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Aquella misma mañana, cuando salían de Market Place Towers, el detective Greene se había vuelto hacia él cuando llegaban a Front Street y le había dicho:

– Vaya a descansar un poco, Kennicott.

– ¿No podemos hacer nada? -había preguntado él.

– No, salvo que encontremos más pruebas o indicios -había respondido Greene-. Hablando de indicios, esto es para usted. -Le había entregado un gran sobre de papel marrón-. No es agradable, me temo. A mi padre se le ocurrió algo sobre el viaje de su hermano Michael a ese pueblo de montaña de Italia…

– Gubbio -dijo Kennicott. Le temblaron las manos.

– Lo recibió ayer mismo. Lo siento. Hablaremos de esto en otro momento. Ahora tengo que irme corriendo. Duerma un poco. Pero deje conectado el móvil.

Kennicott se había encaminado a un pequeño parque situado enfrente del edificio, al otro lado de la calle, y se había sentado en un banco vacío. Lo que leyó lo dejó perplejo. Durante más de ocho años había creído que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico. Un conductor borracho. Un cincuentón que había vivido de la asistencia social toda su vida adulta. Se saltó la mediana de la vía a diez kilómetros de la casa de campo donde vivían ellos. En la misma carretera por la que habían circulado todos los viernes por la noche durante treinta años.

Con el paso de los años, Kennicott había intentado no darle muchas vueltas a lo sucedido en el tribunal de Bracebridge, la pequeña población norteña donde el conductor, un patético alcohólico, se había presentado con la cabeza gacha y se había declarado culpable. El juez, que llevaba una toga de aspecto andrajoso y en quien Kennicott, por alguna razón, concentró su cólera, lo había sentenciado a dos condenas concurrentes a seis años de prisión. Sólo recordaba fragmentos de la alocución del juez, que había lamentado la terrible pérdida para la comunidad y se había referido a cómo sus padres habían llegado a Canadá siendo una joven pareja, sin conocerá nadie. Su padre había levantado un negocio próspero. Su madre había sido una catedrática reconocida. Qué lástima de vidas tan productivas, así truncadas. Y con esto, el juez había concluido.

A la salida, mientras estrechaba manos al lado de su hermano Michael, el agente de policía había sentido que no les quedaba ningún sitio lógico a donde ir a continuación.

Arthur Frank Rake. Kennicott había intentado olvidar el nombre, pero seguía apareciendo ante él en las esporádicas cartas que recibía del Servicio de Libertades Condicionales, que le informaban de que Rake había sido trasladado a tal o cual institución, que había pasado a régimen de mínima seguridad y que seguía cursos para superar adicciones y alcohol. Un día, le habían comunicado que Rake había salido, todavía en libertad condicional, y que vivía en un centro de reinserción de Huntsville, una remota población aún más al norte. Y luego, llegó la última carta: Rake había completado su período de libertad condicional. Se acabó.

Pero ahora estaba leyendo una carta del consulado italiano en Toronto, dirigida al señor Yitzhak Greene. Rake había comprado una casa de campo en Gubbio, el pueblo de montaña de Italia al que se proponía viajar Michael cuando lo habían asesinado.

La noche de su muerte, Michael había volado a Toronto desde Calgary. Iban a cenar juntos y Michael tomaría otro avión al día siguiente. ¿Por qué Gubbio? Kennicott no había oído hablar nunca del lugar. Había creído que Michael iba a Florencia, adonde solía viajar para reunirse con banqueros. En la ribera norte del Arno había un taller que su padre les había indicado hacía años, adonde los dos acudían todavía a comprar zapatos hechos a mano. Kennicott no había oído hablar de ningún zapatero de Gubbio y Michael no había mencionado nunca que hubiera estado allí. La noche anterior, por teléfono, se había mostrado críptico y había dicho que tenía un asunto importante que discutir con él durante la cena. Aquélla había sido la última vez que habían hablado.

