– Lo siento, señor, no se puede… -dijo un guardia de seguridad a Kennicott mientras subía a toda prisa una antigua escalinata de mármol.
– Asunto policial -replicó Kennicott, enseñando la placa sin detenerse.
La planta baja del Bay estaba llena de mostradores de cosméticos y enormes carteles de modelos espléndidas que anunciaban las marcas más famosas. Kennicott aspiró el aroma de los perfumes mientras pasaba a toda prisa entre las vendedoras que, perfectamente compuestas y maquilladas, se aprestaban a empezar la jornada. Un cartel colgado encima de él le llamó la atención. Era Andrea, su antigua novia, ataviada con un negligé increíblemente escaso.
Creo que podría devolverte a tu antigua categoría de novia, se dijo Kennicott mientras salía a Queen Street por la puerta de incendios norte. La acera y la calzada estaban abarrotadas de peatones. Esta vez, se quedó completamente atascado. Miró hacia la gran torre del reloj y oyó el sonido que más temía. Empezaba a dar los cuartos y, tras ellos, le quedarían diez campanadas para llegar a la sala de juicios de Summers.
LXII
Nancy Parish sabía qué iba a suceder a continuación, exactamente. Dentro de diez minutos, más o menos, Kevin Brace -la Voz del Canadá, el Capitán Canadá, el Tipo de la Radio, el Tipo de la Bañera, don Viajero del Alba, el apodo que se prefiera- comparecería ante el magistrado. Entonces, ella se pondría en pie y le comunicaría al juez Summers que tenía nuevas instrucciones de su cliente. A continuación, Brace se declararía culpable de asesinato en primer grado y Summers lo condenaría automáticamente a veinticinco años de cárcel. Y a las diez y media, como mucho, todo habría terminado.
Un resultado estupendo para su primer juicio por asesinato, pensó mientras abría su carpeta por última vez. El hecho de que Brace se negara a hablar con ella y el descubrimiento de que iba a declararse culpable para proteger a otros eran cosas que nunca podría contarle a nadie. La confidencialidad abogado-cliente debía mantenerse. Estaba amordazada para siempre. Los secretos de Brace estaban a salvo con ella.
Se volvió y echó un vistazo a la sala medio vacía. En la tribuna del público, que el día anterior estaba llena, sólo había una persona, sentada en la última fila. Era un tipo de tez oscura y cabellos entre canos; debía de rondar los sesenta años y llevaba una chaqueta de cuero gastada con el logotipo de un sindicato cosido en la pechera. Evidentemente, el hombre se había equivocado de tribunal.
En la sección reservada a la prensa de la primera fila esperaba un reducido grupo de periodistas, apenas un puñado de jóvenes enviados a cubrir lo que se esperaba que fuese una sesión anodina, mientras que los auténticos reporteros estaban en el desfile. Awotwe
Amankwah ocupaba el asiento más próximo a la salida, para ser el primero en tomar la puerta. Parish le dirigió un ligerísimo gesto con la cabeza a modo de saludo.
Bueno, por lo menos tenía suerte en esto, pensó Parish. Aun con la declaración de culpabilidad, la noticia quedaría enterrada en el alud de información sobre el triunfo del equipo de hockey.
Eran las diez menos diez. Fernández y Greene no habían llegado todavía, lo cual era insólito en ellos. La maldita cabalgata había perturbado toda la ciudad.
Parish se acercó a la mesa del secretario. El hombre estaba concentrado en un crucigrama.
– Supongo que, a pesar del tráfico, Su Señoría está aquí y dispuesto a empezar, ¿no? -preguntó ella.
– Acierta usted -respondió el secretario sin levantar el bolígrafo-. Ayer, antes de marcharnos, avisó al personal de que, con desfile o sin él, no había excusa para llegar tarde. Ésas son las órdenes del capitán.
– Mi cliente está abajo -dijo Parish.
– Lo sé. Ya he recibido la llamada diciendo que lo traen.
Parish regresó a su mesa y volvió a pensar en su visita de hacía media hora a Brace, en los calabozos del edificio. Al llegar a la puerta de la celda, había pedido un favor al supervisor de guardia y éste había accedido a permitir que se reuniera con su cliente en la sala «separada» para que tuviera ocasión de hablar con él en privado y no a través del cristal, con otros presos escuchando.
