aroma que le llegaba en aquel momento llevaba con él toda la vida.
– Tantos años con los obreros y todavía no eres capaz de tomar su café… -comentó.
– Eso que beben no es café. -El padre meneó la cabeza-. Es pura agua de castañas. Albert, hay cosas que ni siquiera un trabajador comprometido como yo puede hacer por la causa.
Tomó un sorbo de la taza que hacía de tapa del termo y la pasó a su hijo. El sabor le resultó tan familiar como el olor de la almohada de su antigua habitación.
– ¿Es verdad que te han despedido? -preguntó el padre.
– Todavía no, pero creo que lo harán. La semana que viene.
– Albert, no me gusta lo que haces. Trabajar para el Estado y llevar a juicio a los pobres…
– Papá, no he venido a discutir de política…
– Pero sé que trabajas mucho. Y que eres honrado.
Fernández agarró la taza firmemente.
– Tu madre ha estado coleccionando recortes de prensa del juicio -explicó el padre-. Ayer me dijo que este domingo es el día de la Madre.
– «Un repulsivo invento capitalista.» -Fernández hizo una imitación bastante aceptable de la voz de su padre.
Se miraron y se echaron a reír.
– Puede que necesite un poco de ayuda -se descubrió confesando Fernández, sin saber muy bien cómo exponer aquello a su padre, cómo pedirle consejo.
LI
DÍA 2 = TEDIO, escribió Nancy Parish en grandes mayúsculas en su dietario del juicio. Después, utilizó el rotulador amarillo para subrayarlo. Ni siquiera se le ocurría nada que dibujar.
Durante las seis últimas horas, el fiscal había estado interrogando al detective Ho. Al tipo le encantaba escucharse. Había explicado con minucioso detalle absolutamente todo lo que había examinado en el apartamento de Brace, hasta el mismísimo hecho de que en el agua de la bañera donde se había encontrado el cuerpo de Katherine no había restos de jabón. Eran casi las cuatro y media y Parish tenía hambre y estaba cansada y aborrecía a Ho, que parecía dispuesto a seguir hablando cien horas más sin parar.
– Y finalmente, para cerrar su declaración por hoy -dijo Fernández, acercándose a la barandilla de la zona del estrado-, quiero preguntarle por el cuchillo que encontró.
– Desde luego. -Ho asintió, impaciente como un perro ante su plato a la hora de comer.
En la tarima había una caja. Fernández buscó en su interior y sacó dos pares de guantes finos de goma. Le pasó un par a Ho y, después, con un cuidado meticuloso, se puso los guantes y abrió la caja rectangular que contenía el cuchillo.
Se hizo el silencio en el tribunal. El cámara del tribunal apartó el visor y miró por encima de la cámara. Summers se acomodó las gafas y observó. Fernández sabía que tenía la atención de todos puesta en él y se tomó su tiempo. Aquello sólo era la vista previa y no había jurado, pero a Parish no se le escapó que el fiscal estaba aculando para Summers y para la prensa. Su estrategia estaba clara: terminar la jornada con algo sonado. Proporcionar a todos una imagen memorable que conservaran en el recuerdo durante las siguientes dieciocho horas. El arma del crimen.
– ¿Reconoce esto, detective Ho? -preguntó el fiscal, levantando cuidadosamente un gran cuchillo de cocina de mango negro.
Éstos son los momentos de un juicio que los abogados defensores temen: cuando se presenta una prueba física clave para el caso. Una cosa es que se hable de un cuchillo, o que se enseñen fotos de éste, pero el momento en que ves el objeto real tiene su propio dramatismo natural. Incluso desde su silla, Parish alcanzaba a ver las manchas de sangre seca en la hoja plateada. Había pasado horas estudiando las fotos del arma que le habían proporcionado como parte del sumario, pero tenerla delante por primera vez le causó un escalofrío.
En la facultad de Derecho, el profesor les había contado el truco del habano del famoso abogado defensor Clarence Darrow. Éste cogía una horquilla de pelo de su esposa y lo introducía por el extremo del cigarro. La horquilla impedía que la ceniza cayera y ésta iba creciendo y creciendo precariamente. Darrow sincronizaba el efecto de tal manera que, en el momento en que se presentaba la peor prueba incriminadora, la ceniza del habano fuese imposiblemente larga. Con ello, distraía al jurado, que, hipnotizado, estaba pendiente del cigarro y no prestaba atención al proceso.
Parish hizo lo único que se le ocurrió. Miró directamente el cuchillo y trató de aparentar un absoluto aburrimiento.
– Sí, reconozco el cuchillo -dijo Ho.
– ¿Dónde se encontró, agente Ho? -preguntó Fernández cuando el reloj marcaba las 16.30.
Ho señaló el croquis del apartamento.
– En el suelo, en el espacio entre la cocina y la encimera.
– ¿Y lo encontró usted durante la primera inspección del piso?
Era una pregunta muy hábil por parte de Fernández. Una manera sutil de subrayar que el cuchillo parecía haber sido escondido.
– En realidad, no lo encontré yo. Después de mi inspección inicial de la escena, los agentes Kennicott y Greene realizaron otra, más a fondo, y descubrieron el cuchillo.
– ¿Puede describírnoslo? -le pidió el fiscal, encadenando primorosamente sus preguntas con las respuestas del testigo.
– Es un cuchillo de cocina Henckels de mango negro -dijo éste, levantándolo y pasando los dedos por la hoja-. Mide veintiocho centímetros de longitud total. El mango mide nueve centímetros y medio y la hoja, dieciocho y medio. La hoja termina en punta y su anchura va desde los nueve centímetros hasta dicha punta.
Ho consiguió prolongar la descripción del cuchillo más de diez minutos. Cuando terminó por fin, eran las cinco menos cuarto. Ho parecía satisfecho de sí mismo. Summers ponía cara de querer matarlo. Los periodistas parecían un grupo de niños que tuvieran que ir al baño, tal era su impaciencia por salir de allí y enviar sus informaciones a tiempo para el cierre de edición. Y, de algún modo, el dramatismo del momento parecía haberse disipado.
– La vista se reanudará mañana por la mañana, a las diez -anunció finalmente el secretario, levantando la sesión a las cinco menos diez. Todo el mundo se puso en pie. El juez Summers dirigió una mirada apesadumbrada a Fernández y abandonó el estrado a toda prisa. Cuando Parish empezó a recoger sus papeles, vio sobre la mesa una nota doblada con la palabra «Nancy» escrita con la pulcra caligrafía del fiscal.