Kennicott tomó un sorbo de agua fría y asintió.
– Son unos cabrones. Creen que dirigen la Fiscalía. Todo el mundo detesta a Cutter.
– Lo sé. -Summers parecía nerviosa-. Pero, entonces, Cutter dijo con esa maldita voz sonora que tiene: «Será mejor que ese capullo hispano cierre el pico respecto a eso», y Gild replicó: «Fernández es don Ambición y sabe que este caso es su gran oportunidad». «Exacto -dijo Cutter y añadió-: Y está al corriente de lo que Brace le dijo a su abogada.»
– ¿Qué? -Kennicott dio un respingo-. ¿Cómo va el fiscal a saber lo que Brace ha hablado con su letrada? Las comunicaciones entre ellos no son divulgables.
– Naturalmente que no. -Summers frunció el entrecejo-. Por eso te he llamado. Aquí hay base para un juicio nulo, cuando menos.
Todo esto apesta. También mencionaron a un guardia de la cárcel del Don; lo llamaron «el señor Bunt», o algo parecido.
Kennicott dejó el vaso en la mesa.
– El señor Buzz -dijo.
– Ése. ¿Lo conoces?
– Vosotros, los fiscales, no vais nunca a las cárceles. Todos los abogados defensores conocen al señor Buzz. Es una institución en el Don.
– Esto cada vez se pone peor -dijo Summers, mordiéndose el labio.
Kennicott echó una ojeada por la ventana delantera. Por la acera de la orilla vio a un puñado de hombres y mujeres, bien vestidos y con sus respectivos maletines de trabajo, que se encaminaban a paso ligero al embarcadero del ferry. Lo mismo haría él cada día, si viviera allí.
– Tienes razón -asintió-. Todo esto apesta.
LX
Ari Greene sacó de la guantera la luz intermitente policial y la colocó en el capó del Oldsmobile. Dio media vuelta en redondo y se abrió paso entre el tráfico de la hora punta a la entrada de la autovía. Una vez en ella, aceleró cuanto pudo, pendiente del reloj del salpicadero. Eran las ocho y veinte.
Cuando llegó a la salida de King City, eran casi las nueve en punto. Cuando coronó la cuesta e iniciaba el descenso hacia el centro de la pequeña población, tuvo que frenar en seco. Un autobús escolar se había detenido delante de una casita de madera y dos niñas con pantalón corto y camiseta cruzaban la calle, cargadas con sus mochilas. Cuando estaban en medio de la calzada, una de ellas levantó los brazos y, dando media vuelta, echó a correr hacia la acera de la que había salido, sin mirar si venía algún coche.
Greene ya había visto su fiambrera roja del almuerzo en el bordillo y había aminorado la marcha en previsión de que la niña hiciera precisamente aquello. Sonrió mientras la veía recoger la caja y echar a correr de nuevo hacia el autobús. Regla número uno: no causar daño, se dijo Greene mientras la veía desaparecer a bordo.
Condujo con cuidado hasta el siguiente cruce y tomó al norte, avanzando entre las suaves colinas hasta llegar a la finca de los Torn. Había apagado la sirena. Vio aparcado un remolque en el amplio camino de la casa y cuando llegó a ella, el doctor Torn, vestido con unos pantalones cortos caqui y una camiseta, acababa de sacar un caballo del establo y lo conducía hasta el vehículo.
Greene se apeó. El día ya era caluroso y rompió a sudar.
– Doctor Torn -dijo, tendiéndole la mano-, lamento presentarme sin avisar.
El hombre lo miró con una expresión gélida en sus penetrantes ojos azules.
– Espero que venga a decirme que todo este asunto se ha acabado -dijo. Le estrechó la mano y volvió a concentrarse en la cincha que estaba ajustando-. Allie y yo nos vamos a Virginia esta tarde.
– Todavía no se ha acabado -respondió Greene, cada vez más tenso-. Y necesito su ayuda, señor.
– No estamos interesados en representar el papel de familia de la víctima.
– Doctor -Greene clavó la mirada en Torn-, ya sé que desean permanecer al margen de todo esto.