El supervisor condujo a Brace a la pequeña habitación. Venía esposado.
– Buenos días, abogada -dijo el agente. Brace, sin que nadie se lo indicara, se volvió y extendió los brazos para que le quitaran las esposas.
– Le agradezco que haga esto -le aseguró Parish al supervisor mientras Brace, con las manos libres, entraba en la salita y tomaba asiento frente a ella.
– No hay problema -respondió él-. Hoy es un día de mucho trabajo. Anoche detuvieron a mucha gente: jóvenes borrachos de celebración que se dedicaban a romper cristales de ventanas. No puedo destinar un guardia a vigilar la puerta, así que tendré que encerrarlos a los dos. Llame a la puerta cuando quiera salir. Llame fuerte. A patadas, si es preciso.
Brace parecía sorprendido de verla, lo cual era lógico después de las instrucciones que le había dado la noche anterior. Iba a declararse culpable. ¿Qué más quedaba por decir?
– Buenos días, señor Brace -dijo ella cuando se cerró la puerta. Sacó un bloc nuevo y un Bic a estrenar y los dejó en la mesa delante de su cliente. Él no se movió; se limitó a mirarla.
Parish apartó la vista. Ahora le tocaba a ella jugar a desviar miradas, se dijo.
– He averiguado por qué se declara culpable -anunció Ano che no podía dormir, así que saqué el expediente y le eché otra ojeada al croquis de su apartamento. El que tanto miraba el agente Kennicott en el tribunal. -No era necesario que informara a Brace de la llamada que le había hecho Amankwah.
El preso la miró fijamente, con los brazos cruzados sobre el pecho. La abogada cogió el bloc y el bolígrafo de la mesa y se puso a dibujar.
– Esto es el apartamento -dijo, mientras hacía un rápido bosquejo de la distribución del piso-. Aquí está el pasillo principal. Es bastante ancho, ¿no? Ésta es la puerta. La he dibujado tocando la pared. -Miró a Brace. Él dirigió la vista al papel por un instante-. Usted condujo al señor Singh al interior del piso, hasta aquí. -Trazó una línea hasta la cocina-. Y lo hizo sentarse en esta silla, de espaldas al vestíbulo, ¿verdad?
Parish no se molestó en mirar, pero notó sus ojos clavados en ella. Trazó una gran aspa detrás de la puerta del apartamento.
– Usted, en cambio, sí que podía verlo. Detrás de esa puerta había alguien escondido. Y, fuera quien fuese, usted lo está protegiendo, ¿no es cierto? Kennicott no podía apartar la vista del croquis porque cayó en la cuenta de eso. Y usted lo vio, ¿verdad?
Finalmente, la abogada levantó la vista hacia su cliente. No estaba segura de cómo reaccionaría él ante aquello. Brace tenía los ojos abiertos como platos. Y llenos de emoción.
– ¿Quiere decirme quién era?
El recluso se levantó tan deprisa que, por un segundo, Parish tuvo un acceso de pánico. Sin embargo, el miedo desapareció enseguida cuando vio lo que estaba haciendo. Vuelto de espaldas a ella, Brace empezó a golpear la puerta con el puño con todas sus fuerzas y a darle puntapiés en un punto que se veía gastado, como si ya hubiesen pegado paladas allí cientos de presos.
Una última reunión con el cliente magnífica, pensó mientras Ho- race se acercaba a la mesa de la abogada y dejaba la campanilla de bronce sobre ella.
– Veo que ha llegado temprano y sin problemas -dijo el alguacil.
– Quería darle una sorpresa, Horace -respondió ella.
– Vaya. Bueno, el juez acaba de avisar de que quizá tengamos un pequeño retraso.
– ¿Summers, retrasado? ¡Adónde iremos a parar!
– Un asunto familiar, parece.
¿Qué importaban unos minutos?, se dijo. Una hora más y volvería a estar en su despacho y sus cinco minutos de fama serían cosa del pasado. Y su deprimente futuro sería la pila de papeles pendientes de archivar, los sumarios legales por redactar y los correos electrónicos y mensajes de voz por contestar.