Se volvió a mirarlo, pero él estaba de espaldas, hablando con Greene. Debía habérsela dejado en la mesa al pasar camino de la suya. Abrió la nota. Decía: «Nancy, ¿puedo hablar contigo en mi despacho, al salir? Gracias, Albert».
Que un fiscal quiera hablar con un defensor sólo puede significar dos cosas. O quiere llegar a un trato, o tiene alguna prueba nueva (e, inevitablemente, mala para el defensor) que presentar. Sacó el bolígrafo, escribió: «Eh, Albert, me alegro de que empecemos a tutearnos. Estaré ahí dentro de diez minutos. Nancy», y la llevó a su mesa.
Un soplón de la cárcel debía de haber cantado, pensó mientras tomaba asiento en el minúsculo despacho de Fernández diez minutos después. Precisamente lo que necesitaba después de un día como aquél, se dijo.
Fernández se sentó tras su escritorio. A un lado, de pie, se hallaba el detective Greene, tan elegante como siempre, con los pantalones perfectamente planchados. ¿Por qué ella no conseguía que su ropa tuviera aquel aspecto?
– ¿Un vaso de agua, un zumo o alguna otra cosa? -le ofreció Fernández.
– Nada, Albert, gracias -respondió, aunque tenía la boca completamente seca-. Si acaso, una mordaza para metérsela a Ho en esa boca imparable.
Todos se rieron. Mofarse de los testigos que sacaban de sus casillas a las dos partes formaba parte del juego. Tras esto, se hizo el silencio. Fernández ordenó unos papeles que no necesitaban ser ordenados. Greene se arregló la corbata. De seda, muy bonita. Armará, probablemente.
– Albert -dijo ella por último, pensando: «De acuerdo, suéltame ya lo que sea»-, tú has convocado esta reunión, ¿qué sucede?
Miró a los ojos a Fernández y, por primera vez, advirtió que no eran tan negros como parecían a primera vista. Tenían un asomo de castaño verdoso.
Fernández lanzó una mirada a Greene.
– Lo que voy a decirte hoy será sumamente vago y te pido disculpas de antemano. En las últimas veinticuatro horas me he enterado de una posible novedad en este caso que puede afectar a la posición de la Fiscalía. Me gustaría ser más concreto pero, en este momento, no puedo decirte nada más. He querido ponerte al corriente de lo que sucede.
Parish asintió y esperó a que continuara, pero Fernández se limitó a mirarla y encogerse de hombros.
– ¿Ya está? -preguntó por último.
– Es todo lo que puedo decirte por ahora. Desde luego, tan pronto tenga más información, si llego a tenerla, te la proporcionaré de inmediato.
Parish exhaló un profundo suspiro.
– ¿Os creéis que sois de la CIA o algo así, con tanto secreto? ¿Por qué no me lo habéis contado antes, sea lo que sea?
– Sabía que tendría a Ho en el estrado todo el día y creí mejor esperar a que termináramos. Te lo cuento ahora porque, si me llega esa información mañana por la mañana, es probable que pida un aplazamiento antes de que te veas obligada a interrogar a otro testigo. -Fernández volvió a mirar a Greene y asintió.
La primera reacción de Parish fue de alivio. Por lo menos, no le estaba diciendo que tenía una confesión de Brace. Al menos, todavía no.
– Vamos, Albert. ¿Qué sucede?
Fernández se encogió de hombros. Parish miró a Greene un momento. El detective aguantó la mirada, impertérrito, y la letrada se sintió como una niña enfadada que no tenía dónde volcar su frustración.
– ¿Qué quieres que haga?
– Dile a Brace que quizá tenga que pedir el aplazamiento del proceso. Es él quien se la juega -dijo Fernández-. Summers se pondrá furioso conmigo, pero qué le vamos a hacer!
– Hablaré con Brace -asintió Parish y pensó: «Sí, hablaré con él, pero él no querrá hablar conmigo. ¿Quién sabe cómo reaccionará ante la noticia?».
– Dile que no me opondré a que salga con fianza -añadió el fiscal.
