– Mire, soy capaz de organizar perfectamente un gran expediente criminal, cada documento en su sitio. Pero cuando se trata de mis propios asuntos, soy un desastre. El otro día recibí esto por correo. -El sobre crujió mientras sacaba de él una única hoja de papel-. Malditas multas de aparcamiento. Acumulo una tonelada de ellas, sobre todo cuando me ocupo de un caso gordo. Siempre me olvido de pagarlas a tiempo, hasta que me llega una de éstas: una citación a juicio. El papeleo siempre tarda meses en tramitarse. Esta multa es del 17 de diciembre, en Market Lane, la calle lateral de este edificio. El agente Kennicott utilizó mi coche y aparcó ahí el día que mataron a Katherine Torn. No tenía mi placa y no nos acordamos del parquímetro. Ayer, cuando encontré esto en el correo, volví a pensar en esa mañana y en la furgoneta que estaba aparcada enfrente.
La que estaba cubierta de nieve, con matrícula de no sé dónde del norte.
Greene volvió a buscar en el sobre, sacó un segundo papel y lo miró como si lo estuviera leyendo por primera vez.
– Señora McGill, conseguí la matrícula de su vehículo e investigué si tenía multas pendientes. Sólo encontré una -sostuvo en alto el papel para que ella lo viera-. Su furgoneta estaba aparcada delante mismo de mi coche, la madrugada del asesinato de Katherine Torn. -Greene miró directamente a la cara a McGill y continuó-: Comprendí que usted estaba aquí y que se había demorado en marcharse. Entonces pensé: ¿adonde pudo ir? Debió de quedarse en el apartamento de algún conocido. Y luego me dije: ¿cómo va a conocer a nadie en otros pisos del edificio?
»Esta noche, estaba en casa de mi padre viendo el partido. Fuera, uno podía oler las lilas. Se acerca el día de la Madre y será el primero desde que la mía falta. Yo solía coger unas cuantas lilas para regalárselas, y entonces pensé en usted, señora Brace. Usted es botánica. Me pregunté qué le regalarían sus hijas el día de la Madre. Amanda y Beatrice. Mi padre comentó hace tiempo que les había puesto unos nombres muy británicos. Y entonces se me ocurrió. La noche que asesinaron a Katherine, usted se quedó aquí mismo, con su madre, hasta que no hubo moros en la costa.
El detective se volvió a Edna Wingate y continuó:
– Y, señora Wingate, cuando dijo que esa mañana tenía que ir a su clase de yoga… Llamé a la escuela y su clase no empezaba hasta las nueve. Usted me invitó a volver la mañana siguiente para darle a su hija la ocasión de escapar.
Las dos mujeres guardaron un silencio sepulcral. Greene estaba hablando más de lo que hacía normalmente con ningún testigo. Sin embargo, en aquella situación, el silencio de madre e hija era muy elocuente. El detective estaba haciendo un montón de suposiciones y la ausencia de respuesta por parte de ellas no hacía sino confirmarlas.
Greene miró de nuevo a McGill. Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y, sintiéndose esta vez una especie de prestidigitador, sacó una bolsa de plástico, dentro de la cual había una cucharilla de metal. En una gran etiqueta verde pegada al plástico se leía CASO BRACE: CUCHARILLA DEL HARDSCRABBLE CAFÉ, 20 DICIEMBRE.
– Señora McGill, me temo que le debo una cucharilla -dijo a continuación-. La primera vez que visité su café, en diciembre, me llevé ésta al marcharme. Es una mala costumbre que tengo, coleccionar cosas. -Movió la cucharilla a un lado y a otro lentamente, como la flauta de un encantador de serpientes-. Encontramos huellas dactilares en el tirador de la puerta del 12A y las comparamos con la que había aquí. Son suyas.
Greene había ensayado muchas veces lo que le diría a McGill en aquel momento. ¿Debía referirse al «apartamento de Kevin Brace», o incluso al «apartamento de su ex marido»? Al final, decidió ceñirse a la estricta legalidad. Los Brace no habían llegado a divorciarse y Greene quería que McGill supiera que lo sabía. Además, para ella tal vez seguía siendo su marido.
