No me escuchará de ninguna manera, como no consiga llegar, pensó Kennicott mientras contemplaba impotente cómo el transbordador se apartaba del muelle. Observó con desesperación las embarcaciones amarradas a lo largo de la orilla y recordó lo que había comentado Jo Summers el día de San Valentín, sobre la ocasión en que había perdido el ferry: «Tienes que esperar media hora, a menos que robes una barca o que encuentres a Walter, el piloto del taxi acuático que lleva aquí desde hace un siglo».
Roba una por necesidades policiales, se dijo Kennicott mientras contemplaba las barcas. O busca a Walter. En aquel preciso momento, escuchó un bocinazo ronco que venía del extremo del embarcadero donde había amarrado el ferry.
Era el taxi acuático. Walter debía de hacer un buen negocio recogiendo a los rezagados que perdían el barco, pensó Kennicott mientras corría hacia la embarcación, agitando los brazos como un loco.
– ¡Gracias a Dios!-exclamó mientras descendía al estrecho bote-. Tengo que cruzar inmediatamente.
El piloto se volvió despacio en su asiento. Llevaba una maltrecha gorra azul de marino con las palabras TAXI ACUÁTICO DE WALTER bordadas en hilo rojo descolorido. Un grueso bigote recto y unas patillas largas y pobladas dominaban su rostro fino. Debía de haber cumplido los sesenta de largo. El banco de madera en el que estaba acurrucado parecía haberse amoldado al contorno de su cuerpo a base de años de roce, como un surco excavado por el agua en una roca del río. El hombre miró a Kennicott con la lacónica tranquilidad de quien había pasado la vida tratando con gente que llevaba prisa.
– Esperaré cinco minutos a otros rezagados -dijo. A continuación, le dio de nuevo la espalda calmosamente y cogió un periódico de un grueso montón que tenía junto al asiento.
Kennicott todavía jadeaba aceleradamente.
– Agente de policía… Daniel Kennicott -dijo, enseñando la placa-. Se trata de un asunto oficial urgente, señor. Se le reembolsarán las pérdidas.
Walter se volvió a regañadientes y miró la placa. No parecía impresionado en lo más mínimo.
– ¿Hap Charlton me va a pagar las cuatro carreras que, probablemente, sacaré si espero?
– Mejor aún, yo mismo le pagaré ocho ahora -respondió Kennicott y sacó el billetero-. Pero tenemos que irnos inmediatamente.
– Yo no tengo que ir a ningún sitio -replicó Walter y se tomó su tiempo en volver a la proa de la barca.
Kennicott apretó los puños, considerando sus alternativas. Podía levantar la voz. Podía sacar su arma. Entonces, oyó que el motor subía de revoluciones.
– Pero será mejor que se siente -dijo Walter. La barca se puso en marcha, aplastando a Kennicott en un duro banco de madera. Miró el reloj. Eran las 9.35.
El taxi acuático de Walter cruzó el puerto a toda máquina. Mientras botaba con las olas, Kennicott se llevó la mano al bolsillo y sacó la corbata. Walter le echó una mirada por el espejo retrovisor.
– Viste bien para ser policía -comentó.
Kennicott asintió, pero no dijo nada.
– Daniel Kennicott -añadió Walter, dándole vueltas al nombre-. ¿Cómo es que me resulta usted familiar?
Kennicott miró hacia la ciudad y empezó a hacerse el nudo. Sabía lo que vendría a continuación. Le sucedía una vez al mes, más o menos.
– Ya lo tengo. Es el abogado que se hizo agente, ¿verdad?
Kennicott se ajustó el nudo.
– Sí -respondió por último, sin el menor entusiasmo-. ¿Cómo lo ha sabido?
Walter dio un puntapié al montón de periódicos.
– Soy un adicto a las noticias -dijo-. Nunca se me olvida una cara.
– Yo nunca quise esa clase de publicidad -comentó Kennicott, asintiendo.
Walter le imitó con su indolencia usual.
– Yo también perdí un hermano -dijo y, por primera vez desde que Kennicott había subido a la barca, se volvió hasta mirarlo a los ojos-. Hace veinte años -añadió- y todavía duele.
Kennicott asintió.