Parish asintió. Fernández aún debía de preguntarse por qué Brace había renunciado a salir con fianza en diciembre. Probablemente, a la Fiscalía le encantaría ver a Brace fuera de prisión, ya que dentro mantenía la boca cerrada. En su casa, podían pinchar el teléfono y seguir sus movimientos. Así que aquél era el cebo…
Que Fernández aceptara la salida bajo fianza significaba que la posición de la Fiscalía no era tan sólida como pretendían. Andaban a la caza de nuevas pruebas. Tranquila, se dijo.
– Gracias. Hablaré con él -respondió y se encogió de hombros.
Después de estrechar la mano a los dos, recogió su maletín y se dirigió a la puerta. De vuelta al Don, pensó. Mientras el resto de la ciudad estaría chillando delante del televisor durante el partido final de la copa Stanley, ella tendría que pasar otra noche en la cárcel con su silencioso cliente.
LII
Ari Greene no había visto nunca un estallido semejante en la ciudad. En 1982, cuando Italia había ganado la Copa del Mundo de fútbol, el barrio italiano y toda St. Claire Avenue se había convertido en una fiesta por todo lo alto. Y en 1992 y 1993, cuando los Blue Jays habían ganado la Serie Mundial de béisbol, todas las calles principales quedaron colapsadas por la multitud que celebraba el título, que más adelante se calculó en un millón de personas. Pero en esta ocasión, la ciudad era pura locura por todas partes. Una explosión gigantesca de euforia colectiva acogió la noticia de que, tras cuarenta y cinco años de espera, los Maple Leafs habían ganado la Copa Stanley.
Greene había ido a casa de su padre a ver el partido. Cuando quedaban cinco segundos para el final, el portero veterano había realizado una parada milagrosa y, cuando sonó la bocina final y arrojó al aire los guantes y el stick en un gesto de celebración exultante, Greene abrazó a su padre.
Salvo el día del funeral de su madre, era la primera vez que veía una lágrima en sus ojos. El padre sacó una botella de Chivas Regal por estrenar y brindaron por la gran victoria. Entonces oyeron la algarabía procedente de Bathurst Street, a diez manzanas de distancia. Un estruendo de bocinazos, gritos a coro y música estridente. Una gran oleada sonora de alegría.
Greene montó en el coche y pasó casi dos horas buscando una ruta por calles secundarias para regresar al centro, a Market Place Tower. Qué contraste, pensó, con aquella primera mañana en la que había llegado en un abrir y cerrar de ojos por las calles desiertas.
Era una noche tibia y bajó el cristal de la ventanilla. El aire era húmedo y confortable. Encontró aparcamiento al norte de Front Street. Al otro lado de la calle había un pequeño parque con un exuberante arbusto de lilas en plena floración. Greene aspiró su suave fragancia desde la acera. Se coló tras la verja metálica negra y cortó dos ramitas de una rama baja. No había más luz que el débil fulgor de una farola de la calle a cierta distancia, pero aun así destacaba el color púrpura subido de las flores. Desde cerca, el aroma resultaba casi abrumador. Echó a andar y, cuando salió a Front Street, las luces de la ciudad se hicieron más intensas. La calle estaba muy concurrida: turistas que salían del puñado de restaurantes del lado norte, grupos de mujeres jóvenes vestidas de punta en blanco que paseaban buscando un bar, varios tipos con la camisa abierta que esperaban apoyados en sus caros cochazos, aparcados estratégica e ilegalmente en lugares clave. Por la calzada, arriba y abajo, desfilaban coches cargados de hordas de jóvenes, chicos y chicas, que hacían sonar la bocina y agitaban banderas blanquiazules por las ventanillas al grito de «¡Vamos Maple Leafs, vamos!» y «¡Viva la nación Leaf»
Greene cruzó a la acera sur sin llamar la atención.
Cuando llegó a Market Lane, la calle lateral al este del edificio, las luces y el ruido empezaron a difuminarse. Una hilera de exuberantes forsitias montaba guardia a la entrada del camino particular e, incluso en la penumbra, Greene alcanzó a ver que sus hojas amarillas de primavera ya habían adquirido el color verde estival. Echó una última mirada para comprobar que nadie lo observaba y, acto seguido, se coló detrás de los arbustos y siguió el sendero que conducía a la puerta metálica blanca contigua a la entrada del garaje. Al principio, la puerta parecía estar cerrada, pero cuando llegó a ella vio un ladrillo, puesto de canto, que la mantenía abierta.