Al ver la cucharilla, McGill puso unos ojos como platos. Greene no supo si era de sorpresa porque había encontrado sus huellas en casa de Brace o si sólo se alegraba de recuperar su cuchara perdida. El detective tenía la sensación de que en el Hardscrabble Café ni se perdía un solo cubierto sin que Sarah Brace lo supiera. Ella no dijo nada.
– Si esas huellas hubieran estado, digamos, en un tarro del fondo de la alacena de la cocina, o en una cubitera enterrada en el congelador, no significarían gran cosa. En lugares como ésos, una huella puede conservarse semanas, meses. Pero una huella en una zona muy concurrida como el tirador de la puerta principal tiene que ser muy reciente.
McGill miró un instante a Wingate y volvió a concentrarse en Greene.
El detective no tenía motivo para detenerla. Traía una citación en el bolsillo y podía obligarla a testificar en la vista preliminar, pero las preguntas que se le podían hacer allí eran limitadas. Ahora, era momento de hacerla hablar. Necesitaba sacarla de aquel pasillo. Se le acercó un paso, no demasiado, pero lo suficiente para hacerle saber que no pensaba marcharse.
– Peor aún -continuó, bajando la voz. Todavía tenía la bolsa de plástico en la mano-. Encontramos otra huella de usted en el tirador de la puerta, por la parte de dentro. El señor Singh, el repartidor de periódicos, ¿recuerda? Hemos establecido que no llegó a mirar detrás de la puerta cuando entró en el apartamento. El señor Brace la abrió hasta la pared para franquearle el paso. Cuando llegó el agente Kennicott, unos minutos después, la puerta volvía a estar medio abierta. Sólo existe una explicación a eso: cuando el repartidor entró, había alguien detrás de la puerta.
McGill observaba la bolsa de la cucharilla. Por un momento, Greene temió que ella intentara cogerla y escapar.
En aquel preciso momento, oyó unas pisadas que subían deprisa por la escalera. Enseguida, la puerta que quedaba a la espalda de Sarah McGill se abrió bruscamente. El agente Kennicott, jadeante pero muy calmado, se plantó en el umbral. Vestía traje y corbata, como le había aleccionado Greene, y llevaba un pequeño portafolios bajo el brazo. Su presencia cortaba -material y, más importante, psicológicamente- cualquier posibilidad de huida.
– Le presento al agente Kennicott -dijo Greene con calma, como si aquel encuentro a cuatro en el pasillo del piso 12 de Market Place Towers, a punto de dar las dos de la madrugada, fuera lo más natural del mundo. Se volvió a Edna Wingate y añadió-: Señora, ¿podríamos entrar todos a tomar un té?
Wingate se limitó a asentir.
Sin que se lo pidiera nadie, McGill abrió la marcha. Wingate siguió a su hija y Greene dejó que Kennicott entrara delante de él. El apartamento estaba igual que lo recordaba del primer día, pero la profusión de plantas en la ventana había desaparecido.
Todos se sentaron en torno a la mesa redonda de cristal de la cocina. Nadie dijo nada. McGill sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos y lo golpeó por la parte inferior para hacer saltar un pitillo, pero no salió ninguno.
– He vuelto a caer en el vicio, detective -explicó a Greene, que se había sentado enfrente de ella-. Intenté dejarlo, pero no lo conseguí.
Continuó dando golpes al paquete hasta que, por fin, asomó un filtro.
Greene sonrió. McGill intentaba ganar tiempo. El detective trató de seguir las emociones que vio correr por su frío exterior. Sorpresa, cólera, rechazo, pacto, aceptación: ¿qué era? El asunto clave era que hablaba. No había negado que las huellas fuesen suyas, ni que hubiera estado en el 12A la mañana en que Torn había muerto. Esto era una buena cosa porque las huellas dactilares por sí solas no eran una prueba tan irrefutable como él le había presentado.
Decidió cambiar por completo de tema, sorprender a las dos mujeres y dejar que se relajasen un poco.
– Señora McGill, vi a su hija hace unos meses, antes de que diera a luz. He sabido que fue una niña. Su primera nieta. Y, señora Wingate, su primera bisnieta, Felicidades.