Torn dejó el estribo y se volvió a Greene, sosteniendo su mirada.
– Necesito hablar con usted -continuó el detective, con voz firme.
Antes de que el hombre pudiera decir nada, se abrió la puerta del garaje y apareció la señora Torn. La mujer se quedó allí plantada mientras los dos perrazos salían disparados hacia el camino, meneando la cola con éxtasis. La mujer llevaba pantalón corto, sandalias y una blusa, con un pañuelo de seda al cuello.
– Deseo hablar con su esposa, doctor, pero sé que ella no puede hablar conmigo. No puede hablar con nadie, ¿verdad?
Torn miró a su mujer, que venía hacia ellos, y de nuevo a Greene. Su expresión ya no era desafiante, sino perdida.
– Usted tenía razón -continuó el detective-. Ya ha salido malparada demasiada gente. -Greene miró a la señora Torn, que se había colocado al lado de su marido-. Doctor, deseo proteger a su esposa, pero sólo podré hacerlo si me permite hablar con ella.
– Yo… yo…
Era la mujer, que intentaba decir algo.
– Por favor, doctor Torn, no me obligue a requerir la presencia de su mujer en el tribunal. Tendrá que quitarse el pañuelo y enseñarle a todo el mundo cómo su hija Kate le rompió las cuerdas vocales cuando intentó acabar con ella estrangulándola.
LXI
– ¡Espere!-gritó Daniel Kennicott mientras corría por el paseo entablado a la orilla del lago, en línea recta hacia el embarcadero del ferry-. ¡Espere!
Fue inútil. Le quedaban doscientos metros, por lo menos, para llegar al transbordador y ya veía cerrarse el portón de acero detrás del último de los pasajeros matutinos. Desesperado, se detuvo y, con las manos alrededor de la boca a modo de bocina, gritó:
– ¡Alto! ¡Policía! ¡Asunto urgente!
Pero, mientras él gritaba, el ferry soltó un último y sonoro bocinazo que ahogó su voz y, con ella, toda esperanza de alcanzar la embarcación. Consultó el reloj. Eran las nueve y media. El trayecto en el ferry duraba media hora. Incluso si conseguía subir a él, iba a ser desembarcar y salir corriendo, si quería llegar al Ayuntamiento Viejo y estar en la sala del tribunal a las diez en punto.
Después de contarle la conversación entre Cutter y Gild, Jo Summers había insistido en prepararle unos huevos al estilo mexicano. Cuando empezaba a comer, había sonado el móvil. De eso hacía cinco minutos. Era el detective Greene.
– Kennicott -le dijo con un tono de tensión en la voz-. Tiene que estar en la sala a las diez. Es urgente.
– ¿Qué? -exclamó Kennicott mientras engullía el primer bocado. Estaba picante y delicioso.
– Acabo de dejar la granja de los Torn, aquí, en King City -dijo Greene-. Katherine Torn tenía propensión a estrangular a la gente. Hace dos años le aplastó las cuerdas vocales a su madre. Por eso la señora Torn no dice nunca una palabra: porque no puede hablar.
– Igual que Brace -apuntó Kennicott mientras se limpiaba los labios con una servilleta roja. Las piezas iban encajando como la parte final de un crucigrama.
– La historia de McGill se sostiene. Su testimonio exonerará por completo a Brace -continuó Greene-. Y Brace va a presentarse esta mañana ante el juez y a declararse culpable para proteger a su esposa y a su hijo.
– Hay algo más que debe saber -dijo Kennicott y, rápidamente, puso a Greene al corriente de lo que Jo Summers había oído decir a Cutter.
– Mierda -exclamó el detective. Era la primera vez, en todos los años que llevaba conociéndolo, que Kennicott lo oía mascullar un juramento-. Tiene usted que ir enseguida.
– Me encuentro aquí, en la isla…
– Debe llegar a tiempo, por el medio que sea. Y póngase corbata. Summers no le dejará hablar en su tribunal si se presenta en calidad de agente de policía. Tal vez lo escuche a usted como abogado.