Greene había adjuntado una nota a la carta: «Mi padre tuvo una corazonada respecto a esto y la siguió. He hecho comprobaciones. Arthur Rake no ha ganado ninguna lotería. Sencillamente, cumplió la libertad condicional y desapareció. Sé que leer esto le va a afectar, Kennicott. Parece que podríamos tener una pista, por fin».

– No desconecte el móvil -le había dicho Greene antes de dejarlo a solas con el sobre.

– ¿Qué va a hacer, detective? -había preguntado Kennicott.

– Voy a comprarle unos bagels a mi padre.

La mera mención de comida hizo que el estómago de Kennicott protestara. Llevaba toda la noche de pie y no había comido nada desde hacía horas. Tal vez Summers tuviera algo en casa. La perspectiva de desayunar con ella le agradó.

La mañana ya se había caldeado. Cuando descendió del ferry, se quitó la corbata y se colgó la chaqueta del hombro. No le costó dar con la casa de Summers. Tal como ella había descrito, había una hilera de casitas que daban al puerto interior. La suya era la de la puerta en colores verde y azul.

– Es el color simbólico del oeste entre los mayas. Lo aprendí en México -le había explicado-. Es la dirección a la que da la puerta.

Cuando subió al pequeño porche, los tablones crujieron bajo su peso. Summers abrió antes de que llegara a la puerta. Vestía unos pantalones vaqueros holgados y una camiseta blanca y llevaba el pelo recogido, pero no tan bien peinado como de costumbre. Parecía agotada.

– Muchísimas gracias por venir, Daniel -dijo y, agarrándolo del brazo, prácticamente lo arrastró dentro.

La casita constaba de una sola estancia grande, con una desvencijada cocina a la izquierda y unos cuantos sofás viejos delante de una chimenea de leña, a la derecha. Por la ventana de encima del fregadero entraba la luz de primera hora de la mañana.

– No sabía a quién llamar. Necesitaba hablar con un abogado criminalista y…, en fin, Daniel, confío en ti.

Kennicott asintió. Con cierto sentimiento de culpa, se sorprendió rastreando la casita por si había señales de la presencia de otro hombre.

Ella se llevó una mano a la cabeza, jugó nerviosamente con su pelo y, con un gesto de aparente frustración, terminó por quitarse el pasador. Los cabellos le cayeron en una gran cascada, pero no pareció reparar en ello, y frotó el pasador entre sus manos como si fuese una especie de amuleto de la suerte.

– Se trata de Cutter y de esa colega suya, Barb Gild -dijo finalmente.

– ¿Los fiscales? ¿Qué sucede?

– No me fío de ellos.

– Ni tú, ni nadie.

– Anoche volví a quedarme trabajando hasta tarde en el tribunal de fianzas. Entré en la oficina por la puerta de atrás y no creo que me oyeran.

– ¿Y?

– Estaban hablando del caso Brace.

Kennicott se quedó absolutamente quieto y callado.

– Quizá no debería contarte esto… -Summers le dirigió una sonrisa lánguida.

Los dos sabían que la conversación ya había ido demasiado lejos. «La campana ha sonado, ya no hay vuelta atrás», solía decirle Kennicott al jurado, en su tiempo de abogado, cuando un testigo acababa de cometer un desliz fatal en su declaración.

Summers se dirigió a la pequeña cocina y se sirvió café en una taza de cerámica hecha a mano. Señalando la cafetera, le preguntó a Daniel si quería. Él dijo que no con la cabeza.

– Un vaso de agua, ¿puede ser? -preguntó.

– Tengo una jarra a enfriar -dijo ella.

La claridad que entraba por la ventana iluminaba sus cabellos a contraluz. Llenó un vaso y se lo sirvió.

– No lo oí todo -continuó explicando, mientras sostenía la taza de café entre las manos-. Cutter y Gild hablaban de Fernández. Comentaban que era un lameculos, el fiscal perfecto para el caso. Y decían que si esta mañana no se portaba como era debido, se pasaría los próximos diez años haciendo de fiscal en juicios por sanciones de tráfico.