– ¿Cuánto queda? -preguntó al cabo de un largo momento de silencio, señalando las torres del centro de la ciudad, ya cercanas. Acababan de adelantar al ferry.
– Un poco más de cinco minutos.
Tocaron tierra a las diez menos cuarto. Tan pronto la barca atracó en el muelle, Kennicott saltó a tierra.
– Gracias, Walter -dijo y echó a correr. Había querido darle cien pavos, pero Walter no había aceptado ninguna compensación.
En el embarcadero del ferry encontró una multitud y tuvo que abrirse paso a empujones, pidiendo disculpas. Corrió hacia Queen’s Quay, la amplia calle que bordeaba el lago. Sin esperar a que cambiara el semáforo, se metió entre el tráfico, sorteando a los conductores que venían de este a oeste y que hacían sonar sus cláxones.
Delante quedaba el túnel bajo la autovía Gardiner. La estrecha acera de la derecha, que tenía una barrera protectora de cemento entre ella y la calzada, era un embudo abarrotado de peatones.
Kennicott no podía correr el riesgo de quedarse atascado. Saltó la barrera, cruzó al otro lado de la calzada y corrió en sentido contrario al tráfico. Era más seguro si podía ver acercarse los coches. La mayoría de los conductores estaban tan sorprendidos de ver a un hombre trajeado corriendo hacia ellos en el túnel escasamente iluminado, que frenaban a fondo.
Cuando salió de la oscuridad por la boca norte, entrecerró los ojos para no deslumbrarse y corrió pendiente arriba hacia Front Street. A la izquierda quedaba Union Station, la enorme estación central de ferrocarriles de la ciudad. En la amplia acera de enfrente, un reloj en lo alto de un poste marcaba las 9.48. Un grupo de taxistas somalíes formaba un corro junto a uno de sus coches. Uno de ellos, un hombre especialmente alto, vio acercarse a Kennicott a la carrera.
– ¿Taxi, señor? ¿Taxi?
Kennicott echó una ojeada a Bay Street. Estaba colapsada de coches. Y de gente. Una multitud agitaba frenéticamente banderas blanquiazules de los Maple Leafs.
– Gracias -dijo, resoplando-. No tengo tiempo.
Continuó la marcha y cruzó Front Street. Miró hacia Bay Street y vio a lo lejos la gran torre del reloj del Ayuntamiento Viejo, que se alzaba sobre el centro de la calle. El minutero ya estaba cerca del número 10.
La cabalgata de la victoria de los Maple Leafs había empezado. La multitud chillaba y unas cuantas unidades móviles de televisión tenían sus parabólicas enfocadas al cielo como cabezas de jirafas alzándose sobre una manada en estampida.
Pero aquella multitud no estaba en estampida, sino todo lo contrario. Kennicott apenas podía moverse entre la masa. Sorteando, empujando y colándose, consiguió finalmente abrirse paso en dirección norte. Sin embargo, a dos bocacalles al sur de Queen, se quedó atascado. El gran reloj, más próximo y, sin embargo, todavía demasiado lejano, marcaba las 9.55.
A su derecha, quedaba un gran solar en construcción. El nuevo edificio de Donald Trump empezaba a levantarse, finalmente. Se arrimó a la valla metálica que rodeaba el solar y empezó a encaramarse a ella, metiendo la puntera de los zapatos Oxford en los espacios en forma de rombo. Con un golpe sordo, aterrizó del otro lado.
– Lo siento, señor -le dijo un robusto policía fuera de servicio, acercándose rápidamente-. No se permite el paso.
Kennicott jadeaba intensamente mientras se llevaba la mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacaba la placa y la enseñaba.
– Oh, lo había tomado por un abogado -murmuró el agente.
Abogado, policía, pensó Kennicott. Policía, abogado…
– Tengo que llegar al Ayuntamiento Viejo -dijo, recuperando por fin el aliento necesario para hablar.
– Sígame -asintió el agente.
Corrieron hacia el norte hasta el otro lado del solar. El policía abrió una puerta metálica.
Kennicott le dio las gracias y cruzó la calle a la carrera. La puerta de servicio de los grandes almacenes Bay, por la que entraba un empleado en aquel momento, quedaba directamente delante de él. Corrió y alcanzó la puerta antes de que ésta se cerrara.